Varios autores - La Constitución que queremos
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Si llegamos a tener una nueva constitución –donde nueva significa una reordenación de las fuerzas políticas–, este debiera ser la consecuencia del proceso y no su puntapié inicial. En ese sentido, si bien una asamblea constituyente podría significar una contribución importante en ese proceso –según cómo se lleve, claro–, lo importante es la forma en que los sujetos políticos comienzan a rearticularse, construyendo nuevas formas para su agenciamiento político, transformando las relaciones de poder a las que están sometidos. Para ello, me parece fundamental considerar la diferencia entre la Constitución Política del Estado y la constitución política del pueblo: podría cambiar la forma como se ejerce el poder político en las instituciones del Estado, desarticulando aquellos enclaves autoritarios que han neutralizado la potencia transformadora de la soberanía popular; pero no tendrá ningún impacto si las relaciones de poder en el seno de la sociedad conservan sus estructuras actuales. Una nueva constitución debe surgir de nuevas prácticas políticas, prácticas emancipatorias.
A este respecto, me parece que los mismos actores que ya fracasaron en su pretensión constituyente en 2005, no pueden decir nada distinto de lo que ya dijeron. Sus formas de representación simbólica de la realidad se encuentran configuradas, ineludiblemente, a partir de las relaciones materiales de poder político y económico que los condicionan en tanto sujetos, en tanto agentes políticos. Su sistemática inclinación por recurrir a la institucionalidad diseñada en dictadura, esperando poder desplegar una potestad constituyente que genere una nueva Constitución (como en 2005), demuestra que sus capacidades de comprensión del contexto normativo e institucional están condicionadas por esa misma institucionalidad. Solo la incorporación de nuevos agentes políticos, nuevos tipos de sujetos capaces de sostener discursos diferentes de los hegemónicos, que provengan de otros contextos materiales y no solo de los sectores privilegiados, dará paso a una forma distinta de representación simbólica –o podríamos decir constitucional – de la realidad. Aquí la clave está, efectivamente, en la forma. La forma es el fondo: si no se establece un mecanismo que garantice una efectiva participación de la ciudadanía en la definición de los contenidos de una nueva constitución (especialmente de los grupos subalternos, que han sido postergados de esta discusión), asegurando una participación igualitaria en condiciones de imparcialidad, el resultado será el mismo de 2005: una norma (eventualmente) mejor técnicamente, quizá con uno o dos enclaves autoritarios menos, pero no será una Carta nueva , ni logrará superar su endémico déficit de legitimidad.
La historia constitucional reciente muestra cómo una serie de intentos por democratizar el texto de 1980 han contribuido marginalmente en dicho objetivo, fracasando en el objetivo principal: obtener una constitución legítima. La única forma de obtener un resultado distinto de la tónica que marcan las últimas tres décadas es otorgándoles voz a formas alternativas de representación simbólica de la realidad, es decir, a sectores de la sociedad que han sido sistemáticamente excluidos de un espacio de decisión política que, en principio, corresponde al pueblo en tanto titular del poder político originario, de la soberanía. Lo que parece claro es que sin un acto constitutivo, no habrá nueva constitución. Sin el despliegue de esa magnitud política que emane del titular del poder constituyente, no habrá nueva constitución. Sin perjuicio de que se trata de categorías abstractas e indeterminadas, que nos reconducen a conceptos universales que bien podrían ser catalogados de vacíos, lo cierto es que esta lógica discursiva permite evidenciar cómo este tipo de decisiones ha estado residenciado, por décadas, en estrechos círculos de poder: una clase política cada vez más alejada de la realidad política y social que legitima el ordenamiento jurídico y el sistema político que, en nuestro nombre, administran. Sus formas discursivas, condicionadas por sus condiciones materiales de vida, su situación de privilegio en la sociedad, atravesada por la trampa de un mal entendido consenso que inmoviliza, han fracasado en su pretensión constituyente en el pasado y, si se mantienen las lógicas políticas que han imperado hasta el momento, volverán a fracasar hoy. De hecho, sus condiciones de legitimidad han empeorado progresivamente en los últimos años, disminuyendo gravemente la confianza que la ciudadanía deposita en sus representantes, lo que solo puede confirmar el fracaso de una vía que ya no puede arrogarse legitimidad para constituir.
Desde esta perspectiva, en tanto mecanismo para darnos una nueva Constitución, la asamblea constituyente cumple con ciertos estándares que no se satisfacen por igual en las principales alternativas que se han propuesto: Congreso Nacional, convención constituyente o comisión de expertos 7. En efecto, la AC permite incorporar en este proceso de decisión política a agentes políticos que no tienen una participación regular en el funcionamiento de las instituciones públicas, que tienen otras concepciones del mundo y ven las relaciones políticas que en él se verifican desde una realidad distinta, precisamente por la posición relativa que tienen en ellas. Este mecanismo posibilita una forma de agenciamiento político que podría traspasar las barreras de la clase gobernante, posibilitando que nuevos sectores del pueblo, de la comunidad política, formen parte de la decisión constituyente. Ese incremento en el nivel de participación, en el estándar democrático del proceso, podría generar una constitución nueva, en la medida que dé cuenta de un proceso constituyente en el que han participado nuevos agentes y que, como resultado de ello, se tome una decisión sistémicamente distinta de aquellas que toman, regularmente, los representantes de la soberanía popular, por ejemplo, al legislar. El mandato que recibiría una AC, profundamente distinto de aquel que recibe el Congreso Nacional para legislar, provendrá de un pueblo movilizado en la búsqueda de nuevos objetivos que nunca antes en la historia de Chile ha logrado conseguir: incidir en el contenido del marco fundamental de convivencia democrática, decidiendo, libremente, sobre su estructura institucional y sobre la configuración de las relaciones de poder de las cuales participa.
Las actuales relaciones de poder político que se verifican en la sociedad no serán transformadas por quienes se han visto directamente beneficiados por ellas. No es posible esperar de estos agentes políticos –que han devenido en privilegiados como consecuencia de las prácticas políticas e institucionales que se han desarrollado desde 1988 a la fecha–, una decisión efectivamente transformadora de las actuales relaciones de poder. La única posibilidad para que un proceso constituyente sea uno constituyente y no una manifestación más de la vía reformista, depende de que en él participen aquellos sujetos políticos que han estado relegados a posiciones de subalternidad.
No podemos olvidar que la legitimación democrática de todo ordenamiento jurídico emana de un acto político constitutivo, cuyo contenido se proyecta hacia lo constituido. En este sentido, la asamblea constituyente como mecanismo para la elaboración de una nueva constitución es el único mecanismo suficiente para garantizar su legitimidad, en la medida que pueda representar simbólicamente aquel hito de deliberación política radical, necesario para que la comunidad política se constituya a sí misma como tal y, de paso, reconozca como propio al ordenamiento que emana del proceso. Esa necesidad emana no solo de la crisis de legitimidad que arrastra el actual ordenamiento constitucional, sino del agotamiento de la vía reformista para hacerle frente.
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