vvaa - La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

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Alumnos jovencísimos matriculados en octubre de 1968, en una Facultad creada de la noche a la mañana. Eran los tiempos de la dictadura franquista y de enormes cambios sociales en todas partes del mundo. Desde entonces, la práctica médica ha evolucinado como de la noche al día.
Tras ciencuenta años y ante la pregunta: ¿qué fue de aquellos jóvenes, hombres y mujeres que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao?, la primera generación de estudiantes nos describe, con la visión y estilo propios de cada cual, momentos políticos señalados, anécdotas hilarantes, estructuras sanitarias caídas, por fortuna, en el olvido y su propio papel en el origen de varias innovaciones médicas que hoy son de uso común.
Por estas páginas desfila parte del profesorado, colegas, pacientes, personal sanitario, algún que otro jefe, y sus familias. Observamos momentos fugaces y sorprendentes de sus vidas: médico de una expedición a los Andes, prisionero por error en Siria, encarcelamientos franquistas, médico de la Armada en los 70, cantante en salas de fiestas, fresador en la siderurgia de Bolueta, observadora de Rusia en Soria, especialización en Cuba, pediatra en México, cooperante en Mauritania, senador en Madrid, y otros varios según quién hable.
Nada de ello, sin embargo, supera en emoción y detalle, al relato del quehacer médico de cada cuál, a lo largo de sus vidas.
La imagen global que emerge del conunto es, sin duda, más valiosa que la mera suma de sus componentes.

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Con huelgas y manifestaciones, perdimos prácticamente un año. Recuerdo que en una ocasión me vi en el cuarto de calderas de una casa, de la entonces calle Gregorio Balparda, junto a gente de Económicas, gracias a la agilidad del portero del inmueble, que nos metió allí, para escapar de los caballos de los grises.

¡No tendría yo mejor cosa que hacer, que meterme en aquellos berenjenales!

Hubo una fiesta de la tuna, aquella cuadrilla de sanos y divertidos locos cantores, que recuerdo especialmente porque, al volver a casa, me acompañaron hasta mi piso, pues hacia escasamente tres horas, ETA había matado al vecino del 1.º, policía, cuando regresaba de tomar un “chiquito” en el bar de al lado.

Con empeño, fueron pasando los cursos y, con la Patología Medica II para febrero, acabé.

En ese momento, lo que tenía claro es que quería desconectar del hospital, ya volvería para hacer una especialidad en… ¿Cirugía?, ¿Trauma?, no lo tenía claro. Necesitaba saber que había vida después de Basurto, trabajar, tener independencia, demostrarme que podía hacer algo más que estar con la luz encendida por las noches, estudiando.

Médicos en Soria y amigos de mi futuro suegro, que había sido veterinario allí anteriormente, me animaron para que fuese porque había pueblos libres en los que podía empezar. Así que un 14 de abril, era nombrada médica interina del partido médico de Martalay: siete pueblos a una distancia de diez o doce km de Soria. A pesar de estar tan cerca, en aquella época, el médico tenía que vivir en el partido, para estar localizable las veinticuatro horas, de modo que me buscaron acomodo en una casa, “a pupilo”.

Era buena gente aquella, respetuosa pero clara. No demostraron su lógico recelo ante la nueva médica, aunque tiempo después entre risas me enteré de que no las tenían todas consigo porque pensaban que era demasiado joven para ser médico.

Bastantes años más tarde, en cambio, tuve la experiencia contraria: ya casi peinando canas, cuando un “australopitecus” al que no creí que debía de hacer concesiones, me llamó “escoria de la Medicina “, así, sin despeinarse.

Bueno, vuelvo a mi primer día en Soria.

No tuve tiempo de pensar mucho sobre mi nueva situación, porque la misma noche en la que me instalé, sin haber pasado todavía una consulta con normalidad, sonaron unos aldabonazos en la puerta, fuertes e insistentes, seguidos de una frase que recuerdo como si aún estuviera oyéndola:

–¿Está la médica? Que venga rápido, que corra, que el Sr. Crisantos está muy malo.

Lo siguiente que sigo viendo es a mí misma conduciendo un coche recién comprado, detrás de un Renault 4L blanco, de noche, por una pista campo a través (para atajar) y llegar a otro pueblo. Estaba tan impactada que no me preguntaba ni a dónde iba, ni quiénes eran las dos personas del coche de delante, ni siquiera era capaz de pensar con qué me encontraría.

Lo único que quería era llegar sana, pues, aunque solo hacía cinco días que tenía mi flamante Seat 127, mis prácticas habían acabado cinco años antes, cuando saqué el carnet en Bilbao.

Angina o infarto, aquello me encontré. Manguito y fonendo como gran equipamiento y un botiquín básico que, muy previsora, me había preparado días antes, donde había una cafinitrina. Después, y rápidamente, en el coche del hijo al hospital.

El hombre salió de aquella y yo..., también. Nos caímos bien desde el principio. Con el tiempo, hasta me enseñó una de sus cajas fuertes para tener a buen recaudo, y no en el banco, su dinero. Levantó un ladrillo rojo del suelo y debajo había un hueco, donde cabía más de un billete.

Mi gente soriana, me enseñó a distinguir “dolor” de “daño”, cosa que me vino de perlas saber, y también me contaron que “estaba en Rusia” así, como suena. La película Dr. Zhivago se rodó en los campos de mis pueblos y aquel grupo de árboles en medio de la llanura por donde pasaba tres días a la semana para realizar la consulta en otro pueblo, era Varykino. Muchos de mis pacientes fueron extras. Yo no daba crédito, ¡con lo bonita que me había parecido a mí, Rusia, cuando vi la película!

Todavía hoy, en mi cumpleaños y todas las Navidades, hay personas que me llaman para felicitarme, aunque hayan pasado cuarenta años.

Como he mencionado anteriormente, el médico estaba disponible las veinticuatro horas del día, todos los días del año, excepto el mes de vacaciones, que siempre se disfrutaba, ya que el trabajo del ausente se le acumulaba al compañero del partido más cercano. Gracias a ese contacto podíamos tener una tarde o un fin de semana libre. Hoy día, eso sería totalmente imposible, pero en aquel momento no se le llamaba al médico por un resfriado a deshoras. Cuando te llamaban o localizaban para decirte que alguien estaba enfermo, lo estaba de verdad, ya podías correr.

Hubo un mes, durante mi primer verano, que tuve prácticas intensivas: me acumularon todos los pueblos a derecha e izquierda de la carretera que une Soria y el límite de Zaragoza: tres partidos médicos. Para poder estar más a mano, tuve que ir a vivir a un pueblo localizado en la mitad del trayecto. Con esas tres nóminas, una fortuna para mí, me casé, y lo hicimos en Soria, en la Ermita de San Saturio, junto a los álamos del Duero como los vio Machado.

Eduardo Úcar se acordará, porque vino desde Bilbao para estar con nosotros, no así José Luis Rubio que se casaba la semana siguiente. Eran dos entrañables amigos de aquellos años de Facultad, como la mayoría de los que nos acompañaron ya que, en Soria, había poca gente cercana.

Una de esas personas fue mi compañero y vecino de trabajo, tan novato como yo, recién salido del horno de Zaragoza. Fue él, precisamente, el que me convenció para presentarme a las Oposiciones Nacionales para ser Medico Titular, en Madrid. Decía que, aunque aquello no fuese mi futuro, tenía que intentar aprobarlas, porque la vida da muchas vueltas.

Lo hice, unas oposiciones de las de película en blanco y negro. Orales y escritas, con cinco miembros del tribunal mirándome y escuchándome. Aquel momento ocasionó el segundo subidón de autoestima que tuve. Debí de ir tan convencida de que aquellos exámenes no eran vitales para mí y, por lo tanto, tan relajada, que hice una exposición lo suficientemente buena como para que, al levantarme, me dieran la enhorabuena.

¡Que equivocada estaba! En efecto, aquellas oposiciones supusieron todo, para mi futuro y el de mi familia.

Ya estábamos en los 80. Nació mi primera hija. Fui a Bilbao para tenerla junto a nuestros padres y allí, no solo vio la luz ella, yo también, cuando vi entrar en el paritorio de Cruces a Adolfo Uribarren, para atenderme.

En el antiguo Hospital de Soria tuve unos buenos maestros, el jefe de Pediatría y el de Trauma, de los que intenté aprender lo que pude, yendo a pasar consulta con ellos, a días alternos, antes de pasar la mía en los pueblos.

Buenos años de apertura política, aunque difíciles.

Siempre en mi memoria aquel 23 de febrero del 81. Sola en mi casa de Soria (ya tenía permiso de Sanidad para vivir fuera del pueblo) con una niña de un año. Mi marido en Madrid haciendo lo que hoy sería un máster, en Ingeniería Nuclear, porque su titulación en Ingeniería Naval no servía demasiado para encontrar un trabajo, y la llamada de mi padre por la tarde para decirme que, si tenía algún aviso, fuese al cuartel de la Guardia Civil, para pedirles que me acompañasen al pueblo, que no se me ocurriera ir sola. Estábamos en pleno golpe de Estado. Un republicano de izquierdas asegurándose de que no le ocurriera nada a su hija, pidiendo la protección de, precisamente, la Guardia Civil.

Así era entonces la gente de España, lógica, cabal y concienciada. Hoy, en cambio y a mi entender, tenemos a “casi” muchos, que opinan de “casi” todo y no saben “casi” nada de lo que es racional.

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