Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, Ecuador, 1976) es una escritora interesada en el género de lo extraño y lo fantástico. Con Balas perdidas ganó en Ecuador el Premio nacional de relatos Joaquín Gallegos Lara al mejor libro del año 2010. Catedrática universitaria desde hace varias décadas y coordinadora de talleres de escritura creativa, ha realizado investigaciones sobre el fin del mundo en Latinoamérica para su tesis de maestría en Estudios de la Cultura.
Como narradora ha publicado los libros Tinta sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007), Balas perdidas (2010), Caja de magia (2015), Episodio aberrante (2016), La bondad de los extraños (2016) y Levitaciones (2017). Sus relatos han sido traducidos al inglés, al francés y al mandarín.
Candaya Narrativa, 53
LA PRIMERA VEZ QUE VI UN FANTASMA
© Solange Rodríguez Pappe
Primera edición: octubre de 2018
© UArtes Ediciones
Universidad de las Artes
Malecón Simón Bolívar y Francisco Aguirre
Guayaquil, Ecuador (090313)
ediciones@uartes.edu.ec / www.uartes.edu.ec
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
www.candaya.com
facebook.com/edcandaya
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Patrick Tomasso
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-92-9
Depósito Legal: B 23941-2018
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
“Toda historia de amor es una historia de fantasmas.”
Christina Stead y David Foster Wallace
con 10 años de diferencia.
A TIEMPO PARA DESAYUNAR
PALADAR
INSTANTÁNEA BORROSA DE MUJER CON LUNA
FUNERAL DOMÉSTICO
UN HOMBRE EN MI CAMA
PEQUEÑAS MUJERCITAS
CONVERSACIÓN DE LOS AMANTES
PISTOLA CARGADA
UN PASEO DE DOMINGO
LA HISTORIA INCÓMODA QUE NOS CONTÓ OLIVIA EL DÍA DE SU CUMPLEAÑOS
MATADORA
EL ATANUDOS
CUENTO ANTES DE IR A LA CAMA
CONFETI EN EL CIELO
LA PRIMERA VEZ QUE VI UN FANTASMA
En el hotel es importante estar a tiempo para desayunar, pero a mí me cuesta controlar cómo se me van las horas en esta nueva existencia. Paso el tiempo meditando sobre el pasado o escribiendo sobre él en los cuadernos, así que usualmente me atraso y salgo atropellado, dejando las mejores ideas a medias. Jamás me he cruzado con nadie en el pasillo o en la escalera, creo que porque siempre llego tarde o muy temprano a compartir la mesa. Hoy intuyo que voy con retraso y corro aturdido por el primer piso hasta una sala de madera oscura, de luces imprecisas y cortinaje sucio. Me siento donde encuentro algún sitio libre con un plato. Jamás tengo hambre, pero de todas maneras como mirando los rostros tristes de los demás huéspedes.
Cuando tenía diez años, mi padre mató a alguien. Ese es mi recuerdo fundamental. Lo que escribo repite una y otra vez lo que rodea a esa fábula. De tanto frecuentarla se ha vuelto aséptica, carente de emoción. Todo lo que me pasa está bordeando ese recuerdo: velocidad, noche, música de The Ramones en el tocacintas, golpe con algo que no vemos, cuerpo que se rompe. Lo evoco sin consistencia, como si todo hubiera sido envuelto en una lámina de plástico. Mi padre conduce presionando el acelerador, puedo ver, mientras me asfixio, su pierna izquierda temblorosa. Mi mano se extiende crispada hacia el parabrisas del auto señalando un pingajo de sangre viva con algo de carne. “Calma, vas a estar bien”, dice mi padre, y me tapa los ojos con su mano, que es la noche.
Viene la oscuridad.
Levanto la palma de la mano. Me he quedado ensimismado en el repaso de ese acontecimiento. Frente a mí está sentada la mujer sin piernas que siempre pide ayuda para moverse. Se llama Judy. Su mandíbula se mueve acompasada, pero no traga nada. Su plato de avena está casi entero. La mujer mira sin mirarme, pasa con los ojos aletargados a través de mí. Su desayuno va a ser largo. Seguramente será la última en irse de la mesa. Yo jamás me he quedado hasta el final, y sé que debo ponerme de pie. Hay cosas más imperiosas que comer. Subo por la escalera desierta demorándome en los peldaños, con la ansiedad de siempre y el recelo de encontrarme con alguien en mi camino. Cuando me doy cuenta de que no sé a dónde voy, bajo y vuelvo hasta la habitación donde escribo en uno de los cuadernos limpios que he encontrado en la vieja biblioteca de libros usados: “Cuando tenía diez años, mi padre mató a alguien.” En el recuerdo hay variaciones, no sé explicarlo bien. Son como capas de una cebolla de la que se desprenden infinitas láminas de posibilidades. Entonces juego a suponer lo que pasó esa noche. En una de las estampas falsas que he escrito, mi padre me obliga a bajarme del auto y me dice: “Esto es lo que he hecho por ti, André”. El cuerpo que miro es un estropicio, una masa huesuda de vísceras que él ha hecho explotar con los neumáticos.
El horror me deja sin gritos, sin palabras, sin argumentos de defensa. Quiero zafarme de sus manos duras que me obligan a permanecer quieto. Sé que, dentro de ese recuerdo imaginado, jamás podré olvidarme de esa imagen, que viviré con ese negativo instalado tras los párpados y que cada acción que haga en el futuro se construirá desde las bases de esa tierra mojada y roja. Entonces empiezo a sentir que me asfixio con un estertor doloroso, y es como si cerrara los ojos, aunque sé que están abiertos. En ocasiones, es Judy la que me hace volver en mí y me dice que guarde silencio, que voy a espantar a todos en la pensión con mis berridos.
A veces, me parece identificar a conocidos entre los comensales. Casi todos mastican y tragan abstraídos en sus pensamientos, solo algunos pasean los ojos por sus vecinos de mesa; ojos asombrados de solitarios que no están acostumbrados a mirar a tanta gente, ojos aturdidos, estúpidos de cansancio o de sueño. La mesa es angosta, pero procuramos rozarnos lo menos posible, no tocar a otro, ni palpar los brazos o, peor, las piernas bajo la mesa. Esto genera una repulsa indisimulable; aunque todos sabemos que, ya que compartimos la primera comida del día, hay que ser cordiales. Ser tolerantes con las extravagancias de los que mastican con la boca abierta, como el gordo calvo y suave que parece hecho de gominola, el que usa las manos y eructa, salpicando las camisas de los compañeros.
Los más difíciles de soportar son los que me miran como si supieran quién soy, pero no me dicen nada. En una ocasión, una mujer de cabello sucio y seco demoró la cena solo para decirme que quería hablar conmigo y que me esperaba escaleras arriba; pero aun cuando recorrí el trayecto de vuelta a mi cuarto y miré hacia atrás, no encontré a nadie.
En otro de los recuerdos, es mi padre el que se asfixia y yo conduzco sin detenerme, para salvarle la vida. Yo soy mi padre, siento sus manos callosas de levantar pesos, sus tendones engarrotados, su barriga hinchada incrustarse contra el timón, su corazón de caballo despeñándose por un barranco y entonces entiendo por qué mi padre ha ido estrellándose contra todo, mientras recorremos el camino que separa la vida de la muerte.
Читать дальше