Didier Daeninckx - Missak
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–Usted habló conmigo por teléfono. ¿Tuvo un buen viaje?
–Sí, pero el taxi no quiso quedarse...
–No se preocupe por eso... Llamaremos a otro. La reunión con las visitas de esta tarde se ha alargado un poco, pero el señor Aragon debería recibirle en pocos instantes...
Entraron en el viejo molino y se dirigieron directamente al gran salón que ocupaba el corazón de la antigua fábrica de harina. Era una pieza de alrededor de diez metros por siete, de techo muy alto. Una especie de entrepiso albergaba, bajo las vigas, esculturas, cuadros, grabados. Una ventana redonda permitía observar los movimientos de la Rémarde, un afluente del Orge, en una caja donde giraba antiguamente la rueda que daba su energía a las poleas, los engranajes, las muelas, las tolvas. Los muros estaban totalmente disimulados por impresionantes bibliotecas con vidrios, semejantes a las de una abadía. Cuatro hombres estaban de frente, sentados sobre unos bancos dispuestos en torno a una interminable mesa de madera maciza. Un quinto atizaba el fuego que crepitaba en una chimenea de piedra. Cuando se enderezó, Dragère reconoció al poeta de la Resistencia, que en ese instante hizo un signo discreto a su secretario. Ernest apoyó su mano en la espalda del periodista haciéndole una seña para que se dirigiera hacia la puerta que conducía a un escritorio cubierto de una centena de libros puestos aleatoriamente sobre los estantes, las mesas, el suelo, la campana de la chimenea... Un océano de papeles.
–Puede esperar aquí, hay cosas para leer... Aragon fue convocado mañana al Palacio de Justicia de París. Está preparando su declaración con sus abogados y los co-inculpados, el coronel Manhès y Marc Shafier...
–Nadie ha hablado de eso todavía... Lo ignoraba... ¡Es increíble! ¿De qué está siendo inculpado?
–Una vieja historia que vuelve a ser de actualidad. Hace cuatro años, cuando era director de Ce soir , publicó un llamado a manifestarse en contra de la presencia de antiguos generales nazis invitados a París por el gobierno francés. Está siendo acusado de difamación en calidad de responsable de un periódico que dejó de aparecer desde hace meses...
Ernest se detuvo, su atención había sido desviada por un teléfono que acababa de ponerse a sonar de un extremo del pasillo. En su ausencia, Dragère le dio una vuelta al escritorio, evitando pasar muy cerca de las torres inciertas de libros, echando una mirada desde la ventana a la naturaleza despojada por el invierno. Se acercó al escritorio cubierto de hojas manuscritas, sobre las cuales caía la luz dulce de una lámpara de opalina. A pesar de estar descifrando una frase al revés, creyó reconocer unas letras que formaban el nombre de Manouchian. Alargó la mano para volver el papel hacia sí, pero la conciencia de estar cometiendo un sacrilegio suspendió su gesto. Empujó el viejo sillón de cuero raído para ponerse frente a la mesa de trabajo. Había leído bien. El manuscrito que tenía ante los ojos tenía por título Grupo Manouchian . La sangre latía con fuerza en sus sienes. Manteniéndose atento a los ruidos, temiendo la vuelta de Ernest, se puso a descifrar el esbozo de un poema, incapaz de comprender su sentido preciso por el desorden de sus rayaduras:
Oh, ustedes no piden ni el órgano ni las lágrimas
Ni los gritos ni el rezo a los agonizantes
Hace cuánto ya Ya once años
Ustedes se han servido simplemente de sus armas
La muerte no deslumbra los ojos de los partisanos
Oh Polonia Armenia España cuando florecieron
Los fusiles delante de vosotros para quienes el último canto
Fue de nuestro país
El ritmo de su corazón se aceleró aún más cuando, desbordando una esquina del manuscrito, descubrió la ampliación fotográfica de la carta escrita por Manouchian unas horas antes de ser fusilado. Recorrió las líneas trazadas por una escritura fina, decidida, y la idea se impuso a su espíritu de que esas palabras eran como gotas de sangre. A pesar de que le enorgullecía entregar a los tipógrafos unos artículos con una ortografía irreprochable, listos para ser impresos, le conmovieron las aproximaciones de aquel cuya lengua materna era el armenio: «Estoy seguro de que el pueblo francés y todos los combatientes por la Libertad sabrán honrar nuestra memoria dignamente». Iba a volver a su lugar, cerca de la ventana, cuando una frase atrajo su atención, una frase denunciante que no recordaba haber leído en la transcripción que se le había entregado en la sede del Comité Central de la calle Le Peletier. Sacó las tres hojas del bolsillo de su cazadora, las desplegó para asegurarse y las puso al lado de la reproducción. Tres puntos seguidos indicaban simplemente que se le había hecho un corte al original, justo antes de estas palabras cargadas de sentido: «Perdono a todos los que me hicieron daño o quisieron hacerme daño, excepto al que nos traicionó para salvarse el pellejo y a los que nos vendieron». La copió rápidamente en el reverso de uno de sus papeles y se alejó del escritorio. Acababa de agarrar un libro de título enigmático, Historia de O , cuando la silueta de Aragon ocupó el marco de la puerta. Estaba vestido de un traje cruzado de buen corte, y miraba a su huésped con una vaga sonrisa en los labios.
–Veo que tiene lecturas sanas... Entonces, me dijeron que usted también está interesado en los mártires del grupo Manouchian. Es al menos lo que Ernest me contó...
Dragère puso el volumen sobre el montón de libros más cercano. Balbuceó, prisionero de su indiscreción.
–Sí, en realidad es Jacques Duclos, más bien su secretario, André Vieuguet, el que me confió este trabajo que, según él podría serle útil...
Aragon dio algunos pasos para tomar el manuscrito del poema que estaba sobre el escritorio, lo llevó ante su rostro.
–No recuerdo haberle pedido alguna cosa a Jacques, o quizá me expresé mal... La carta a Mélinée contenía todas las posibilidades... Ya casi terminé. Tenga, es la última versión, para que no haya venido hasta aquí por nada... Nadie la ha escuchado todavía, ni siquiera Elsa...
Se puso a leer con énfasis, con su mano sobre la frente desabastecida, mientras iba y volvía en la habitación.
Ustedes no exigieron la gloria ni las lágrimas
Ni el órgano ni la oración por los agonizantes
Once años ya que pasan rápido once años
Ustedes se sirvieron simplemente de sus armas
La muerte no deslumbra los ojos de los Partisanos
Un escalofrío recorrió el cuerpo del periodista durante toda la antepenúltima estrofa que declamaba su autor.
Un gran sol de invierno alumbra la colina
La naturaleza es bella y el corazón se me rompe
La justicia vendrá sobre nuestros pasos triunfantes
Mi Mélinée oh mi amor mi huérfana
Te digo que vivas y que tengas un hijo
El silencio que le siguió alargó el poema. Dragère abandonó la oficina con un ejemplar de Diario de una poesía nacional , con dedicatoria, un fascículo de tapa café que no conocía, aparecido el otoño anterior en Henneuse , un editor lionés.
Ernest se dispuso para conducirlo a Rambouillet en el imponente Hotchkiss Anjou negro del poeta. Se instaló en el asiento trasero, cerca del chofer, que manejaba nerviosamente la palanca de velocidades, una vara curva cubierta de madera. Las luces potentes abrían dos brechas convergentes en las tinieblas, alarmando, al salir, a una cierva y su pequeño. Intentó varias veces, en el tren que lo llevaba a París, penetrar en el misterio del libro abierto entre sus manos, pero no logró sobrepasar los cuatro versos trazados con tinta azul que estaban en la página de guarda después de su nombre, cuya ortografía Aragon le había consultado:
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