Didier Daeninckx - Missak
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Sacó su billetera y meticulosamente sacó un papel amarillo que estiró antes de tendérselo a Louis.
–Tenga, está escrito...
212 individuos fueron llevados del pueblo de Adiyaman, de los cuales 128 (60%) llegaron a Alepo; 11 mujeres y 56 hombres fueron asesinados en el camino, 3 niñas y 4 niños fueron raptados y 5 personas faltaban.
En otro lote de 696 personas que fueron deportadas de ese mismo lugar, 321 (46%) llegaron a Alepo; 57 mujeres y 206 hombres fueron asesinados en el camino; 70 niñas y mujeres jóvenes y 19 niños fueron vendidos; faltaban 23.
–Es en ese momento que Gevorka desapareció. Poco tiempo después, mientras centenares de los nuestros estaban siendo masacrados en Karakayik, de camino a Urfa, se difundió el rumor de que un grupo de armenios había tomado las armas.
Dragère se enderezó.
–No me diga que el padre de Manouchian formaba parte de él...
–¡Justamente! Se dice incluso que era el que daba las órdenes. Se habla a menudo de la resistencia heroica de Moussa-Dagh, pero olvidaron la de Adiyaman y de todos los focos de guerrillas que nacieron en todo el Imperio Otomano. A menudo jóvenes. Llevaron a cabo acciones de guerrilla contra las fuerzas de gendarmería, de la policía, impidieron matrimonios forzados de jóvenes armenias, atacaron mezquitas donde se practicaban conversiones obligatorias. Una de sus operaciones, es lo que me han dicho, tenía por objetivo a Nureddinoglu Siddik, uno de los peores carniceros de la provincia... Fallaron por poco. El ejército turco respondía a cada uno de sus golpes con el incendio de pueblos enteros, fusilamiento de rehenes... Su lucha era desesperada. Cayeron combatiendo, en las colinas que están en los alrededores del lago de Adiyaman... Allá también habría que inaugurar una calle Manouchian... Habría simplemente que cambiar el nombre... Gevorka Manouchian...
Permaneció sin decir nada un largo rato, mientras los dados rodaban en las mesas de los jugadores, y los peones sonaban en los dameros. Fue Dragère el que rompió el silencio.
–¿Volvió a ver a Missak luego?
–No. Jamás. Me tomaron prisionero, y terminé por suerte entre los deportados que tomaron el camino hacia Palestina. Lo que se llamó el «tercer eje»... Ahí es donde hubo más sobrevivientes. Nos volvimos esclavos de los beduinos, en las tribus del desierto, hasta que el ejército inglés, guiado por el general Allenby, ocupó toda la zona desde el Sinaí hasta el centro de Siria y nos liberó... Fui recibido por la Unión General Armenia de Beneficencia, que me puso en un orfanato en Beirut... Ahí me dijeron que Vardouï, la madre de Manouchian, había muerto de hambre, que Missak y su hermano, Karabet, habían sido recibidos por una familia kurda. Había algunos que eran solidarios...
–Usted me dice que nunca lo volvió a ver, pero usted fue resistente también...
Gabriel Vartarian encendió un segundo cigarrillo después de haber apretado el tabaco en el borde de la mesa.
–Sí, pero vine a vivir a Issy les Moulineaux ya terminada la guerra. Durante años trabajé en el puerto de Marsella como estibador; luego en los astilleros. Entré a la Resistencia cuando los americanos desembarcaron. Estaba bajo las órdenes de un compañero, Sarkis Bedoukian, que fue asesinado en los combates de liberación de la ciudad. No supe inmediatamente del Afiche Rojo. Lo supe en agosto de 1944, por un artículo en el periódico del Frente Nacional Armenio. Quizá usted pueda ir a ver a la señora Aradian, en Saint Germain. Está a un cuarto de hora a pie. Nos conocimos en un matrimonio el año pasado. Hablando de todo y de nada, en la mesa, el nombre de Manouchian apareció en la conversación. Me acuerdo de que ella me dijo que lo había encontrado en el Líbano, antes de que atravesara el Mediterráneo... Quizá incluso que habían estado juntos en el barco... Habría que preguntarle. ¿Usted se acordará? La señora Aradian... Otra «ian-ian» como dicen en el barrio los kaghiatsi ...
–¿Los qué?
–Los kaghiatsi , los galos... ¡así los llaman los «ian-ian»! Deje los cafés. Son para mí.
Capítulo 5
Una vez atravesada la avenida Verdun, la ciudad comenzaba a perder densidad, las construcciones se deshilvanaban, reemplazadas por vastos espacios con hangares y fábricas cuyos techos tenían forma de sierra, un universo cruzado por vías de tren rodeadas por hierba blanca. Dragère dejó a su izquierda la estación de trenes con mercancías, a la altura del enclavamiento, y caminó a lo largo del muro café de los vagones estacionados, para luego dirigirse al patio de maniobras de los trenes. Ráfagas de viento cargadas de una nieve fina y endurecida le golpeaban el rostro. Aceleró el paso en dirección al puente que pasaba sobre un pequeño brazo del Sena, hacia los techos empinados de las tiendas de subsistencias militares, edificios entre los cuales los más bajos albergaban armas y explosivos. La bruma espesa que recubría el río disimulaba los ramajes de una alameda, por lo que no se podía ver nada más que unos troncos alineados como postes en el paisaje. El agua bajo sus pies golpeaba los pilares del puente, la agitación hacía subir un nauseabundo olor a cambio de aceite, el cual recordaba a la fábrica de Renault, tan cercana como invisible. Tomó el antiguo camino de sirga para llegar al pueblo establecido cerca de la otra punta de la isla Saint Germain. De vez en cuando, alambres de púas delimitaban los terrenos de entrenamiento. Se afirmaba de los palos de las cercas para no resbalarse al cruzar pozas que lo obligaban a pisar las partes más elevadas del suelo. Un pantano había reemplazado un campo cercano a la ciudad de planchas de madera y lata, de lona, de alfombras deshilachadas, donde se encontraban unas cien familias armenias. No hubo más remedio, para atravesarlo, que sacarse los zapatos y los calcetines, y arremangarse los pantalones hasta la rodilla. Al otro lado, unos hombres, probablemente unos diez, construían un dique irrisorio con ayuda de cemento y bloques de hormigón para proteger las primeras casas. Uno de ellos se le acercó y le tendió una especie de trapo para que se secara los pies.
–¡Va a contraer la muerte! Esta mañana estaba la superficie congelada. Nadie viene por ahí... Hay que venir por el otro puente.
Se sentó sobre la pequeña muralla para masajearse los dedos de los pies con el paño antes de volver a ponerse los calcetines y los zapatos.
–Me dijeron «calle de la Dé», pero me perdí.
–En todo caso, bienvenido a Erevan sur Seine.
–Gracias... ¿Puede decirme dónde puedo encontrar a la señora Aradian?
–Depende. ¿Aradian madre o Aradian hija?
Lo pensó rápidamente, y optó por una mujer de la edad de Gabriel Vartarian.
–Debe tener unos cincuenta años...
–Entonces es la madre. Porque ya no se hablan... Tome la calle principal, el camino Billancourt. Es simple, cuando llegue al salón de belleza, gire a la derecha. Es la casa un poco alejada, con conejos delante...
Logró llegar hasta ella, sin dañar tanto su vestimenta, dando grandes zancadas para caminar sobre los montones de paja enlodada que hacían de vereda. Las conejeras estaban protegidas por una barrera. Le sacó el pestillo a la puerta de la cerca y golpeó a la ventana de la baja casa. Una mujer que llevaba una larga falda blanca, cargada con bordados, con sus largos cabellos negros ondulados en su espalda, apareció inmediatamente en el marco de la puerta. Frunció el ceño al ver a Dragère. Aparentemente esperaba a alguien más, pero se hizo a un lado para dejarlo entrar apenas le habló de Gabriel Vartarian, el obrero de Ripolin, y explicó el fin de su visita. La habitación era de tres metros por cuatro, amueblada con una mesa, dos sillas, un aparador y una cocina a carbón. Dos aperturas estrechas escondidas por cortinas daban a una pieza y a un trastero. Otra puerta, del lado opuesto, daba a una cocina protegida por un toldo y era seguida por un pequeño jardín interior. Sacó agua de una cubeta, con ayuda de una cacerola que puso sobre la cocina, para el té.
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