Olivier Guez - El siglo de los dictadores

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Todos eran hombres. Fanáticos, ególatras, paranoicos, mitómanos…
A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.

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Últimas crueldades

El 25 de mayo de 1922, a los cincuenta y dos años, Lenin sufrió un ataque cerebral. A partir de ese momento, su comportamiento estuvo guiado por la angustia de desaparecer antes de haber liquidado a sus últimos enemigos: los socialistas-revolucionarios (S-R) y los intelectuales. Para organizar el juicio contra los líderes S-R, era necesario elaborar un código penal ad hoc y se dedicó a eso: “Creo que lo esencial está claro. Hay que establecer abiertamente el principio, justo en lo político –y no solamente en términos estrictamente jurídicos–, que motiva la esencia y la justificación del terror, su necesidad y sus límites. El tribunal no debe suprimir el terror: decir esto sería mentir o mentirse. Debe fundamentarlo, legalizarlo en los principios, claramente, sin hacer trampas, ni disfrazar la verdad. La formulación debe ser lo más abierta posible, porque solo la conciencia legal revolucionaria y la conciencia revolucionaria crean las condiciones de aplicación en los hechos”. Ese “código” fue redactado en pocos días y definía como crimen contrarrevolucionario todo acto “tendiente a abatir o a de­bilitar el poder”. El juicio a los S-R se llevó a cabo del 6 de junio al 7 de agosto de 1922: fue el primer gran proceso-espectáculo trucado de la era comunista y terminó con once condenas a muerte de revolucionarios muy conocidos. Stalin también se inspiró en estos juicios.

Luego, Lenin atacó a los intelectuales. El 6 de junio se creó el Glavlit –la Dirección Central encargada de los asuntos de la literatura y la prensa–, que legalizó la censura sobre todas las publicaciones du­rante tres cuartos de siglo. Celoso de las verdaderas personalidades científicas, Lenin exigió que se preparara su expulsión y elaboró su lista de indeseables: profesores universitarios, arqueólogos, físicos, ingenieros, escritores y “una lista especial de miembros antisoviéticos de la intelligentsia de Petrogrado”. En la noche del 16 al 17 de agosto, un primer grupo de 160 de ellos, la mayoría, muy conocidos, fueron arrestados: 35 de ellos y sus familias fueron embarcados por la fuerza el 29 de septiembre en un navío y enviados sin aviso a un puerto prusiano. Solo pudieron llevar un poco de ropa y, crueldad suprema, confiscaron sus libros y sus archivos. Además, los obligaron a firmar un documento que estipulaba que, en caso de regresar a la Unión Soviética, serían inmediatamente fusilados.

El 13 de noviembre, haciendo un enorme esfuerzo, Lenin pronunció su último discurso público. Luego, entre el 24 de noviembre y el 2 de diciembre, sufrió cinco ataques cerebrales. El estado desastroso del líder bolchevique concordaba con una Rusia exangüe. A los 2,5 millones de muertos y desaparecidos de la Gran Guerra se agregaron, por la guerra civil y el comunismo de guerra, 2 millones de víctimas de masacres y combates, 5 millones de muertos por hambre, 2 millones de muertos por tifus y 2 millones de emigrados, a menudo provenientes de las élites. La clase obrera, que supuestamente dirigía la Unión Soviética, quedó reducida a un millón de activos. El verdadero poder estaba en manos de un Partido Comunista que contaba con 750.000 miembros: a fines de la década del 20, nueve de cada diez afiliados no superaban el nivel de la instrucción primaria.

Final de juego

El 13 de diciembre, los médicos de Lenin anotaron: “Tiene ataques paralizantes todos los días. Esta mañana sufrió una parálisis en su cama y otra durante su baño. Vladímir Ilich está abatido y consternado por el deterioro de su estado”. El 22 de diciembre, otro ACV lo dejó muy debilitado, hasta el punto de que debió reaprender a hablar y a escribir. Postrado en la cama, solo su cabeza seguía pensando, siempre en política. Pasó revista a sus sucesores y destacó al “camarada Stalin [que], al convertirse en secretario general, ha concentrado en sus manos un poder ilimitado, y no estoy convencido de que pueda seguir ejerciéndolo con bastante circunspección”. ¡Qué confesión sobre la dimensión totalitaria del Partido-Estado, y qué ingenuidad creer que un poder ilimitado pudiera ser manejado “con circunspección”! Luego se ocupó del “camarada Trotski que […] es quizás el hombre más capaz del actual Comité Central. Pero peca por exceso de confianza en sí mismo y un exagerado entusiasmo por el aspecto puramente administrativo de las cosas”. ¡Como si el “exceso de confianza en sí mismo” no hubiera sido desde 1900 la marca misma de Lenin! En cuanto al “aspecto puramente administrativo”, era un concepto realista de la burocratización excesiva que tenía el poder soviético y del que él era el principal responsable.

El 4 de enero de 1923, dictó: “Stalin es demasiado brutal y ese defecto, perfectamente tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, comunistas, ya no lo es en las funciones de secretario general. Les propongo entonces a los camaradas estudiar una manera para remover a Stalin de ese puesto y nombrar en su lugar a otra persona, que solo debería tener sobre el camarada Stalin la ventaja de ser más tolerante, más leal, más delicado y más atento hacia los camaradas, de humor menos caprichoso, etc.

”Estos rasgos pueden parecer solo un ínfimo detalle. Pero a nuestro juicio, para preservarnos de la escisión y teniendo en cuenta lo que escribí más arriba sobre la relación entre Stalin y Trotski, no es un detalle, o bien es uno que puede llegar a tener una importancia decisiva”.

Mientras que en 1917 llamaba a la guerra civil y en 1918 exigía “personas más duras”, de pronto, Lenin consideraba que su “maravilloso georgiano” era demasiado “brutal”. Sin embargo, esta era la razón por la cual lo había promovido al Comité Central en 1912, luego al Sovnarkom y al Politburó en 1917, y finalmente, en 1922, a la secretaría general. Pero ahora ya no estaba en condiciones de oponerse a su dominio ineludible.

El 7 de marzo de 1923, un nuevo ataque dejó a Lenin definitivamente fuera de juego: lejos de las estampas embellecidas y las fotos retocadas de la propaganda soviética, los archivos secretos abiertos después de 1991 muestran a un hombre destrozado, aturdido, en silla de ruedas, que parecía de noventa años. Tenía apenas cincuenta y tres cuando falleció, el 21 de enero de 1924.

Entierro y moraleja de la fábula

Tan cínico como su mentor, Stalin se dedicó a organizar un funeral grandioso y mandó embalsamar su cuerpo para exhibirlo en un mausoleo sobre la plaza Roja, para ser adorado por los pueblos de la Unión Soviética y los comunistas de todo el mundo. Lenin había muerto y Stalin inauguró su culto –al que asoció su propia persona–, que deslumbraría al siglo XX. Sobre todo cuando en 1956 Nikita Jruschov hizo caer de su pedestal al “malvado” Stalin para honrar mejor al “buen” Lenin. Sin embargo, el discípulo no había hecho más que perpetuar a su maestro.

Bibliografía

Alain Besançon, Les origines intellectuelles du léninisme , Calmann-Lévy, 1977.

Stéphane Courtois (dir.), Dictionnaire du communisme , Larousse, 2007.

—, Lénine, l’inventeur du totalitarisme , Perrin, 2017.

Yolène Dilas-Rocherieux, L’Utopie ou la memoire du futur. De Thomas More à Lénine, le rêve d’une autre société , Robert Laffont, 2000.

Orlando Figes, La Révolution russe, 1891 - 1924. La tragédie d’un peuple , Denoël, 2007.

Richard Pipes, The Unknown Lenin: From the Secret Archive , Yale University Press, 1996.

Robert Service, Lénine , Perrin, 2012.

Nikolaï Tchernychevski, Que faire? Les hommes nouveaux , prefacio de Yolène Dilas-Rocherieux, Éditions des Syrtes, 2000.

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