Olivier Guez - El siglo de los dictadores

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Todos eran hombres. Fanáticos, ególatras, paranoicos, mitómanos…
A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.

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Pero el 15 de marzo, llegó la noticia más inesperada: la abdicación del zar Nicolás II, que provocó el desplome del régimen y abrió una crisis mayor. Su odio por los Romanov, su profundo resentimiento contra la sociedad “burguesa”, en la que no había podido encontrar su lugar, y su pasión revolucionaria eran tan grandes que, para volver a Rusia, Lenin no dudó en apelar a los servicios secretos alemanes, que se sintieron felices de fletarle al enemigo a ese agitador acompañado por decenas de “camaradas”.

Después de atravesar Alemania y luego Suecia en un tren especial despachado por el Reich, Uliánov llegó a Petrogrado el 17 de abril y lanzó de inmediato una violenta campaña contra el gobierno provisional y contra el Sóviet de Petrogrado, de mayoría menchevique y socialista-revolucionaria. Llamó a la fraternización en el frente, a la toma del poder por una república de los sóviets y a la nacionalización de las tierras, mientras que los bolcheviques crearon su milicia armada, los guardias rojos. Al principio, todos se burlaban de él, pero pronto aprovechó un desastre militar del ejército ruso para intentar una toma de armas en Petrogrado, los días 17 y 18 de julio. Resultó un fracaso: el Partido Bolchevique fue reprimido, Lenin huyó a Finlandia y luego desapareció en la clandestinidad.

Su futuro político parecía haberse arruinado. Sin embargo, la crisis revolucionaria se convirtió en anarquía, en el ejército, en las fábricas, en el campo y entre las nacionalidades no rusas ávidas de conquistar su independencia. A mediados de septiembre, el jefe de gobierno, Alexándr Kérenski, celoso del jefe del estado mayor Kornílov, planeó un falso golpe de Estado contrarrevolucionario y repuso a los bolcheviques. Proclamó la república, legitimada por la elección por sufragio universal de una Asamblea Constituyente realizada el 25 de noviembre, pero Lenin no estaba conforme. Debía tomar imperativamente el poder antes de esa fecha: le ordenó a su partido que preparara la toma de armas decisiva, según el modelo del famoso revolucionario francés Auguste Blanqui.

La “dictadura del proletariado”

Durante la noche del 6 de noviembre, 6000 guardias rojos y los marinos amotinados de la base naval de Kronstadt ocuparon Petrogrado. El 7 a la mañana, Lenin proclamó el poder de los bolcheviques con un Consejo de Comisarios del Pueblo –Sovnarkom– que presidía. Instauró la “dictadura del proletariado”: “La dictadura es un poder que se apoya directamente en la violencia y no está sometido a ley alguna. La dictadura revolucionaria del proletariado es un poder conquistado y mantenido mediante la violencia que el proletariado ejerce sobre la burguesía, un poder que no está sometido a ley alguna”. En realidad, un partido único que pronto fue rebautizado “comunista” –en referencia a la doctrina radical del Manifiesto del Partido Comunista de Marx de 1848– se apoderó del Estado y sentó las bases del régimen totalitario. Y la “dictadura del proletariado” no fue más que la dictadura de ese partido.

El Sovnarkom publicó inmediatamente un decreto sobre la paz, que llamaba a detener los combates, y un decreto sobre la tierra, que apoyaba la toma de propiedades por parte de los campesinos. Lenin provocó la ruina de los dueños y las clases medias al anular los préstamos zaristas e incautar en los bancos el contenido de las cajas de seguridad de los particulares. Instauró una economía administrada y planificada, y no toleró ninguna oposición. Le declaró la guerra a Ucrania, que aspiraba a la independencia, y el 20 de diciembre creó la Checa –Comisión Extraordinaria de Lucha contra la Contrarrevolución, la especulación y el sabotaje, que luego sería se llamaría GPU, NKVD y KGB–, el órgano del terror de masas utilizado como medio principal de gobierno. Nombró como su jefe a Félix Dzerzhinski, “nuestro Fouquier-Tinville” (el fiscal del Tribunal Revolucionario que, de abril de 1793 a julio de 1794, envió a 2500 personas a la guillotina). La Checa, brazo armado del Partido, que actuaba con total impunidad, llegó a tener hasta 280.000 hombres en 1921 y desempeñó un papel decisivo en el transcurso de la guerra civil y, más tarde, en el mantenimiento de los comunistas en el poder.

Sin embargo, el jefe bolchevique no pudo impedir que se reuniera, el 18 de enero de 1918, la Asamblea Constituyente en Petrogrado: allí, los bolcheviques eran muy minoritarios –9 millones de electores sobre 40 millones–, pero quisieron imponer una “Declaración de los Derechos del Pueblo Trabajador”, un verdadero programa comunista. La Asamblea lo rechazó. Entonces, Lenin dio la orden de disolverla por la fuerza. El 19 de enero, guardias rojos y regimientos bolcheviques impidieron toda reunión: fue el asesinato de la democracia rusa y la señal de una guerra civil extraordinariamente violenta, que duraría casi cuatro años. En ella, se enfrentaron los Rojos y los Blancos, un conglomerado de fuerzas políticas antibolcheviques, desde los nostálgicos del zarismo hasta los anarquistas, pasando por todo el espectro de demócratas y socialistas. Pero también se enfrentaban allí los Rojos con los obreros de las ciudades, cuya situación se agravaba día tras día, y sobre todo con los campesinos –los Verdes–, cuyas cosechas eran secuestradas por los bolcheviques con las armas en la mano bajo el pretexto de “requisiciones”. Sobre todo cuando el régimen acababa de establecer la conscripción para crear el Ejército Rojo, un ejército de guerra civil encargado, según Lenin, de garantizar la protección de su dictadura y llevar la revolución comunista al extranjero.

Quedaba un enorme problema: Rusia seguía en guerra con Alema­nia y Austria-Hungría, que, tras interminables negociaciones, llevaron a cabo en febrero de 1918 un ataque fulminante y obligaron a Lenin a firmar, el 3 de marzo de 1918, el Tratado de Brest-Litovsk: Rusia debía aceptar las independencias ucraniana, finlandesa y báltica, y perder 800.000 km2 así como el 26% de su población, el 32% de su producción agrícola, el 23% de su producción industrial y el 75% del carbón y del hierro. Fue un enorme desastre nacional, que encendió la guerra civil. Pero a Lenin no le importaba.

Gracias a los alemanes, conservó su poder, que trasladó en marzo a Moscú, al Kremlin, e impuso una política contra grupos sociales enteros, que iba desde la privación de derechos, incluido el derecho a alimentarse, de acuerdo con el eslogan “El que no trabaja, no come”, hasta el exterminio simple y llano con su orden de marzo de 1918: “Muerte a los kulaks”, los campesinos que se negaban a ser saqueados. Inauguró el principio de exterminio masivo de categorías completas: opositores políticos, aristócratas, burgueses, propietarios de inmuebles, oficiales, cosacos, religiosos, etc. Instauró el “comunismo de guerra”, que convirtió al Partido Bolchevique en el propietario de todos los bienes y prohibió todo comercio privado. En julio de 1918, una “Constitución” estableció que “el Partido Comunista dirige, comanda y domina todo el aparato de Estado”. Se prohibió toda la prensa no bolchevique y el poder impuso su propaganda omnipresente.

Esta política provocó reacciones, algunos jefes comunistas fueron asesinados y Lenin fue víctima de un atentado. Los bolcheviques reac­cionaron con una extrema crueldad: en el otoño de 1918, se fusiló a más de 15.000 personas, en muchos casos rehenes encerrados en los primeros campos de concentración –el origen del gulag–, es decir, muchas más que las 6321 ejecuciones por motivos políticos entre 1825 y 1917. La guerra civil instauró una cultura de la crueldad que le permitió al poder seleccionar a los “hombres más duros” que reclamaba su jefe y que se convertirían en los dirigentes soviéticos a lo largo de medio siglo. Y aunque los bolcheviques ganaron en 1920 la guerra contra los Blancos, mal dirigidos, mal armados y dispersos, debieron enfrentar innumerables insurrecciones campesinas, mientras el “comunismo de guerra” arruinó la industria, el comercio y la moneda, y llevó al país al desastre.

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