Los dictadores que se describen y analizan en los excelentes capítulos que siguen me recuerdan a tiburones, pero no todos fueron grandes devoradores de hombres. A pesar de los estragos que causaron, Franco y Honecker nunca nadaron en las mismas aguas que Hitler, Mao, Pol Pot y Stalin, responsables de la muerte de decenas de millones de hombres y de sufrimientos indescriptibles. Hicieron del asesinato un modo de gobierno. Fanáticos dementes, pero cínicos calculadores, como los asesinos seriales, sometieron a sus sociedades a duras experiencias con un placer sádico. Contaron con millones de cómplices oportunistas, insensibles y fríos, como Josef Mengele, el empleado modelo de las fábricas de la muerte nazis.
En Los orígenes del totalitarismo , Hannah Arendt establece una diferencia entre los tiranos autoritarios y los dictadores totalitarios. Los primeros están limitados a una población y recursos relativamente reducidos, mientras que los segundos disponen de un “material humano” considerable. “Se necesita una materia prima casi inagotable para alimentar la maquinaria de la dominación total”, escribe. La Alemania hitleriana se volvió totalitaria después de apoderarse de gigantescos territorios en el Este durante la guerra. Tras esas conquistas, masacró a millones de civiles, fuera de los frentes y en sus campos de exterminio. Los dictadores totalitarios piensan en continentes y en siglos (y hasta en milenios). Moldean la Historia, en busca de un imperio planetario, incluso a costa de la autodestrucción: todos están dispuestos a sacrificar los intereses del régimen y de sus países a los de su poder personal. El Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural de Mao hundieron a China en el caos; las purgas de Stalin debilitaron considerablemente al Ejército Rojo en vísperas de la “Operación Barbarroja”; el transporte y la logística movilizaron enormes recursos del Tercer Reich mientras Alemania estaba perdiendo la guerra. Idas y vueltas, virajes, improvisaciones quiméricas, locura furiosa. La razón de Estado desaparece: los dictadores totalitarios siguen sus pulsiones, sus políticas antiutilitaristas, sus realidades ficticias (las leyes de la naturaleza: la raza; las leyes de la Historia: el materialismo), fijan objetivos insensatos, indiferentes a las consecuencias humanas, materiales y del medioambiente. Infalibles, ególatras, llevan hasta el paroxismo el absolutismo del poder absoluto.
“El dirigente totalitario debe evitar a toda costa que se produzca una normalización de la que surja un nuevo modo de vida”, señala Hannah Arendt. En la Alemania de Hitler, en la Unión Soviética de Stalin, en la China de Mao, la calma es siempre precaria. Los dictadores, inquietos, imprevisibles, siempre encuentran nuevos obstáculos a eliminar y las normas de selección de las víctimas se radicalizan. Depurar, purificar: la maquinaria es insaciable. Después de desembarazarse de sus competidores y de sus oponentes, los tiranos lanzan la caza de los “enemigos objetivos”, designados según las circunstancias y pronto amenazan a los ciudadanos inofensivos, casi siempre elegidos al azar. Hay que respetar las cuotas de arresto: nadie es nunca totalmente inocente. “El sospechoso incluye a toda la población… El castigo ya no es en función del crimen…, una conducta ejemplar no pone a cubierto”. Al amanecer, la policía secreta ejecuta las tareas sucias, reina el terror.
El gulag soviético, el Laogai chino, Auschwitz, Treblinka… El arma letal de los dictadores totalitarios son los campos (de trabajo, de reeducación, de concentración, de exterminio). Rapados, numerados, hambrientos, los deportados son empujados a sus últimos refugios. Mueren de agotamiento o asesinados por una bala en la nuca o, en forma industrial, en las cámaras de gas. Los campos destruyen a la persona y la dignidad humanas, de manera fría y sistemática. Los muertos apilados en fosas comunes son privados de sepultura. Los cuerpos desaparecen, reducidos a cenizas, en los hornos crematorios nazis. Ninguna guerra ha masacrado nunca a tantos hombres como los dictadores totalitarios en el siglo pasado.
Dos dictadores de este libro están todavía en el poder: Bashar al-Ásad y Kim Jong-un, hijos de sus padres. Híbridos de marxismo y monarquía absoluta de derecho divino, los comunistas forman a veces dinastías. En Cuba, Raúl Castro reemplazó a su hermano al frente del Estado. En Irán, el ayatolá Jamenei dirige la teocracia chiita tras la muerte de Jomeini, su fundador, hace treinta años. En otros países, después de la ola democrática del final del siglo XX, que alimentó la ilusión, efímera, del fin de la Historia, los dictadores, Putin, Erdoğan, Al-Sisi, están de regreso o nunca abandonaron la escena, como los petro-monarcas del Golfo. En el Levante, fracasó un intento de Estado totalitario islámico; su dictador, el “califa” Al-Baghdadi, está prófugo. En Europa, surgen “demócratas iliberales”, de baja intensidad, que concentran los poderes o establecen un sistema que les permite concentrar todos los poderes manteniendo una fachada de democracia. Es cierto que en la mayoría de esos países se vota, pero antes de las elecciones, el poderoso se arregla para descalificar a sus adversarios más serios y luego, si los resultados lo decepcionan, encuentra un pretexto para anularlas.
“Estamos condenados a vivir en el mundo en el que vivimos. Es una condición demasiado austera y demasiado contraria al espíritu de las sociedades modernas como para que pueda durar”, escribió François Furet como conclusión en El pasado de una ilusión . En todas partes, incluso en las democracias más antiguas, se ven avances autoritarios, brotes fascistoides. La globalización –turbocapitalismo, grandes migraciones, calentamiento climático, nuevas tecnologías– angustia a los pueblos. Buscan certezas, referencias, jerarquías, en un mundo conmocionado por una crisis de modernidad comparable a las que se produjeron después de las dos primeras revoluciones industriales. Como sus tristes predecesores, los hombres “fuertes” o presuntamente tales, proponen soluciones simples para problemas cada vez más complicados. Se articulan en torno a tres pilares: la seguridad, la identidad y el consumo, un tríptico que se despliega desde el Brasil hasta los Estados Unidos, desde Japón hasta Hungría. Recordemos la cita de Hannah Arendt al comienzo de esta introducción: “En un mundo siempre cambiante e incomprensible, las masas habían llegado al punto en que creían al mismo tiempo en todo y en nada, pensaban que todo era posible y que nada era verdadero”.
En estos últimos años, apareció otro tipo de dictador. Su reino no tiene capital ni frontera, pero reina sobre más de dos mil millones de individuos. Opiniones políticas, preferencias sexuales, círculos de amigos; vidas profesionales, poder de compra, hobbies ; secretitos, vacaciones de verano: gracias a Facebook, WhatsApp, Instagram… el imperio de las redes posee más informaciones sobre sus súbditos que Stalin en la época de las grandes purgas. Sus algoritmos son la policía secreta del tercer milenio. Es riquísimo y esquiva los impuestos, vende los datos de sus usuarios a oficinas sospechosas y se apresta a lanzar su propia moneda. Ningún contrapoder se alza frente a él. Le impone al planeta sus códigos, su esteticismo y sus valores puritanos: integristas islámicos que decapitan a rehenes antes que un seno desnudo. Las redes ponen en peligro el equilibrio del mundo y transforman la naturaleza humana a una velocidad pasmosa. Hombres, mujeres y niños nos volvimos dependientes de las emociones virtuales que suscitan.
Pekín, otoño de 2018. Un retrato gigantesco de Mao espía la entrada de la Ciudad Prohibida y la plaza Tiananmén, cuyos faroles están equipados con decenas de cámaras de vigilancia. En la autopista, desde la salida del aeropuerto, los vehículos son fotografiados a intervalos regulares. En Baidu, el motor de búsqueda chino, no hay el menor rastro de los acontecimientos de 1989: nunca existieron. También es imposible leer un diario extranjero, salvo el deportivo L’Équipe . Para comunicarse con el mundo exterior, hay que pasar por Wechat, el servicio de mensajería de Tencent, el gigante local de la web. Mil millones de chinos se conectan a él día y noche, para comunicarse, pagar sus facturas, reservar un pasaje de tren o cobrar su salario. En China, Wechat es la vida, pero Wechat colabora con el régimen: puede tomar todos sus datos, a voluntad, como si Zuckerberg y Trump compartieran el Salón Oval de la Casa Blanca. Los centenares de millones de cámaras que atraviesan el país están equipadas con programas de reconocimiento facial y conectadas con una gran computadora central, capaz de escanear a los 1370 millones de chinos en un segundo y registrar su comportamiento: a cada uno le corresponde un número de 18 cifras. Xi Jinping, el secretario general del Partido único que gobierna a China desde hace setenta años, fue nombrado presidente vitalicio y su pensamiento está inscripto en la Constitución, como el de Mao. China es el único Estado totalitario que se reformó sin autodestruirse.
Читать дальше