Olivier Guez - El siglo de los dictadores

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Todos eran hombres. Fanáticos, ególatras, paranoicos, mitómanos…
A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.

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Instalado en el Kremlin, en un modesto apartamento, con su fiel Krúpskaya, Lenin vivía su vida habitual de pequeñoburgués burócrata: presidía las reuniones del Sovnarkom y del Politburó, leía una gran cantidad de informes, recibía a muchos dirigentes, a menudo daba órdenes de todo tipo por telegrama, escribía artículos y discursos, en los que explicaba su política, y combatía a sus enemigos tanto rusos, como extranjeros. Desarrolló en particular una violenta polémica contra el líder socialista alemán Karl Kautsky, el “renegado”, que en 1918 había criticado la “dictadura del proletariado” desde un punto de vista marxista. A veces realizaba mítines en fábricas o partía al campo para descansar. Una vez vivió una singular aventura: su Rolls-Royce, “requisado”, fue asaltado por unos bandidos, pero logró salir indemne.

El primer régimen totalitario

En marzo de 1921, Lenin enfrentó una crisis mortal. Contaba con una revolución comunista europea que reafirmara su poder y había creado a tal efecto en 1919-1920 la Tercera Internacional, el Komintern, concebida como un partido comunista mundial formado por secciones nacionales: por ejemplo, la Sección francesa de la Internacional Comunista, el futuro Partido Comunista francés. Pero la revolución mundial se hizo esperar, sobre todo después del fracaso de la revolución comunista de Béla Kun en Hungría en 1919 y la derrota del Ejército Rojo ante Polonia en el verano de 1920. Se desmoronaron todos sus castillos en el aire, sobre todo con la revuelta de los marinos de Kronstadt, que, en nombre de los sóviets, impugnaban el poder bolchevique. La isla fue tomada por asalto por el Ejército Rojo y cayó tras diez días de encarnizados combates, que provocaron 10.000 muertos y unos mil heridos y prisioneros fusilados en el acto, 2103 condenados a muerte y 6500 deportados a campos de concentración, mientras que 8000 habitantes huyeron hacia Finlandia. De este modo, fueron aplastados los proletarios opuestos a la “dictadura del proletariado”. Su jefe, pragmático, comprendió que era necesario soltar lastre.

En el X Congreso del Partido que se estaba realizando en ese mismo momento, Lenin impuso la NEP, la Nueva Política Económica: reemplazó el pillaje de las cosechas por un impuesto en especie fijado de antemano, que debían pagar los campesinos, restableció la libertad del comercio interior y otorgó concesiones a empresarios privados contra entrega al Estado de una parte de su producción. Eso significaba reconocer el fracaso total del “comunismo de guerra”. La ideología marxista había sido derrotada por la realidad. Como contrapartida, Lenin reforzó la disciplina del Partido y prohibió las fracciones, es decir, toda discusión interna. El “aparato”, el conjunto de los militantes “permanentes” pagados por el Partido, tenía un poder total, bajo la autoridad del Buró político. Su Secretaría era el corazón del poder: Stalin fue nombrado a principios de 1922 secretario general del Partido. El jefe supremo, cuyo culto público ya era muy fuerte, podía disminuir la presión sobre la economía, pero intensificó el control de la dirección sobre el aparato, del aparato sobre el Partido y del Partido sobre la sociedad. Toda expresión de pluralismo estaba llamada a desaparecer y la unanimidad se convirtió en regla: se instaló el sistema totalitario. Se basaba en el monopolio político del partido único convertido en Partido-Estado y de su jefe carismático, en el monopolio ideológico marxista-leninista en todos los ámbitos de expresión –prensa, enseñanza, artes, etc.–, y en el monopolio de las riquezas, tanto como de la producción y de la distribución de todos los bienes materiales. A esto se agregaba el terror de masas como medio de gobierno y de fortalecimiento del poder.

Pero la NEP llegó demasiado tarde. La región de Tambov se rebeló: el 27 de abril de 1921, enviaron allí al Ejército Rojo, con artillería, aviones y gas de combate. La “pacificación” duró meses y su crueldad estuvo simbolizada por esta orden del 11 de junio: “1. Fusilar en el acto sin juicio a todo ciudadano que se niegue a dar su nombre”. El resto era del mismo tenor: privilegiaba la responsabilidad colectiva de las familias y la ejecución del mayor de las familias de bandidos. Terminaba así: “7. Aplicar el presente orden del día rigurosamente y sin piedad”. “¡Nada de piedad!”: este era el grito de guerra de los bolcheviques a partir de 1917 y así quedó hasta la muerte de Stalin.

Por último, y sobre todo, una gigantesca hambruna comenzó en la primavera alrededor del Volga, provocada tanto por los decomisos forzados, como por los cálculos groseramente erróneos de la cosecha de granos establecidos por el Gosplan –la Dirección de Planificación Central–, en los que se basaba el Politburó para fijar las cuotas de entregas de los campesinos. Este delirio estadístico, vinculado al voluntarismo utópico de Lenin y disfrazado con una propaganda engañosa, fue una de las grandes características del sistema de producción comunista. La hambruna provocó canibalismo, duró hasta 1923 y afectó a 30 millones de personas, de las que alrededor de 5 millones murieron de hambre. Terminó por destruir la resistencia campesina. Stalin aprendió esta lección y la usó para destruir a Ucrania en 1932.

El fiasco de la NEP y la hambruna fueron golpes duros para Lenin. La realidad resistía a su voluntad y la imagen de la Revolución Bol­chevique quedaba oscurecida por esos millones de muertos, que se agregaban al caos sangriento de la guerra civil. Mil días después de su toma del poder, obligado a estar todo el tiempo sobre el puente y en la maniobra, estaba agotado. En julio de 1921, le escribió a Gorki: “Estoy tan cansado que ya no puedo hacer absolutamente nada”. De hecho, en el verano de 1921 el Politburó le ordenó tomarse unas largas vacaciones. A principios de 1922, estaba burn-out , bajo el efecto de un intenso estrés. Incapaz de asistir a las reuniones, reposaba en sus habitaciones o en el campo.

Sin embargo, se resistía a descansar. Del 10 de abril al 19 de mayo de 1922, se reunió en Génova una conferencia internacional encargada de restablecer los circuitos monetario, financiero y económico. Invita­ron allí a la Rusia bolchevique y Lenin aprovechó para negociar con la República de Weimar un tratado de reconocimiento mutuo. Al hacerse público en Rapallo el 16 de abril, ese tratado le permitió sentar las bases de una cooperación militar secreta con la Reichswehr, que, contra las cláusulas del Tratado de Versalles, reconstruiría clandestinamente en la Unión Soviética su poder –formación de sus oficiales, experimentación de nuevos materiales (tanques, cazabombarderos, paracaídas) y nuevas tácticas ofensivas –, y esto le permitiría vencer a Polonia y a Francia en 1939-1940…, antes de volverse contra Moscú en 1941. Lenin logró torpedear así el Tratado de Versalles y “exacerbar las contradicciones interimperialistas”. Una maniobra extraordinaria: ya no estaba solo y había logrado romper el frente de potencias que estaba en su contra.

Valiéndose de este éxito, decidió liquidar los últimos polos de resistencia y, en primer lugar, a la Iglesia ortodoxa. Un decreto del 26 de febrero de 1922 ordenó la “confiscación inmediata en las iglesias de todos los objetos valiosos de oro o plata y de todas las piedras preciosas, que no sirvan directamente para el culto”. Con un formidable cinismo, Lenin utilizó el pretexto de la hambruna para arruinar a la Iglesia, tratando de vender sus bienes en el exterior para restablecer las finanzas del país. Estas operaciones de confiscación provocaron muchos incidentes con los fieles. Como reacción, el 19 de marzo, Uliánov le impartió sus órdenes al Politburó: “Estrictamente secreto. […] Tene­mos noventa y nueve por ciento de probabilidades de asestarle un golpe mortal al enemigo en la cabeza con un éxito total, y de garantizarnos posiciones esenciales para nosotros en las próximas décadas. Con todas esas personas hambrientas que se alimentan con carne humana, con los caminos llenos de centenares, de miles de cadáveres, ahora y solo ahora podemos (y por lo tanto, debemos) confiscar los bienes de la Iglesia con una energía feroz, despiadada. […] Todo indica que no alcanzaremos nuestros objetivos en otro momento, porque solo la desesperación generada por el hambre puede provocar una actitud benévola, o por lo menos neutra, de las masas hacia nosotros”. Inme­diatamente después, miles de sacerdotes, monjes y monjas fueron asesinados por la Checa.

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