Olivier Guez - El siglo de los dictadores

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Todos eran hombres. Fanáticos, ególatras, paranoicos, mitómanos…
A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.

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Dimitri Volkogonov, Le vrai Lénine , Robert Laffont, 1995.

Nicolas Werth, “Un pouvoir contre son peuple”, en S. Courtois, N. Werth et alii , Le Livre noir du communisme. Crimes, terreur et répression , Robert Laffont, 1997.

2

Mussolini, del rojo al negro

Frédéric Le Moal

Benito Mussolini conserva aún hoy una parte de misterio, a pesar de las innumerables biografías dedicadas a él. ¿Quién puede afirmar que conoce totalmente los resortes íntimos de este hombre lleno de aparentes contradicciones? Fue al mismo tiempo un hombre brutal, aunque sin crueldad, un padre de familia sentimental y un amante desordenado, un socialista nacionalista y un revolucionario anticomunista, un líder político tímido, con un carisma que electrizaba a las multitudes, un dirigente pragmático, enceguecido por su propia leyenda, un hombre de letras cultivado y un tirano que soñaba con moldear la naturaleza humana como si fuera masilla, el amo de un régimen totalitario rodeado de contrapoderes. En verdad, había en él una sola coherencia: el sueño de remodelar a los italianos e inculcarles la cultura de esa violencia que definía como moral, sagrada y necesaria, y que terminó por sumergirlo a él, junto con sus últimos fieles, en la bacanal de la plaza Loreto.

Socialista, luego fascista, pero siempre revolucionario

Mussolini, nacido el 29 de julio de 1883 en Dovia di Predappio, fue, ante todo, un producto de la Romaña roja y anticlerical, hijo de un herrero anarquizante y garibaldino y de una maestra piadosa, educado en los ideales del socialismo. Fue un niño colérico, violento y desobediente, que se hizo maestro, prefirió el exilio en Suiza antes que el servicio militar en Italia, conoció diferentes prisiones por su militancia socialista, ascendió los peldaños del Partido Socialista Italiano (PSI) y en 1912 dirigió el diario principal del Partido, el Avanti! , en el que lanzó los más terribles ataques contra los reformistas dispuestos a acordar con los gobiernos burgueses. Muy pronto, se convirtió en el ídolo de los jóvenes militantes fascinados por su carisma. La Primera Guerra Mundial constituyó una ruptura fundamental en su vida. Lo propulsó hacia su destino, alejándolo del PSI, pero –y esto es absolutamente capital para entender lo que siguió– sin un rechazo profundo. Se deslizó hacia otra forma de socialismo, vinculado al nacionalismo.

Como el resto de la élite italiana, se vio arrastrado al violento debate provocado por la proclamación de la neutralidad del país el 3 agosto de 1914: ¿había que quedarse en esa posición confortable, poco gloriosa, pero útil para conseguir determinadas ventajas o intervenir en la furiosa pelea que ya ensangrentaba a Europa? Al principio, Mussolini siguió la línea neutralista del PSI, pero muy pronto se alejó de ella. La guerra era la oportunidad de hacer la revolución, de derribar los tronos, de trastocar el orden social tradicional. No había que dejarla pasar. ¡Entonces, era el momento de atacar a los imperios centrales y a la Francia republicana! Pero su partido no estaba de acuerdo. Se produjeron debates de una inusual aspereza. Mussolini perdió rápidamente la dirección del Avanti! y fundó en noviembre de 1914 su propio diario, Il Popolo d’Italia , desde el cual impulsó al gobierno a unirse a la Triple Entente para honrar el encuentro de Italia con su destino.

La batalla fue dura para el joven líder, que perdió su sólida posi­ción en el seno del socialismo italiano con su expulsión del PSI el 24 de noviembre de 1914. Pero eso no impidió que siguiera siendo socialista y concentrara sus esfuerzos en convencer a sus camaradas de que estaban equivocados. “Hoy es la guerra; mañana, la revolución”: ese era su credo. ¿El enemigo? Los austríacos, por supuesto, que durante mucho tiempo habían dominado su patria, pero también el ex presidente del Consejo Giovanni Giolitti y sus maniobras dilatorias para salvar la neutralidad. Poco a poco, se operó un deslizamiento semántico. El término “pueblo” reemplazó al de “proletariado”, pero el enemigo seguía siendo el mismo: la burguesía cobarde, que rechazaba la gran confrontación necesaria para el advenimiento de un mundo nuevo.

El 26 de abril de 1915, Italia firmó con la Entente el Tratado de Londres, que contenía una lista de promesas territoriales como premio por su entrada en el conflicto.1 Un movimiento de vacilación del gobierno frente al Parlamento hostil a la guerra desencadenó una enorme crisis política, llamada del Radioso Maggio , durante la cual los grupos intervencionistas se manifestaron en las calles. Finalmente, el 24 de mayo, los italianos le declararon la guerra a Austria-Hungría. Mussolini partió hacia el frente en septiembre, en el cuerpo de los bersaglieri, combatió –como todos los futuros jerarcas de su régimen– y fue herido, y siguió escribiendo artículos incendiarios para Il Popolo d’Italia . Ahora, él también pertenecía a la Trincerocrazia , la aristocracia de las trincheras, nacida en la violencia de la guerra y que, por sus sacrificios, estaba llamada a tomar el mando al volver la paz. El año 1917 fue el de las rupturas: el de la derrota de Caporetto2 el 24 de octubre, que dio lugar a un llamado al pueblo para la defensa de la patria, y el de la Revolución Bolche­vi­que, que provocó la salida de Rusia del conflicto. Con ese acto, Lenin traicionó la causa sagrada de la guerra y sirvió a la victoria de los Im­perios centrales. “Una paz que asesina a la revolución: ¡esa es la obra maestra de Lenin!”, podía leerse en Il Popolo d’Italia . A partir de esa fecha, Mussolini se volvió un enemigo acérrimo del bolchevismo.

El poder a la medida de una marcha

Otros combates lo esperaban después de la victoria: rechazar esa “victoria mutilada”, impuesta a Roma por sus aliados, que le disputaban una parte de las tierras prometidas en 1915, combatir al régimen liberal en el poder, tan incapaz de preservar la herencia de la guerra como de proteger al país del espectro del comunismo, que amenaza­ba con llevar a Europa a la revolución permanente. En una palabra, había que salvar a Italia.

El 23 de marzo de 1919, una nebulosa de grupos de diferentes corrientes se reunió en Milán, en un palacio de la plaza San Sepolcro, para fundar los Fasci3 Italiani di Combatimento, que pretendían ser el antipartido por excelencia y tenían un programa muy a la izquierda (instauración de la república, sufragio universal, jornada de ocho horas, impuestos al capital, expropiación parcial de las tierras, anticlericalismo). Recordemos que, en ese momento, Mussolini no era más que un jefe como otros y su autoridad estaba lejos de ser total e indiscutible. Su marginalidad se veía particularmente marcada en el movimiento del escuadrismo. Estas unidades paramilitares, que luchaban contra los comunistas, los socialistas y los militantes católicos, principalmente en el norte del país, gozaban de una gran autonomía, bajo la dirección de jefes llamados ras y que no se dejaban engañar.

Pero Mussolini tenía dos triunfos en su juego, de los que todos sus rivales carecían: su extraordinario carisma y su capacidad fuera de lo común para las maniobras políticas. Se mantuvo prudentemente al margen de la aventura de Fiume –una epopeya que, sin embargo, contribuyó en gran parte a la gestación del fascismo–, sobre la que planeaba la figura novelesca de Gabriele D’Annunzio.4 Después de su fracaso en las elecciones legislativas de noviembre de 1919, comprendió, además, que necesitaba apoyarse en las clases medias, que estaban en decadencia y aterrorizadas por el comunismo. Las elecciones de mayo de 1921 constituyeron un primer éxito electoral: 35 fascistas entraron al Parlamento. Pero para tomar el poder, se necesitaba un partido en buena y debida forma. Así nació en noviembre de 1921, el Partido Nacional Fascista (PNF), con un programa mucho menos radical, que expresaba la nueva alianza con una parte de las fuerzas conservadoras. Pero Mussolini mantenía a su movimiento en el camino de una revolución política y social.

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