En marzo de 1898 se realizó en Minsk el congreso que fundó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, el POSDR, que celebraba a los “gloriosos combatientes de la antigua Naródnaya Volia”, pero reivindicaba un socialismo democrático y reclamaba la elección de una Asamblea Constituyente. Aunque Vladímir no participó de ese acto fundador, siguió de cerca los debates internos de la Internacional Socialista, en la que el alemán Eduard Bernstein declaró en 1900: “Ningún socialista en uso de su razón sueña hoy con una victoria inminente del socialismo gracias a una revolución violenta. Ninguno sueña con una conquista rápida del Parlamento por un proletariado revolucionario”. El cismático Bernstein abrió de este modo la crisis del “revisionismo” que, ante el aumento de la prosperidad capitalista y de la cultura democrática parlamentaria en toda Europa, obligaba a los marxistas a alinear su discurso con su práctica, democrática y reformista, o su práctica con su discurso, revolucionario y violento. Para Vladímir, fue una declaración de guerra: hizo firmar “por unanimidad” una “Protesta de los Socialdemócratas de Rusia” –¡eran diecisiete!–, que exigían “una guerra a ultranza” contra las ideas “revisionistas”. Un efecto precoz de su propensión a las posiciones más radicales destinadas a diferenciarlo de todos los demás socialistas.
Al regresar de Siberia, Vladímir decidió exiliarse en el extranjero. Con excepción de algunos meses en 1906, peregrinó hasta la primavera de 1917 de Múnich a Londres, de Bruselas a París y de Praga a la residencia veraniega del escritor Máximo Gorki en la isla de Capri. A los treinta años, estaba en la plenitud de la vida: ya era casi calvo y exhibía una pequeña barba bajo sus pómulos calmucos. Era robusto y deportivo –le gustaban mucho las caminatas, la natación, la bicicleta y la caza–, le encantaba jugar al ajedrez, pero le horrorizaba perder. Planeaba crear un diario, el Iskra – Chispa –, destinado a unificar bajo su dirección a los marxistas rusos. Al instalarse en Suiza, se lo propuso a Gueorgui Plejánov, la figura tutelar del marxismo en Rusia. El encuentro fue complicado, porque a Plejánov no le gustó la arrogancia del joven, pero terminó por darle su conformidad. Sin embargo, Vladímir quedó mortificado por el desaire inicial y decidió jugar solo. Sobre todo porque el Iskra , difundido clandestinamente en Rusia, suscitó el entusiasmo de muchos jóvenes revolucionarios. Entonces, Vladímir decidió producir un fuerte impacto y publicó en 1902 ¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento , firmado por primera vez con el seudónimo “Lenin”, en referencia a su exilio junto al río siberiano Lena. Este manifiesto está dominado por un grito del corazón: “Dennos una organización de revolucionarios y sublevaremos a Rusia”.
En ese libro, desarrolló su concepto iconoclasta de la revolución y del partido. La revolución debería mostrarse violenta, radical y comunista, alejada del parlamentarismo democrático. El partido sería de un “nuevo tipo”, una vanguardia formada por “revolucionarios profesionales”, clandestino y estrictamente disciplinado, en el que los obreros serían dirigidos por intelectuales expertos en la doctrina “científica” del marxismo. Lo fundamental era asegurar que el militante se ajustara a la “línea” y su fidelidad al “Partido”, a las órdenes de un líder carismático. Lenin proclamaba además: “Lo que necesitamos es una organización militar de agentes”: definiría esto en 1920 como el “centralismo democrático”, una “disciplina casi militar”. Pero ese modelo de partido estaba en las antípodas de los partidos socialistas europeos: a través de las elecciones, sus municipalidades, sindicatos y cooperativas, esos partidos representaban los intereses de los obreros y las clases populares. El grupúsculo leninista, en cambio, solo defendía sus propios intereses: la toma del poder y su conservación, con la dirección de un líder revolucionario y sus seguidores, deseosos de aplicar la doctrina de Marx, es decir, la destrucción mediante la violencia de la sociedad “burguesa”, la supresión de la propiedad privada, la instauración de una economía planificada y la represión a los opositores. Este divorcio anunciado de una sociedad plural mostraba ya la crueldad con la que Lenin conduciría a Rusia después de 1917. Al afirmar que “el partido se fortalece depurándose”, reivindicaba incluso la eliminación política y luego física del “miembro indigno”. De este modo, se establecía el principio y la legitimación del crimen político-ideológico, característicos del Partido-Estado totalitario comunista. Por otra parte, insistía en que el programa del POSDR debía definir al futuro poder socialista como la “dictadura del proletariado”. ¡Ya la dictadura!
Lenin preparó activamente el II Congreso del POSDR para que los “iskristas” tomaran su dirección. En un primer momento, todo estuvo bien: sus insultos y sus maniobras hicieron huir a los disidentes. Pero pronto se enardeció la batalla entre los bolcheviques –“mayoritarios” pro-Lenin, para quienes el miembro del partido debía dedicarle toda su vida– y los mencheviques –“minoritarios” pro-Mártov, para quienes el partido debía abrirse a simpatizantes y aliados. La idea de Lenin era: “¡Mayoría un día, mayoría siempre!”. Sin embargo, su cinismo era tan grande que uno de sus jóvenes seguidores, León Trotski, lo denunció como un nuevo Robespierre, para quien el partido era el “aparato administrativo que debía gobernar la república de la ‘Virtud’ ortodoxa y del ‘Terror’ centralista”. Y pronto, muchos bolcheviques abandonaron la nave leninista, cuyo jefe se encontró muy aislado al frente de una minúscula fracción.
Aunque no desempeñó ningún papel en las revueltas que sacudieron a Rusia en 1905, Lenin se inspiró en ellas para privilegiar la idea de una revolución en medio de una guerra civil, insurrecciones campesinas y levantamientos de soldados y de marinos. Cuando regresó al país por algunos meses a fines de 1905, conoció allí a la joven generación revolucionaria, hombres de acción que fueron sus seguidores. Entre ellos, un tal Iósif Dzhugashvili, ya conocido bajo el seudónimo de Stalin: luego, Lenin lo apodaría “el maravilloso georgiano” y lo recomendaría para el Comité Central de la fracción bolchevique del POSDR, recreada en 1912 en Praga.
El 1º de agosto de 1914, estalló la Primera Guerra Mundial. Lenin, instalado en ese momento cerca de Zakopane, en la parte polaca de Austria-Hungría, y no la había visto venir, fue detenido como ciudadano ruso y, por lo tanto, enemigo. Si hubiera permanecido hasta 1918 en un campo de prisioneros, nunca se habría vuelto a oír de él. Pero los socialistas austríacos lo hicieron liberar una semana más tarde y huyó a Suiza, donde la guerra se revelaría como una “divina sorpresa”. En un primer momento, Lenin asistió alarmado al desmoronamiento de la doctrina marxista: en vez de manifestar su solidaridad contra la guerra, según el eslogan de Marx: “Proletarios de todos los países, uníos”, los socialistas europeos se unieron a sus propios gobiernos en el seno de la Unión Sagrada. El sentimiento nacional y patriótico primó por sobre el principio de clase. Furioso, Lenin extrajo dos conclusiones: por un lado, la Segunda Internacional –socialista– había traicionado y por lo tanto era preciso crear una Tercera, esta vez comunista; por otro lado, había que aprovechar el hecho de que millones de hombres estuvieran en armas para llamarlos a “transformar la guerra imperialista en guerra civil”, de la que saldría la revolución comunista. Mientras tanto, refugiado en Zúrich, alejado de Rusia, vivía en la pobreza y deprimido. En enero de 1917, llegó a declarar: “Nosotros, los viejos, quizá no veamos las luchas decisivas de la revolución inminente”.
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