Olivier Guez - El siglo de los dictadores

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Todos eran hombres. Fanáticos, ególatras, paranoicos, mitómanos…
A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.

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El segundo siglo XX comenzó en los escombros del Berlín nazi. En Europa central y oriental, la Unión Soviética impuso su socialismo totalitario y sus marionetas (salvo en Yugoslavia y en Albania), a la cabeza de las naciones que había conquistado. Destruyó los efímeros sueños de emancipación de Hungría, Checoslovaquia y Polonia. Allí, los dictadores se perpetuaron hasta la caída del Muro.

En Asia, en África y en América Latina, la Guerra Fría y la desin­tegración de los imperios coloniales fueron los catalizadores de una segunda ola, más roja que negra. Se sucedieron las revoluciones y los golpes de Estado: de las ruinas de la descolonización surgieron hom­bres “fuertes”, que confiscaron la independencia de sus países, acoplándolos a una de las dos superpotencias. Los Estados Unidos apoyaron a Pinochet, Stroessner, Mobutu y los Duvalier; la Unión Soviética, a Ásad padre, Sadam Husein, Castro y Gadafi. Fueron peones en el gran tablero de su padrino, al que apoyaban en el Consejo de Seguridad de la ONU. A cambio, les garantizaban la estabilidad de su régimen y tenían toda la libertad para atormentar a su población y enriquecerse con absoluta impunidad.

Todos los capítulos de este libro analizan al dictador en el poder. Las pri­meras semanas son cruciales: el dictador debe imponer su voluntad de mando, restaurar el orden, transformar la sociedad en un Estado cuartel en el cual él es quien da las instrucciones, como un domador. De inmediato, proscribe a la oposición, censura a los medios de comunicación y a los intelectuales, sus adversarios son deportados, encarcelados, torturados o asesinados. Disemina a sus informantes para espiar a la sociedad y estimula la delación. El guía supremo vigila también a quienes vigilan: nada se le escapará. La población comprende, antes de experimentarlo, que las menores transgresiones serán severamente castigadas: si se mantiene tranquila (y sobre todo, si no interviene en política), podrá gozar de alvéolos de libertad, en familia, en el estadio, a orillas del mar, encerrada en las nuevas residencias que el régimen se dispone a edificar.

Paralelamente, los partidarios del dictador dominan la policía, el ejército y los servicios secretos, y acceden a los puestos más altos. Lo acompañan desde el principio del movimiento y forman una camarilla a su alrededor. Pero ninguna puede implantarse en forma definitiva. El dictador es hábil para urdir intrigas entre sus acólitos y manipular sus luchas de poder. Muchas veces desdobla las funciones de estos y los promueve o los baja de rango, vuelve a promoverlos y un día los elimina. Al cabo de varios años, todos los dirigentes están en deuda con él por la posición que ocupan. Viven siempre alertas: saben que su jefe dispone de su vida y de su muerte.

Pero el déspota no puede limitarse a atemorizar y reprimir. Re­mo­delará la sociedad, construirá ciudades, puentes y autopistas (espe­cialmente entre el aeropuerto y su palacio). Debe ofrecerle pan a la ple­be y exaltar la valentía, la alegría y la esperanza, deslumbrándola con un futuro grandioso, el Reich milenario, la aurora comunista después de la Gran Noche ( Grand Soir ), el África unificada, o el islam purificado de la gangrena de la modernidad: un horizonte siempre lejano que habrá que merecer por medio de esfuerzos y sumisión, escribe Elias Canetti en Masa y poder . Se embriaga de estadísticas fantasiosas y miente, todo el tiempo e impunemente. “Paz” significa guerra; “solidaridad”, egoísmo; “amor”, odio: vacía las palabras de su sustancia o más bien la vuelve contra ellas. Halaga la sensación de persecución de los desclasados, que alimenta designando a un enemigo monstruoso, una doble amenaza: el “enemigo extramuros” (en el exterior) y el “enemigo en el sótano” (la oposición, los traidores, los ventajeros, todos los agentes de descomposición que complotan contra la patria), señala Canetti. Emprende la lucha en nombre de una inmensa comunidad, los muertos y los vivos, y a partir de ese momento, el pasado, el presente y el futuro hacen un frente común. Los reúne recurriendo a los mitos fundadores –los romanos, la Reconquista, los primeros germanos, la guerra de los campesinos, los samuráis…–, “promesas y comuniones”, según Roger Caillois. Jamás habla en condicional: siempre en imperativo.

El dictador no es solamente un autor de ficciones: es también un notable actor y director de escena. Desde lo alto de su balcón, desde la tribuna de un estadio, en un congreso del partido único, arenga a su pueblo. Su voz murmura, grita, vocifera: empuña las palabras. Un gran circo acompaña sus apariciones. Los mitos que restaura, la religión de la que es profeta, necesitan pompa, celebraciones, ritos nuevos: algo de kitsch y exhibiciones espectaculares. Con gran alboroto, hace desfilar a jóvenes musculosos y muchachas virtuosas, cohortes de soldados, gimnastas y misiles, cargados de flores, emblemas y estandartes, disfrazados para la ocasión. Cada dictadura tiene sus ornamentos, sus uniformes, la camisa negra, la chaqueta Mao, la toca leopardo, y artificios que hacen parecer a sus legiones más fuertes y voluminosas, como antaño en los reinados de África o de Mesoamérica, los déspotas les hacían usar a sus guerreros plumas, tatuajes y máscaras de combate. La nueva era impone trastocar todo: las revoluciones impactan fuertemente en los espíritus, sobre todo porque pretenden remodelar al Hombre y alcanzar lo universal. El gran simplificador impone su lenguaje simbólico, la bandera y la insignia, el discurso, la salvación, el himno, y los sellos postales deben llevar su marca (o su rostro), reconocible y fácilmente reproducible: los estímulos excitan e intimidan.

Por su esencia, el tirano desconfía de los individuos. Desde la cuna hasta el cementerio, trata de encuadrarlos y sueña con fundirlos en una masa disciplinada. Como en el estadio, afirma Canetti, sabe que los hombres se liberan de su fobia al contacto y de sus tabúes dentro de la masa y que en ella se sienten iguales e invulnerables, “revestidos con una enorme coraza”. La masa los exculpa. Pueden traspasar los límites de su persona y si son bien manipulados, asesinar, en libertad: el sistema los exonerará de su responsabilidad. Con este objetivo, el dictador hace uso y abuso de la propaganda. En el siglo XX, el siglo del Progreso, los periódicos, el cine, la radio y la televisión le han proporcionado medios extraordinarios para violar psicológicamente a las masas. Algunos juegan con el entusiasmo; otros, con los antagonismos o el miedo, pero cualquiera sea su estrategia, esta nunca debe detener­se: la repetición condiciona a las mentes. La propaganda se dirige tanto a la población dominada, como a los observadores (y a los idiotas útiles, sus admiradores) extranjeros.

El dictador es un sobreviviente paranoico. “De todos los hombres, es el que menos quiere morir… la sensación de peligro nunca lo abandona”, escribe Canetti. Por lo tanto, está siempre alerta, al acecho de los complots y las conjuras que se traman a sus espaldas. “Sus ojos están en todas partes y tampoco se le debe escapar el menor ruido, porque podría contener una intención hostil”. A sus enemigos que se ocultan, les arranca las máscaras inofensivas. Si no los castiga de inmediato, es para hacerlos sufrir mejor más tarde. En el momento que considere adecuado, sabrá explotar el acto desleal exigiendo una sumisión absoluta, una traición, la apostasía. Nadie debe saber qué trama el dictador, ni siquiera su consejero más cercano. Él es el “único que posee la llave de acceso a su complejo sistema de secretos” (Canetti). Penetra en los cuerpos, los hogares y las almas de sus súbditos, pero no se deja penetrar por nadie. El secreto garantiza la sorpresa y mantiene el miedo.

Los hombres temen la soledad y la libertad, que les causan vértigo. Después de haber vivido bajo el imperio de lo divino durante milenios, siguen necesitando creer en algo que los supere. Las dictaduras se apoyan en ese miedo al vacío y desarrollaron una dimensión mística y religiosa, apenas algunas décadas después de la proclamada muerte de Dios. Muchos dictadores, y los más feroces de ellos, han sido adulados en vida, sobre todo por la intelligentsia , como sustitutos del Altísimo. Las iglesias y los templos fueron reemplazados por estatuas monumentales, erigidas a la gloria del déspota.

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