Laureano Debat - Barcelona inconclusa

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Barcelona inconclusa nace de un blog de viajes en el que durante cinco años el periodista y escritor argentino Laureano Debat piensa y narra una ciudad que no es todavía la suya, para apropiársela a través de la escritura. Adoptando la actitud del cazador de la que habla Martín Caparrós y desde una mirada que oscila entre el odio a la ciudad marca y la fascinación por sus prodigios, todo puede ser detonante y leitmotiv de las crónicas: el arte contemporáneo y la arquitectura urbana, el piso compartido con dos prostitutas, los trabajos precarios, el turismo, el esoterismo, los rituales argentinos, los deportes, la música indie, las librerías, la sociedad de consumo, los atentados terroristas o los barrios del extrarradio barcelonés. La duda permanente sobre sus pensamientos y percepciones, y un perspicaz sentido del humor alimentan el estilo narrativo de estas polaroids de palabras, cuyo denominador común es el movimiento continuo: caminatas, viajes en metro, autobús y bicicleta, pero también la expectación efímera ante una pared palimpsesto que se modifica cada día. El cronista sigue un rumbo similar al de esos personajes inmigrantes que escritores como Sebald, Chejfec o Teju Cole sitúan en ciudades que a la vez los desbordan y estimulan. Como ellos, Laureano Debat devora las calles que pisa e indaga en sus recovecos, matices, paradojas, reivindicaciones y extravagancias. Siempre desde la incertidumbre e intuyendo que se va desprendiendo de su yo en cada paseo inconcluso, que la dialéctica con la ciudad lo va transformando en otro.

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En unos breves instantes, las puertas del establecimiento se abrirán con puntualidad burocrática y cuatro personas que nunca más en la vida volveremos a cruzarnos hemos acordado permanecer ahí dentro durante cuatro horas para aprender a hacer un videocurrículum. Yo no sabía que el curso se transformaría, más que nada, en un repaso rápido por el Windows XP, que es el que aún tienen en la Biblioteca. Es que mis dos compañeras no tenían mucha idea de cómo maximizar o minimizar una ventana, por ejemplo. Sí, yo también me pregunté qué hacían ahí, pero ahí estaban.

Una mujer rusa, seria, recia, el pelo corto teñido de zanahoria y su cuenta de Badoo abierta en múltiples ventanas de diálogo. Cuando llega el momento de meternos con el Movie Maker, ese programa de Microsoft para editar vídeo, la rusa abandona por completo el contrato porque no se entera de nada y se concentra en las barbaridades que le escriben los sexagenarios calientes de Badoo. A cada rato, saca de su bolso un diccionario de bolsillo ruso-español. Alcanzo a ver que busca en la “CH” pero que no encuentra la palabra, así que teclea en Google: “chorra”.

No puedo evitar mirarla porque su ordenador está justo en dirección a nuestra profesora, una chica que quizás tenga mi edad, de gafas, el pelo lacio largo y esa simpatía que fuera de aquí, seguramente, hasta sería genuina y bella, pero que dentro de esta sala, rodeada de ordenadores con Windows XP, la tornan forzada.

O sea, la chica no tiene ganas de estar aquí, el público no es lo que se esperaba y sabe que esto va a ser una pérdida de tiempo. Pero tiene que cumplir su horario porque para eso le malpagan, entonces saca un paquete de chicles y mastica uno con la boca semiabierta, con esa actitud de empleada de Zara cuando le preguntás por un pantalón y te dice “si no hay ahí, no hay”.

Parecía que estaban rodando una película rumana de los 90, esas post-Ceaucescu en las que el país entero aparece reflejado como un montaje y sus habitantes como actores tan malos que no sabes si reírte de ellos o tenerles pena. Completaba el cuadro otra mujer que debía de estar llegando a los 80 años, con un gorra negra en la cabeza, muy simpática y muy proactiva. Muchas ganas de aprender, pero su velocidad no guardaba simetría con el espíritu del curso. Y no es que yo sea una lumbrera: si también hubiera habido aquí alguien de 18 años, cualquier ser humano con esa edad, me hubiera hecho quedar a mí también como una tortuga informática.

Salgo de esa sala con un link muy completo y detallado con consejos, ejemplos, aplicaciones y todo el resto de motivaciones necesarias para ir a mi casa y, por lo menos, pensar en la alternativa de un videocurrículum. El link estuvo ahí disponible y presente en todo momento, tan tentador para copiarlo y huir de ese lugar durante la pausa para el café. Pero no lo hice, aguanté y me quedé. Completé las cuatro horas porque sospecho que soy adicto a este tipo de relaciones sociales: un fanático de los cursos.

Fanático de los cursos

Desde que llegué a Barcelona soy fanático de los cursos. En Argentina era asiduo, pero no fan. Ser fan es ir a ver a tu equipo de fútbol cada vez que juega de local, mirar tres veces cada película de tu director favorito, seguir a tu escritor fetiche a cada charla que vaya a hablar de lo que sea.

Y ésta es la ciudad de los cursos. Como si Barcelona ya no fuese la ciudad de tantas cosas, también es la de los cursos. La villa es pequeña pero admite muchas capas.

Me apunto a cualquier cosa que crea que pueda servirme para algo: mejorar mi perfil profesional, pasar el tiempo, matar la curiosidad. Y si son gratis, mejor. Hace muy poco completé un curso de Community Manager online, con vídeos, interacción, contactos en redes sociales, todo eso. Como no consigo trabajo fijo de periodista y parece ser que la salida laboral es gestionar las redes sociales de las empresas, hice el curso. Desde mi casa, tomando mates. Aprendí mucho y tengo muchas tareas pendientes, pero sigo prefiriendo lo presencial a lo virtual. Es verdad que en lo virtual no sólo te marcas tu propio ritmo sino que evitas situaciones como las narradas en lo del videocurrículum. Pero hay algo que me da la presencia que no me lo da lo virtual. Un nervio físico, un aura magnética.

Como todo adicto a los cursos, Barcelona Activa es mi religión y, el Cibernàrium, mi templo. Cada vez que puedo, me apunto a cualquier cosa: programacióm html, diseño de videojuegos, cómo aprovechar las aplicaciones de Facebook. Lo que sea.

Y cada vez que voy, siempre tengo una curiosidad voraz por saber quiénes son mis compañeros, de dónde vienen, cómo se visten y qué rostros tienen. Sólo mirarlos, nada más, pues es raro que me ponga a hablar con alguien. Mirarlos como miro en la cola del supermercado los productos que han comprado los de delante y que van pasando por la cinta transportadora, tratando de averiguar quiénes son a través de su relación con la pirámide alimenticia.

Fui muy devoto también de los cursos de catalán en el Consorci per a la Normalització Lingüística. Hice dos, intensivos. Cada clase era la fotografía perfecta del sueño de ciudad cosmopolita libre de conflictos: negros, mulatos, chinos, musulmanes, gays, lesbianas, anarquistas, sádicos, todos parlant en català. Nunca me olvidaré de ese mexicano que trabajaba como árbitro de fútbol y que, en cada clase, elegía a una compañera diferente para ofrecerse a acompañarla hasta el metro, sin distinguir edad, procedencia o condición civil.

Podría pensarse que voy a los cursos a coger. Pero no, voy a aprender. El motivo que me impulsa es puramente pedagógico. Después vienen las curiosidades secundarias y todo eso, pero no hay una pulsión sexual que motive mi fanatismo. Y no digo que alguna vez no lo haya intentado, pero debo confesar que nunca conseguí sexo ni durante ni después de hacer un curso. Y sé que es un ámbito en el que se coge relativamente fácil.

He cogido en la facultad, en mis trabajos, con vecinas de mis edificios, en una visita guiada, en la calle, en bares y hasta en un taller de teatro para enfermos mentales. Pero nunca la puse haciendo un curso. Lo más cerca que estuve de ponerla no fue como alumno, sino como profesor de un curso. Porque sí, una semana de hace muchos años recorrí algunas escuelas públicas catalanas dando un curso de edición de vídeo con… Movie Maker. ¡El mismo programa que me enseñaron a usar hace una semana, otra vez!

Pero no hubo penetración aquella vez, sólo unos besitos. Los mismos que le doy al Movie Maker cuando me lo encuentro cada cinco años, ya sea en una escuela católica del Maresme o en una biblioteca pública bajo una lluvia pálida del final de un invierno.

LOS MENDIGOS PERFORMERS

El magnetismo de las Ramblas se funda en que todo lo que pase por ellas tiene que convertirse en espectáculo. Hace siglos transportaban los residuos fluviales de la montaña hacia el mar. Hoy el flujo pasa por una feria de varietés para turistas, uno pegado al otro, todos conviviendo a lo largo de la pasarela: los timadores albaneses con los tres vasos, las estatuas vivientes, el que hace jueguitos con la camiseta de Messi y los mendigos. Sobre todo ellos, los mendigos, los nuevos mitos performáticos.

La primera performance que se vio en esta calle fue la del pintor y escritor catalán Santiago Rusiñol. En los años 20, Rusiñol se paraba ahí y cambiaba 4 pesetas por 1 duro (1 duro equivalía a 5). Lo hacía para reírse simbólicamente del valor impuesto por el dinero. Aún hoy, la frase “1 duro a 4 pesetas” sirve para definir algún asunto aparentemente turbio o tramposo. Rusiñol sabía muy bien que en la ciudad en la que nadie se mira debía esforzarse mucho para conseguir llamar la atención.

En las Ramblas se juntan el hambre con las ganas de comer para fabricar mendigos freaks que parecen personajes abandonados a su suerte por Samson, el dueño del circo de la serie Carnivale . O aquellos clientes del creador de pordioseros del Callejón de los Milagros de Mahfuz. La gente cruza Plaça Catalunya y enseguida se topa con el paseo que conduce al mar. Un desfile atestado. ¡Y comienza el show!

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