Jimmy Giménez-Arnau - La vida jugada

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Irreverente y provocador, porque no entiendo otra forma de estar vivo, añado a los requisitos esenciales de la condición humana el rechazo absoluto a permitir que la rutina y la ordinariez de la costumbre se asomen a mis días. Salvaguardar el asombro, mantener alerta la curiosidad, explorar sin limitación todo cuanto aparezca ante los ojos y, si no se dan las circunstancias, salir corriendo y no mirar atrás han sido las motivaciones de mi viaje por el mundo.Así lo cuento para ustedes en estas páginas que hilvanan episodios y memoria; con ellas espero despertarles, al menos, la sonrisa. Porque el buen humor es siempre bálsamo adecuado para todo contratiempo y garantía de supervivencia cuando vienen mal dadas. Sin arrepentimientos ni innecesarias disculpas, verán que sigo apostando doble o nada por seguir vivo. Si gano, lo celebro; la otra opción queda descartada, pues siempre pensé que el que no arriesga es porque ya está muerto.Así que recuerden conmigo si lo desean, no renuncien a nada y deseen cuanto esté a su alcance. El truco está en no aburrirse nunca, que la vida es placer.

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—¡Hipopótamo, a la caseta! —exclama con voz tronante.

La bestia obedece. En ese mismo instante yo pierdo el miedo a los hipopótamos y en mi imaginación infantil Eduardo Sainz de Vicuña le ha ganado la partida a Dios.

El año 46 se acaba y mi madre, mis hermanas y yo nos embarcamos rumbo a España. Mi padre permanece en tierras bonaerenses y nos seguirá apenas unas semanas más tarde: una breve estancia en Madrid antes de poner proa hacia nuestro siguiente destino, Dublín, donde el cabeza de familia —una familia que crece con esforzada velocidad, como crecían buena parte de ellas entonces— nos precede.

Así que llego a la capital. Por vez primera y por poco tiempo. Es el lugar donde, sin haber cumplido tres años, morirá Paloma, que siempre fue mi hermana preferida. Teniendo en cuenta lo breve de su existencia, es fácil hacerse una idea de mis sentimientos hacia los demás hermanos, los que la sobrevivieron, Mónica, Patricia, Ricardo y José Antonio, que quizá, dependiendo del humor —porque lo de ajustar cuentas no va conmigo—, desfilen por estas páginas más adelante. Ya se verá.

Durante este intermedio madrileño recalamos en el número 104 de la calle Hortaleza, la casa de la abuela Lala donde tantas otras veces, a partir de ahora, volveré a pasar largas temporadas, jornadas desbordantes de alegría que, con mis días de Montevideo e Inglaterra, componen lo más feliz de mi diario infantil.

Desde Hortaleza llegamos a Irlanda cuando estoy cerca de cumplir los cuatro años. Tragedia por tragedia, ya en el mismo aeropuerto mi madre informa al flamante secretario de embajada de la muerte de Manolete el día anterior, 29 de agosto de 1947, y mi padre le cuenta que el barco que traía nuestras cosas desde Buenos Aires ha naufragado y gran parte de las pertenencias familiares se han perdido. Ella es puro desconsuelo, pero yo, que no entiendo el alcance del desastre, porque las pérdidas materiales nunca me han afectado exageradamente, solo tengo una pregunta: «¿Se ha salvado el capitán?». Esto sí es tener buen fondo, no me negarán.

La estancia será también breve en Dublín, porque enseguida mi padre volverá a saltar de destino, de nuevo a América. Pero si hurgo entre mis recuerdos irlandeses soy capaz de ver cómo me lleva en coche al colegio cada mañana, muy temprano; luego, a su salida de la oficina, me recoge y regresamos juntos a casa. Y enseguida anochece, porque apenas hay horas de sol en este extraño país hacia el que me ha quedado, desde entonces, un cariño tristón. Todos los colegios a los que he asistido a lo largo de mi vida me han gustado, y del que me acogió en Dublín, completamente desdibujado, conservo sin embargo una sensación íntima muy nítida de bienestar: sé que prefería permanecer recogido entre las paredes de sus aulas que en mi casa, donde la presencia de mi madre, siempre con sus regañinas, me incomodaba. Sospecho que tras su experiencia bonaerense no se encontraría ella muy a gusto en latitudes tan brumosas, aunque tampoco me hace falta buscar razones objetivas para la proverbial brusquedad de su trato.

No es una época de abundancia. De hecho, existe racionamiento en las islas para algunos productos básicos como el azúcar, restricciones que, si bien afectan de lleno a la población civil, el cuerpo diplomático también padece, aunque menos, como es lógico —y no precisamente porque, como sostienen las lenguas desalmadas, el pueblo llano siempre haya tenido el umbral del dolor más alto—. Nosotros recibimos una cantidad fija de azúcar, pongamos que un kilo al mes, y se valora como si fuera oro. Es azúcar morena y, cuando veo el pequeño paquete con la ración mensual sobre la mesa de la cocina, no se me ocurre otra cosa que abrirlo, depositarlo en el suelo y hacerme pis sobre tan valioso manjar. ¿Por qué lo hice? Yo era un niño y no necesitaba motivos para hacer las cosas. Tiempo después, una aprendiz de psiquiatra —más guapa que profesional— explicaría aquel comportamiento infantil que yo le había relatado aludiendo a una pulsión oculta que me habría inducido a unir mi oro, mi orina, con lo más preciado que existía entonces, el azúcar. Puedo asegurar que cuando compartió conmigo la interpretación de aquel episodio de mi infancia aún no habíamos ingerido ninguna sustancia tóxica, ni sólida ni líquida ni gaseosa. Y sospecho que tan estúpidas palabras no contribuirían en nada a la recuperación de una confianza que por aquel entonces ya le había retirado a la profesión psiquiátrica en su conjunto.

Después de mearme en el saco de azúcar me castigaron, claro. Y yo, con una determinación bastante impropia de mis pocos años de entonces, decidí que en tal situación solo había una cosa que hacer: ir a buscar unas tijeras y encerrarme en un armario.

Y a continuación, me corté el pelo.

Cuando me encontraron, lo primero que ordenó mi padre fue que me raparan al cero; mi madre, por su parte, cerró el episodio con una de las frases lapidarias que de modo recurrente me fue dedicando a lo largo de los años: «es un tarado».

3

Si alguna vez me pierdo…

Tras nacer mi hermana Patricia, durante un breve verano en San Sebastían, llego a Montevideo con cinco años. En esta ocasión, mi padre ha sido designado agregado de Economía Exterior en la embajada de la capital uruguaya. Fiel a su imparable velocidad de crucero, a la familia se ha incorporado una tercera hija —dos quedan ya, tras la súbita muerte de Paloma—. Consigno el dato no por cariño fraterno; simplemente para ordenar los acontecimientos y como leve apoyo de un relato que, en todo caso, más que por derroteros cronológicos estrictos transita siguiendo los mimbres más inconstantes de la emoción.

Montevideo es mi sitio. El lugar al que volveré en numerosas ocasiones tras esta primera estancia que se prolongará por espacio de casi dos años. La ciudad a la que seguiré retornando durante algunas temporadas en el futuro, cuando, ya camino de cerrarse la llave de la infancia, pretenda hacerme adolescente. Y es que, a caballo entre Madrid y Montevideo, tiempo después, empezaré a descubrir otros cuerpos, revelación que, convendrán conmigo, bien puede considerarse el pasaporte a la adolescencia. Pero eso será, en efecto, tiempo después y ya se contará, que perder la virginidad siempre es asunto serio en la vida y requiere más detenimiento.

El telón de fondo de mis primeros años en Montevideo es una casa con jardín y es, sobre todo, el cercano parque Rodó. Con sus lagos, sus puentes y sus barcas, cuajado de árboles subtropicales llamados jacarandás, de hojas verdes y flores malva, y de patos, cisnes y caballos. Rodó era el paraíso. Por el momento recalo en una guardería, británica, como debe ser. Mi padre lo tuvo claro y yo siempre he agradecido que, en aquellos días infantiles, en materia académica me mantuviera en la medida de lo posible al margen de los usos de esa España oscura y opresiva de posguerra, tan obsesivamente religiosa y de tan corto alcance. Por eso tanto mis hermanos como yo estuvimos en colegios británicos, franceses o incluso alemanes, en todo caso, al margen de los rigores patrios, tal como hiciera él mismo —tras estudiar Derecho en Zaragoza se había doctorado en Bolonia y ampliado su formación en Cambridge y Ginebra— tiempo atrás. Y es que una cosa era trabajar para el Régimen y abrazar los principios falangistas, algo que mi padre había hecho de mil amores, pero otra muy distinta cercenar las posibilidades de que sus hijos gozaran de una buena formación. Mi padre, a pesar de todo, era un liberal. Además, tenía una cultura extraordinaria; aparte de ser técnico comercial del Estado y diplomático, desarrolló su faceta más creativa como escritor de novela y teatro y fue galardonado con más de un premio y más de dos. La nómina de sus amistades nos habla de un hombre de extraordinaria curiosidad intelectual, formación sólida y mentalidad abierta, dentro de los límites que su clase y su época imponían: Agustín de Foxá, Ramón Pérez de Ayala, Gómez de la Serna, Jesús Pabón, Mujica Lainez, Jardiel Poncela, Paco Rabal, Adolfo Marsillach, Indro Montanelli, Federico Fellini, Luis García Berlanga, el editor José Vergés…, genios todos a los que tuve el honor de conocer.

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