Jimmy Giménez-Arnau - La vida jugada

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Irreverente y provocador, porque no entiendo otra forma de estar vivo, añado a los requisitos esenciales de la condición humana el rechazo absoluto a permitir que la rutina y la ordinariez de la costumbre se asomen a mis días. Salvaguardar el asombro, mantener alerta la curiosidad, explorar sin limitación todo cuanto aparezca ante los ojos y, si no se dan las circunstancias, salir corriendo y no mirar atrás han sido las motivaciones de mi viaje por el mundo.Así lo cuento para ustedes en estas páginas que hilvanan episodios y memoria; con ellas espero despertarles, al menos, la sonrisa. Porque el buen humor es siempre bálsamo adecuado para todo contratiempo y garantía de supervivencia cuando vienen mal dadas. Sin arrepentimientos ni innecesarias disculpas, verán que sigo apostando doble o nada por seguir vivo. Si gano, lo celebro; la otra opción queda descartada, pues siempre pensé que el que no arriesga es porque ya está muerto.Así que recuerden conmigo si lo desean, no renuncien a nada y deseen cuanto esté a su alcance. El truco está en no aburrirse nunca, que la vida es placer.

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La primera reacción de mi padre, un señor serio y cabal, cuando comenzó a relacionarse con Inés Puente en Roma fue pensar que estaba completamente loca; probablemente nunca hasta entonces se había topado con un ser más mundano, extravagante y antojadizo, capaz de entrar en una zapatería y encargar veinticinco pares en apenas un pestañeo. Pero lo cierto es que sus reparos iniciales debieron de ceder con rapidez; ya se sabe que el roce hace el cariño, sobre todo el roce entre tutor y tutelada, que de aséptico se convirtió poco después, cuando coincidieron ya de vuelta en Madrid, en noviazgo, con temprano compromiso de boda. Antes de cumplir los diecisiete, mi madre contrajo matrimonio con José Antonio Giménez-Arnau, de treinta. Corría el mes de febrero del año 42.

Pero volvamos a este accidentado viaje en barco que realizan un año y medio más tarde y que me llevará por vez primera a tierras americanas. Nuestro destino es Buenos Aires. Mi padre se dirige a tomar posesión de su primer puesto en el extranjero como diplomático. Vendrán muchos otros después que se mezclan en mi memoria en una bruma de recuerdos y sensaciones que van trazando mi infancia: Dublín, Montevideo, vuelta a Madrid, otra vez América… Mi padre ha preparado las oposiciones al cuerpo con la ayuda de su hermano, mi tío Ricardo —que también nos acompaña en el viaje—, en buena parte durante la luna de miel con mi madre, cuyo vientre en el momento de embarcar —e independientemente de que sea o no yo quien lo ocupa— apunta a los siete meses. Pongamos que soy yo, que desde su interior oigo hablar de un tal Pepe Bulnes, un conde que terminará siendo mi padrino y que va como embajador de España a la capital de Argentina, al que acompaña mi padre como secretario de embajada.

Aún tan inexperto y tan poco dotado como estoy, no termino de entender por qué un viaje que, en principio, tendría que haber durado cuarenta días se está prolongando tanto. Finalmente, se alargará más de dos meses, y la razón, luego me enteraría, tuvo que ver con la guerra: el Cabo de Hornos se vio obligado a permanecer fondeado en Port Spain, Trinidad, por culpa de los submarinos alemanes que rondaban por aquellas aguas. Bien es cierto que nosotros llevábamos bandera española, éramos neutrales; pero no podría decirse que el régimen patrio hiciera muchos ascos a Hitler —de hecho, en más de un puerto de paso nos increparon al grito de «¡espías!» y «¡fascistas!»—, así que el control de los oficiales británicos en busca de sospechosos era imprescindible: andaban subiendo y bajando del barco y eso nos retrasó. Y es que ya en aquellas fechas algunos jerarcas nazis, en vista de cómo pintaba la guerra, estaban huyendo de Alemania con la intención de empezar sus nuevas vidas en el paraíso latinoamericano. En todo caso, a mi madre la dejaron tranquila porque estaba embarazada; a tío Ricardo y a mi padre también, porque eran diplomáticos, a pesar de lo cual ellos se prestaban a colaborar y se entrevistaban sin mayor problema con los oficiales que lo requirieran. Y con mi abuela Petra —que se hacía llamar Lala porque no le gustaba su nombre—, madre de la embarazada, que también venía con nosotros en este primer viaje, precisamente en previsión de un alumbramiento adelantado, nadie se metía. Para eso era una señora de edad, por más señas viuda de un franquista que cinco años atrás había entregado su vida ante las hordas rojas, si bien no en el frente, sino en barroca defensa del honor familiar. Aunque hay quien ha sostenido después que en realidad el abuelo Pepe murió a manos de un falangista, quiero pensar que una vez más las cosas fueron como yo las cuento y no como sostienen las malas lenguas. La muerte del cabeza de familia Puente tuvo lugar en San Sebastián, en el año 38, donde acudió para obligar a su hijo José Vicente a aceptar el reto de un anarquista que le había insultado y que le citó para dirimir las diferencias como se hacían las cosas entonces, con las armas. El hijo decidió que no recogería el guante de esa provocación, y el padre asumió la reparación de la honra de su apellido en el más rancio sentido calderoniano —el insulto, en cuestión, era «hijo de puta»—, y sin pensárselo se plantó en la capital vasca dispuesto a enfrentar al desclasado. Y resultó que el desclasado le clavó un puñal, le atravesó el hígado y lo mandó a mejor vida. También moriría en la guerra, por cierto, solo que fusilado, uno de los hermanos de mi padre, el tío Joaquín, y ese sí, con toda seguridad, a manos de los comunistas —que armados de tenazas le arrancaron sus muelas de oro— y en Santander.

Durante la detención del barco en Port Spain, la más larga de cuantas sufrimos, el pasaje no estaba autorizado a descender a tierra. Aquellas largas horas de espera mi madre las aprovechó para aprender los rudimentos del bridge , un juego en el que terminó convirtiéndose en una auténtica fiera, una vez que dio rienda suelta a sus cualidades más despiadadas.

Por fin salimos de Port Spain, a continuación, tocamos en Bahía, en Río y en Santos, donde subieron al barco una carga de plátanos con destino a Buenos Aires. Entre Santos y Montevideo, en el golfo de Santa Catalina, de aguas muy movidas, con marejada impresionante, nazco yo. Y donde toco tierra por vez primera es en Buenos Aires. Y al hilo del feliz suceso que es mi llegada a este mundo, no tengo más remedio, a riesgo de apuntalar una vez más las razones familiares de mi proverbial falta de juicio, que ofrecer otra posible explicación para esa confusión extraordinaria que rodea mi nacimiento. ¿No habré nacido en realidad en Santa Caterina, el célebre orfanato brasileño, donde la que dice ser mi madre quizá me ha comprado, después de que su feto muerto haya sido arrojado por la borda del Cabo de Hornos ?

2

El hijo del diplomático

No importa. Ya no importa. Ahora estoy aquí, en este Buenos Aires opulento donde mi familia pasará algo más de tres años, donde nacerán mis hermanas Paloma y Mónica y al que ilumina el brillo incipiente de una estrella en ascenso deslumbrante e imparable: Juan Domingo Perón. El tiempo, las imágenes y las personas se me desdibujan, pero en medio de esta película de trazos distorsionados rescato un recuerdo, quizá uno de los primeros de mi vida, seguramente aderezado por lo que otros hayan contado o lo que yo haya creído oír al respecto. Quién lo sabe. Tan leve es la memoria. Me veo en un parque de Palermo, un lugar idealizado donde a los niños nos llevan a jugar; allí pasamos las tardes entre ponis, criadas que nos cargan con paciencia y una naturaleza exuberante que nos da la vida. Me están dando la merienda. Una papilla que devoro con ganas. Tanto que no basta una sola cuchara que del cuenco se dirija a mi boca cargada de alimento con rítmica cadencia, la práctica habitual con otros de mi especie y condición: porque yo soy un niño ansioso. Mi hambre no se aplaca en ese gesto sencillo. Hacen falta dos cucharas y, sospecho, una gran habilidad para sobrellevar la situación, porque mientras una recoge el alimento y lo conduce a mi boca la otra apenas acaba de depositar una porción de la merienda entre mis labios, que, sin terminar de relamerse, se abren ávidos de nuevo para recibir la siguiente dosis. Si no me embuchan más papilla, todo es pataleta. Soy la avidez encarnada en el cuerpo de un bebé de incierta concepción. Y quien se encarga de alimentarme maneja las cucharas como las varillas de un tambor que redoblan alternativamente sin perder un solo instante. Lo peor es que, terminada mi ración, los ojos y las manos se me van veloces a la merienda ajena. Tenía yo entonces una manera salvaje de alimentarme, pero a pesar de eso siempre fui un niño muy delgado. Delgado, pero muy guapo.

Hay otra imagen de mi Buenos Aires niño: tiene que ver con Agustín de Foxá, el escritor, periodista y también diplomático, y sobre todo con Eduardo, Teddy , Sainz de Vicuña, miembro de una de las sagas de empresarios más prósperos de nuestro país —artífices de la introducción de la Coca-Cola en España—, a quien he de agradecer que me quitara el miedo a los hipopótamos. Porque ¿se puede vivir con miedo a los hipopótamos? Soy de la opinión de que los miedos, cuanto más lejos, mejor; eliminado tan tempranamente el que tuve al mamífero africano —que sospecho no sería el único de aquellos días—, creo que hoy ya no me quedan muchos. Imagino que el episodio podría haber sucedido más o menos como relataré a continuación. Me veo en el zoológico, al que acudía a menudo con mi padre. Nos acompañan sus dos amigos citados. Teddy, que se percata de que aquellos inmensos animales me aterran, me coge de la mano y juntos nos acercamos a la laguna donde chapotean aquellas moles.

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