Jimmy Giménez-Arnau - La vida jugada

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Irreverente y provocador, porque no entiendo otra forma de estar vivo, añado a los requisitos esenciales de la condición humana el rechazo absoluto a permitir que la rutina y la ordinariez de la costumbre se asomen a mis días. Salvaguardar el asombro, mantener alerta la curiosidad, explorar sin limitación todo cuanto aparezca ante los ojos y, si no se dan las circunstancias, salir corriendo y no mirar atrás han sido las motivaciones de mi viaje por el mundo.Así lo cuento para ustedes en estas páginas que hilvanan episodios y memoria; con ellas espero despertarles, al menos, la sonrisa. Porque el buen humor es siempre bálsamo adecuado para todo contratiempo y garantía de supervivencia cuando vienen mal dadas. Sin arrepentimientos ni innecesarias disculpas, verán que sigo apostando doble o nada por seguir vivo. Si gano, lo celebro; la otra opción queda descartada, pues siempre pensé que el que no arriesga es porque ya está muerto.Así que recuerden conmigo si lo desean, no renuncien a nada y deseen cuanto esté a su alcance. El truco está en no aburrirse nunca, que la vida es placer.

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Cuando me sofoca un entorno, invento lo que sea con tal de poder seguir disfrutando de la vida. Por eso, cuando me aburro, me voy.

Primera parte

I

Primeros pasos por el mundo

INTRO

Un recuerdo

Principios de los cincuenta, Seaford. Un pueblo pequeño entre Eastbourn y Brighton, condado de Sussex, Inglaterra. En el gimnasio del colegio Ladycross, donde llevo interno ya unos meses, los mismos que hace que no la veo, mi madre espera con aire cohibido y las piernas muy juntas. Viste con clase, lo propio en una mujer de su condición; esposa de diplomático, de profesión: sus caprichos. No sabe una palabra de inglés. En realidad, más que mostrar timidez, se diría que es la viva imagen de la inseguridad y el terror. Salta a la luz —así lo imagino— que no domina la situación. Una presencia diminuta perdida entre los más de cincuenta metros de longitud de aquella sala cuyas paredes se cubren de espalderas. Aquí y allá, barras asimétricas, colchonetas, anillas, plintos y cuerdas de nudos que cuelgan del techo y por las que ascendemos como macacos en celo en nuestra clase diaria de educación física.

Mi familia me ha enviado a este precioso rincón del litoral inglés para que me eduquen, porque he sido considerado, con total acierto, como el lector tendrá oportunidad de apreciar en breve, un salvaje. Lo soy. Lo era y, en cierta medida, lo sigo siendo hoy, aunque esa es otra historia. Volvamos a aquella mañana brumosa y feliz como casi todas las de aquellos días, porque he de aclarar que yo fui muy feliz entre los muros de aquella prestigiosa institución académica destinada a desbrozarme en idioma ajeno, idioma que, si en principio me resultó extraño, en poco tiempo llegué a considerar tan mío como el castellano. Gracias a que de pequeño viví siempre contento y libre, aún hoy es muy raro verme triste.

Mi madre me aguarda. Ya me han avisado de su visita. Han ido a buscarme al campo de rugby donde mis compañeros y yo practicamos el arte de atizarnos golpes una y otra vez, con constancia aprendida y eficacia indudablemente británica. Miss Elsey trata de llamar mi atención, quiere decirme algo; la he visto de reojo, pero no va a resultarle fácil arrancarme de allí. Aún soy muy pequeño, pero el deporte es mi pasión. Estoy disfrutando y quiero seguir haciéndolo. Finalmente, logra que me acerque y me anuncia la llegada de mi madre. Ahora sí, lo dejo todo y camino dócil y emocionado de su mano hacia el dormitorio. Van a prepararme de arriba abajo para el encuentro: ducha completa y frotando a fondo para quitarme el barro, ropa de domingo y el peine que penetra sin piedad en una maraña rebelde donde aún queda algún que otro pegote de tierra. Me han acicalado con esmero antes de mandarme a presencia materna.

Puedo imaginarme ese tiempo de espera al detalle. Truchy —Inés es su nombre, pero todo el mundo que conozco se dirige a mi madre por su apodo— fuma de manera compulsiva. Como siempre. Cada vez está más nerviosa, se levanta, pasea, se vuelve a sentar porque es consciente de que conviene esconder su completa falta de seguridad, la vergüenza que le genera su incapacidad para manejarse con soltura en según qué circunstancias. Pero no sabe cómo disimular el pánico que siente: a lo mejor nadie ha ido a llamar al pequeño salvaje, quizá se han olvidado de ella en el gym . Tal vez le han dado alguna indicación que, por supuesto, no ha comprendido. ¡Mierda de idioma!

El reloj sigue corriendo, hace ya casi una hora que está allí, en aquel gimnasio que ha recorrido a pie y con la imaginación al menos en una docena de ocasiones. Podría encender el siguiente Chester con el resto aún ardiente del anterior, si no fuera porque el ademán le impediría accionar, con el fin de alumbrar el pitillo de estreno, esa joya de mechero que es su Dunhill, regalo de mi padre, cuyo sonido todavía hoy escucho si cierro los ojos. El mechero de mi madre: elegante, sofisticado y frío al tacto. Como ella.

Se arregla el peinado, se coloca el lazo de la blusa, abre el bolso y extrae por enésima vez un espejo de carey. Se mira, se retoca, lo guarda… Los nervios destrozados.

Finalmente, la puerta de aquel gimnasio inmenso de mi infancia se abre. Veo a mi madre. Mi madre me ve. Se levanta. Me lanzo corriendo hacia ella. Mientras me aproximo sin parar de correr, casi soy capaz de saborear por adelantado el placer del abrazo inminente. Un segundo antes de llegar a tocarla siento el impacto de una tremenda bofetada sobre mi rostro. Me paro en seco. Tengo apenas siete años y el mundo se me acaba de caer encima. En ese mismo momento decido que esa señora ha dejado de ser mi madre. Ya no la quiero.

1

Dilemas de un feto en altamar

Nací a bordo del trasatlántico español Cabo de Hornos , un buque de la compañía Ibarra, cuando navegaba entre Santos y Montevideo. Latitud 29º-39’/S, longitud 49º-06’/O, viento SW/5. Por eso soy naonato. Da fe mi DNI, que reza «Alta mar» y añade en línea inferior: «Buenos Aires». Mera convención esto último, porque de respetar la ley del derecho marítimo que explica que el pabellón de un barco rige la mercancía, habría que concluir que yo, como mercancía venida al mundo en plena navegación, soy español. Si me apuran, bilbaíno, pues en los astilleros de Bilbao se construyó el Cabo de Hornos , que, no obstante, recibió bautismo en Sevilla.

Desde aquella marejada no he parado de moverme. Fui parido el 14 de septiembre de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando británicos y estadounidenses liberaron Sicilia, e Italia, con tal de zafarse del fascismo, cambió de frente y dejó en la estacada a sus colegas del Tercer Reich.

Nadie me preguntó si quería nacer; a un feto en altamar no se le tiene en consideración. Quien dijo ser mi madre y juró haberme parido en el camarote 124 de primera clase tampoco tuvo la suerte de apretarme contra su pecho. En el pasar de los años deduje o supe que la desdichada, debido a un océano muy embravecido, parió un feto cadáver, un niño muerto, que nada tendría que ver conmigo, pues yo nací vivo y coleando en la bodega donde se hacinaba el pasaje de tercera. Volveré más adelante sobre un episodio que en buena parte es responsable de esa insania secular que algunos miembros de la familia siempre me han atribuido y que responde, según ellos, a una imaginación calenturienta, cruel y desbordada.

Antes de venir al mundo, como siendo feto hay poco que hacer, con tal de no aburrirme me dediqué a escuchar cuanto ocurría en el exterior del vientre de mi madre. Dejemos para más adelante resolver su filiación, noble o plebeya, y asumamos que las cosas fueron como dicen que fueron: que me parió la jovencísima esposa de un diplomático en ruta a su primer destino y no una vicetiple a la que mi padre se habría ventilado en un descuido de soltero, nueve meses antes, entre humedades de camastros no tan refinados como aquel camarote 124.

La relación de mis padres había surgido en Roma, ciudad donde ella estudiaba. Seamos doblemente indulgentes: por un lado, dando por aceptado y sin volver al asunto, de momento, que, en efecto, se trata de mi madre, y, por otro, concediendo el calificativo de «estudios» a una somera formación que proporcionaba un asomo de cultura y una pátina de viajadas a las niñas bien de la época. Un bachillerato en las Irlandesas y poco más… En la capital italiana, mi padre, técnico comercial, actuaba como tutor de aquella joven caprichosa y voluble que, además de juventud, lo tenía todo en la vida. El padre de mi madre, el abuelo José Puente, que adoraba a su hija, había sido un opulento empresario —pues para cuando la niña estaba en Roma ya estaba muerto— que desde su fábrica madrileña, situada entonces en lo que luego sería El Corte Inglés del paseo de la Castellana, surtiría de somieres y camas a todo el territorio nacional. Con una producción que llegaría a ser floreciente, aquel futuro solo se truncaría tiempo después cuando las circunstancias, en concreto la incapacidad de los varones de la familia, pusieran punto final a un negocio saneado y más que prometedor. Los Puente conocían a los Giménez-Arnau, mi familia paterna, más que respetable, aunque no tan prometedora en lo económico, que había hallado en el riguroso mundo del derecho y la notaría casi su segundo apellido. En virtud de esta amistad mi padre fue encargado de vigilar de cerca los pasos de aquella joven promesa de frivolidad que era mi madre, en calidad de tutor.

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