Pocas veces se menciona en el Evangelio a Cristo irritado. No le pasa desapercibido a san Francisco. En el capítulo V del texto aludido se señala: «Guárdense todos los frailes, así ministros y siervos como los otros, que no se turben y enojen por el pecado o mal ejemplo de otro, que eso quiere el demonio, con el pecado de uno dañar a muchos; mas, espiritualmente como pudieren, ayuden al que pecó, porque ‘no ha menester médico el sano mas el enfermo’». (Mateo, IX, 12). En el capítulo IX se incide en la austeridad, tan bienquista por Jesucristo: «Todos los frailes procuren seguir la humildad y pobreza de Nuestro Señor Jesucristo y acuérdense de que ninguna otra cosa nos es necesaria de todo el mundo, sino que, como dice el Apóstol, teniendo qué comer y con qué cubrirnos, con esto nos contentemos (I Timoteo, VI, 8)».
Asumir las correcciones es otro reto. Lo plasma el de Asís: «Bienaventurado el siervo que sufre con tanta paciencia la enseñanza, acusación y corrección de otro como si él mismo se la hiciera». En otro lugar: «Quien tiene poder de mandar y es tenido como mayor procure hacerse menor y siervo de los demás hermanos y use de tanta misericordia para con cada uno de sus súbditos, cuanta él quisiera que usasen los otros con él si fuese súbdito. Por la falta de un hermano no se irrite contra él, sino amonéstele benignamente y súfrale con toda paciencia y humildad (…). Nunca debemos desear sobresalir entre los otros; al contrario, procuremos con empeño ser siervos y estar sujetos a toda criatura humana por amor de Dios».
Esta es la descripción de un CEO realizada por Tomás de Celano (1200-1260) sobre san Francisco, y que cuadra a la letra con el prototipo que hubiera deseado el nacido en Belén: «Debe ser de vida austerísima, de gran discreción, de fama intachable. Un hombre que carezca de amistades particulares, a fin de que, amando más a este que a aquel, no produzca escándalo en la colectividad (…). Debe estar en público a disposición de todos, para responderles y proveerles con mansedumbre. Debe ser un hombre que no haga aborrecibles distinciones y acepción de personas, que tenga igual cuidado de los pequeños y sencillos que de los mayores y sabios. Un hombre que, aunque le sea concedido aventajar a los demás en ciencias, destaque más por la mayor sencillez en las costumbres y por el adorno de las virtudes. Un hombre que abomine el dinero, nefanda corruptela de nuestra profesión y perfección; cabeza de una orden pobre, que dando ejemplo a los demás en qué imitar jamás abuse del dinero (...). Un hombre que consuele a los afligidos, siendo el último refugio para los atribulados, no sea que, si en él falta el remedio, para recobrar la salud no acometa a los débiles la enfermedad de la desesperación. Para reducir a mansedumbre a los protervos, humíllese a sí mismo, ceda algo de su derecho a fin de ganar el alma para Cristo».
Humildad que algunos más cercanos a nosotros en el tiempo, como san Juan Pablo II, asumieron en plenitud. Predicaba el día de su elección: «¡Alabado sea Jesucristo! Queridísimos hermanos y hermanas, todavía estamos afligidos después de la muerte de nuestro amadísimo papa Juan Pablo I. Y ahora los eminentísimos cardenales han llamado a un nuevo obispo de Roma. Le han llamado de un país lejano, pero siempre tan cerca por medio de la comunicación en la fe y la tradición cristianas. No sé si puedo explicarme bien en vuestra… nuestra lengua italiana. Si cometo un error, vosotros me corregiréis. Y así me presento ante vosotros para confesar nuestra fe común, nuestra esperanza, nuestra confianza en la Madre de Cristo y de la Iglesia, y también para empezar a andar de nuevo por este camino de la historia y de la Iglesia, con la ayuda de Dios y con la ayuda de los hombres». Fue el fecundo pontificado del diálogo con el islam, de la reconciliación con el pueblo judío, la entrada expansiva del cristianismo en el tercer milenio o la caída del comunismo.
La predicación de Jesucristo sigue manifestándose en múltiples modos a lo largo y ancho del planeta. Quienes gozan de la fe saben que es el Hijo de Dios. Los carentes de esa luz lo vislumbran como un sabio que exteriorizó la más sublime antropología para un mundo ahíto de complejidades. Su figura ofrece consuelo y esperanza. Imaginemos el poder de sus bizarras palabras en un entorno donde la existencia era generalmente corta y cruel. Alguien habla por y para quienes no tienen voz, les hace valiosos solo por existir, diferenciándolos como individuos y convirtiéndolos en parte de una valiosa comunidad. Y paga el más alto precio por ello. Su paradigma es tan poderoso e inagotable que sigue influyendo en individuos que no creen en su divinidad. Es un mensaje que no caduca. Atañe a lo que somos.
Jesucristo conocía la escritura –durante la petición de la lapidación de la adúltera consigna en la arena algo que borra (Juan VIII, 1-11.)–, pero no redactó sus hechos. Los apóstoles universalizan su mensaje. Plasmaron el mensaje por escrito, en una sociedad donde aún pervivía la oralidad por los incontables analfabetos y por cuyas trochas, como hoy, deambulaban demasiados iluminados.
Ha sido inaugurada una historia apasionante en cuyos hontanares vamos a aprender. San Pablo, tras su conversión es el mejor director comercial que cualquier organización podría apetecer. Recorre el mundo notificando su tránsito de perseguidor a predicador.
Algunas enseñanzas
El ejemplo habla más alto que ningún discurso
Una vida modélica arrastra a la munificencia
El coach escucha antes de hablar. Evita ser dicharachero
Las personas son lo primero
Proponer retos no implica prometer utopías
Una antropología adecuada es un mapa esencial para acertar en las decisiones
Cuando un modelo es bueno, aunque se denigre lo que no gusta se acaba por imitar
Las normativas precisas han de ser aplicadas en función del bien de los individuos
Las organizaciones son para las personas, no las personas para las organizaciones
La verdad de las propuestas del fundador de la fe de la Iglesia se ha manifestado de múltiples maneras a lo largo de los siglos y resulta indecente pretender que la proposición específica de uno de sus seguidores sea única, exclusiva y superior
La audacia del pionero
San Pacomio (287-346)
San Pacomio. Fuente: Wikimedia Commons.
Pacomio, nacido en el 287 en Egipto, comenzó su experiencia profesional como militar en el Ejército de Magencio. Con ocasión de un viaje a Alejandría se convirtió al cristianismo. Viviría como ermitaño. Innovó con una regla bajo la cual se regirían sus prosélitos, monjes que subsistirían gracias al trabajo. Pacomio es el pionero del lema ora et labora de san Benito. En su tiempo, como en todos, algunos asumían costumbres heteróclitas para los amantes de lo instituido. Fue el caso de san Simón, denominado el Estilita, que sobrevivió largos meses encaramado en una columna (stilos: pilastra en latín) a la que le portaban alimentos.
En el anhelo de llegar al Ser Supremo, la vida solitaria y la cenobítica no siempre han establecido clarísimas líneas rojas. En Egipto, al igual que en otros enclaves del Norte de África, a partir del siglo III se dieron dos alternativas con características no definitivamente perfiladas. Debatir, como en ocasiones se ha hecho, sobre cuál de las opciones es más perfecta resulta una perogrullada. Como la hermenéutica –ahora conocida como post verdad– lo justifica todo, algunos juzgarán que la vida cenobítica era mejor para los principiantes y la eremítica para los avanzados. Otros, al revés. Lo relevante es que cada persona encuentre su lugar en el ciclo de la vida, personal y profesional, y también en su camino hacia Dios.
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