1 ...7 8 9 11 12 13 ...37 Muchos, de forma más o menos explícita, se inspirarán en las propuestas de estos pioneros.
Algunas enseñanzas
Ni las personas ni las organizaciones son lineales
Hablan más alto las acciones que las palabras
Las líneas rojas entre proyectos no son inalterables
Lo único relevante es que cada uno encuentre su lugar en el ciclo de la vida
Los objetivos y los medios van descubriéndose progresivamente
Toda iniciativa establece diferencias específicas para su imagen de marca
La jerarquía es imprescindible. Alguien tiene que decidir en última instancia
Tomar precauciones para evitar errores no implica desconfianza sino sentido común
Llegar a deshora es una apreciable carencia comportamental
Los filtros de incorporación han de ser meticulosos
La verdad tiene un precio
San Juan Crisóstomo (347-407)
San Juan Crisóstomo y Santos, de Sebastiano del Piombo, 1509. Fuente: Attilios.
La situación económica de su madre, Anthusa, permitió a Juan codearse con lo más granado de la clase pudiente, asistiendo a los mejores centros de formación y educándose en gramática latina y griega, declamación, escritura, filosofía, cálculo, historia natural y medicina. Deslumbró en latín, siríaco y griego. Esto último enorgullecía a su progenitora, de antecesores helenos. Aprendió desde joven a manejar la diversidad como realidad connatural, tal como aconsejaría en el siglo XX Roosevelt Thomas Jr. en From affirmative action to affirming diversity.
Juan vio la luz en torno al 347 en Antioquía, segunda ciudad de Oriente tras Constantinopla. Contaba entonces con ciento cincuenta mil habitantes, la mayoría cristianos. Entre ellos Anthusa. Estudió con Diodoro de Tarso (+390), uno de los más doctos profesores de Teología, quien lo encauzó hacia la fe cuando contaba veinte años. Juan sería bautizado por el obispo Melecio el Sábado Santo del 367. Recordaría con agradecimiento a Libanios, catedrático de Oratoria en Antioquía, por las técnicas que le transmitió, aunque Crisóstomo mencionaba con rachas de desánimo su increencia.
Secundus, el progenitor, era de origen latino y había desarrollado una rutilante carrera militar culminada como general de Caballería. Dirigía las tropas imperiales en Siria. Juan aspiraba a desenvolverse como abogado, pero al palpar el sórdido ambiente que imperaba en esa profesión optó por convertirse en ermitaño según la regla de Pacomio. Como tal viviría hasta que en el 378 regresó a Antioquía por problemas de salud derivados del inclemente estilo de vida. Un trienio más tarde, en el 381, recibió la ordenación de diácono y en el 386 llegó al sacerdocio. Comenzó a ser conocido como Juan de Antioquía. Más adelante, y como consecuencia de su pericia oratoria, le calificarían como «el Crisóstomo» (boca de oro, en griego).
Aspiraba al recogimiento, pero fue ensalzado contra su criterio como patriarca de Constantinopla en el 389. Se habían confabulado los obispos, el emperador y algunos fieles, aunque no todos con idéntico entusiasmo. Se cumpliría el principio universal de que nunca escasean los contratiempos. Sin ellos no se precisan soluciones. Y sin estas no sería imperioso implementar energías para encontrar salidas. Por paradójico que parezca, ¡vivan las complejidades! No existen organizaciones sin enredos. Si una cree que no las tiene, está muerta. Toda vida es, en mayor o menor medida, conflicto.
Juan fue consagrado por el patriarca de Alejandría, Teófilo, quien, pese a las apariencias, cebaba rencor contra el presbítero ascendido. Nectario, predecesor en el cargo que ahora ocuparía Juan, no había sido ejemplar. Y Eudoxia, la emperatriz, hacinaba dilatada impudicia. La predicación del recién coronado provocó que los fieles abandonasen a mansalva la asistencia a los esparcimientos con la consiguiente repercusión negativa en la recaudación. Su predisposición para erigir hospitales, entregar limosna a los necesitados y promover la elevación del nivel cultural y ético del clero resonaron como guantazos para quienes hozaban en el lenocinio.
Sermoneaba sin pelos en la lengua. Se comprende que los poderosos, seglares o eclesiásticos, acusaran los incisivos dardos: «La Iglesia de Dios no se diferencia nada de los hombres del mundo. ¿No habéis oído que los apóstoles se negaron a administrar el dinero recogido sin trabajo alguno? Ahora nuestros obispos andan más metidos en preocupaciones que los tutores, los administradores y los tenderos. Su preocupación única debiera ser vuestras almas y vuestros intereses, y ahora se rompen la cabeza por los mismos asuntos que los recaudadores, los agentes del fisco, los contadores y los despenseros. No lo digo por ganas de lamentarme, sino porque se ponga algún remedio». Si los sacerdotes se preocupaban de las realidades temporales, ¿quién lo haría de los derechos de Dios? Algunos obispos y sacerdotes –demonizaba– se centraban en lo material. Sus predicaciones hacían rechinar dientes: «Debemos imitar a Dios en su comportamiento con la Iglesia a la que no abandona. Portémonos nosotros así con el cónyuge». Añadía que si el hombre vive con templanza tendrá a su esposa por la realidad más amable del mundo, la mirará con afecto y procurará la concordia. Con paz y armonía los bienes se multiplicarían en el hogar.
Delataba gráficamente el efecto afrodisíaco del poder: «Quien goza de autoridad es como quien tuviera que vivir en compañía de una muchacha joven y hermosa con orden de no mirarla jamás con ojos lascivos. Tal es la autoridad. Por eso a muchos les ha precipitado a la soberbia, los ha incitado a la ira, les ha hecho soltar el freno de la lengua, les ha abierto la puerta de la boca». Incitaba al cambio efectivo: «No son palmoteos lo que necesito. Solo una cosa quiero: que cumpláis lo que os digo. Este es mi mejor aplauso. No estáis aquí en ningún teatro, no os habéis sentado para ver la representación de una tragedia y contentaros con palmear». Las ínfulas parasitarias denunciadas por Juan Crisóstomo se encuentran en los cimientos de una cuestión reiteradamente planteada: ¿Cómo algunos sacerdotes o religiosos, intermediarios entre Dios y los hombres, cuando disparatan se conviertan en gañanes de la peor calaña, tremebundos ceporros de izquierdas o de derechas, nacionalistas viscerales, con ojeriza a cualquier sistema racional? La respuesta antropológica es sencilla. Al perder la referencia del Sumo Hacedor tienden a ocupar su solio. Antes perdonaban los pecados en nombre del Creador, luego lo suplantan y se atribuyen la capacidad de decidir quién ha de vivir o no, y en su caso cómo ha de hacerlo. Eso explica que parte de los grupúsculos terroristas de larga carrera asesina como Sendero Luminoso (Perú), las Brigadas Rojas (Italia), las FARC (Colombia) o la ETA (sicarios en el País Vasco, en España) estuviese formada por ex-curas, ex-religiosos o ex-seminaristas.
Corría el 403 cuando Eudoxia y Teófilo aglutinaron fuerzas para expulsar al Crisóstomo. Convocaron un sínodo en Calcedonia al que asistieron cuatro decenas de obispos de diócesis orientales. Juan había sido advertido sobre las inicuas maniobras de aquellas personas y no asistió. Juzgó que su mansedumbre era fortaleza.
Los tres puntos en los que cuajó la querella fueron un presunto apoyo a la herejía origenista (que afirma que las almas son eternas, previas y no creadas), permitir comer en las iglesias y difamar a la emperatriz por su mal comportamiento. El emperador Arcadio dio por buenos los chivatazos y lo destituyó del patriarcado de Constantinopla, exiliándolo a Bitinia, en las proximidades de Antioquía. ¿De dónde procedían las embestidas? «A esta nave de la Iglesia la combaten también de todos los lados tormentas continuas –desovilló–. Tormentas, por cierto, que no se desencadenan solo de fuera, sino que se levantan también dentro de ella. De ahí la necesidad de gran condescendencia a la vez que no menos diligencia y rigor. Y todo ello mirando a un mismo blanco: la gloria de Dios y la edificación de la Iglesia».
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