Clemente Romano (35-97), que llegó a conocer a los apóstoles y fue tercer sucesor de Pedro, escribió en el año 96 una carta a los de Corinto para hacerles entrar en razón en torno a desacuerdos con las autoridades. Lo hacía perentoriamente, consciente de su jurisdicción. Fue aceptado su criterio. Igual sucedió con Víctor I (189-199), Esteban I (200-257) o Dionisio (+268). Gelasio I (492-496) ejercía pacíficamente autoridad judicial y jurisdiccional. Se afirmó entonces que el romano pontífice no podía ser juzgado por nadie: prima sedes a nemine iudicatur; nadie puede juzgar a la sede primacial de Pedro, al papa, a la Santa Sede.
Diógenes Laercio (180-240) aseguraba en defensa de los cristianos: «Son de carne, pero no actúan según la carne». Ojalá hubiera sido siempre así, porque habrían sido menos los problemas que sucesivamente tendrían que afrontar. Contradicciones surgieron desde los inicios. Lo expresaba el tunecino obispo de Cartago, san Cipriano (210-258), al detallar que algunos obispos se habían convertido en administradores de grandes haciendas. Pablo de Samosata (+272), luego hereje, siendo aún obispo vivía de forma mundana. Por comportamientos como el suyo, el Concilio de Elvira notificó excesos que debían ser evitados. Las incomprensiones se multiplican a lo largo de los más de veinte siglos que vamos a destilar, también, aunque no solo, porque no hay vidas lineales, ni siquiera en dirigentes que creen en la vida futura. Sin ir más lejos, Constantino (272-337) ordenó asesinar a su hijo Crispo y a su esposa Fausta. Irascible, trataba con formas nada cabales a sus subordinados. A la vez era hombre de Estado que favoreció la libertad de la Iglesia tras las persecuciones promovidas por emperadores previos. Rara vez algo humano es rectilíneo, más bien suele adoptar forma de rizoma.
En innumerables ocasiones se ha empleado con desfachatez la calumnia o las medias verdades, que son en realidad falsedades, para lacerar la imagen de la Iglesia. Prisciliano (+385) no fue condenado a muerte por herejía, sino por el delito de maleficio y prácticas de magia, rigurosamente hostigado por las leyes romanas. Ni la Iglesia le condenó por hereje. ¡Tanto san Martín de Tours como san Ambrosio protestaron por su condena! El responsable de aquellas actuaciones fue el gobierno de Magno Clemente Máximo.
En medio de las contradicciones brillan quienes han superado indecibles dificultades, como Dídimo el Ciego (+398). Nacido en Alejandría quedó invidente con cuatro años. A base de intrepidez llegó a ser intelectual de referencia. La causa de numerosos yerros se encuentra en la impericia tanto de directivos como de fieles, deficiencia que la Iglesia intentó paliar con la erección de escuelas catedralicias y monásticas. Pasma que, en el 802, en Aquisgrán se especifique que los ordenandos debían conocer al menos los salmos del Breviario, el Credo y el Padrenuestro, y saber explicarlo mínimamente. Además, debían estar en condiciones de aplicar el ritual de los sacramentos.
San Felipe Neri predicó en el siglo XVI que para cambiar el mundo le bastarían cincuenta jóvenes castos y cincuenta adultos no avariciosos, casi un imposible. Y subrayo ese casi porque, década tras década, proyecto tras proyecto, a lo largo de los siglos se han buscado perfiles de líderes de fuste capaces de mejorar a la humanidad. En medio de ejemplos heroicos y vidas inconsistentes, la Iglesia ha sabido reinventarse de forma ininterrumpida. Así, para luchar contra la usura surgieron en Italia en el siglo XV los Montes de Piedad. También en España hubo quienes procuraron encontrar solución a esa lacra. La primera iniciativa fue promovida por fray Ludovico de Camerino en las Marcas, en 1428. En Castilla es paradigmática la iniciativa de las Arcas de Limosnas establecidas en 1432 por el conde de Haro en templos parroquiales de su territorio bajo inspiración franciscana. También en Italia, de 1462 a 1496 se fundaron casi cien Montes de Piedad. Uno de los más eficaces promotores fue el franciscano, luego beato, Bernardino de Feltre (1439-94). El cardenal Cisneros promovió la creación en Castilla de pósitos –almacenes para el aprovisionamiento de la población–, comenzando por Toledo y Alcalá de Henares. En sus primicias, solo por excepción gestionaban préstamos. Con el paso del tiempo se abrirían a esa actividad. El crédito era habitualmente sin interés. De haberlo era irrisorio. Se empleaban con frecuencia prendas o garantías. El fin social prevalecía sobre los beneficios económicos.
Sobre cómo elegir al CEO, la evolución fue profunda, desde la aclamación a la elección en el colegio cardenalicio. También fue cambiando la composición de este. Gregorio X, fallecido de fiebres en 1276, dejó establecida la norma Ubi periculum, en la que se impone el cónclave. Los cardenales serían encerrados bajo llave, incomunicados del mundo exterior. Si se demoraban se les iría dosificando el alimento para estimular la decisión.
En casi todos los temas se han alternado idas y venidas. El II Concilio de Lyon (1274) estableció la disolución de las órdenes ulteriores al Concilio IV de Letrán, a excepción de franciscanos y dominicos. Carmelitas y agustinos, que deberían haber desaparecido, fueron indultados. Luego se abrirá la mano a otros. En esos años, el laico había cedido el puesto al clérigo; el yermo, al convento; la soledad, a la ciudad; y una devoción sencilla al apostolado y al estudio.
Casi toda institución católica se ha identificado con el colegio apostólico pregonando que ellos sí que vivían como los primeros cristianos. En Roma se cobijó, en 1653, la Escuela de Cristo, congregación de sacerdotes y laicos españoles que aspiraban a la santidad a través del cumplimento de los deberes de su estado, la práctica de la oración mental, la mortificación, la fraternidad y la devoción a la Virgen. El padre Eugenio de San Nicolás (1617-1677) sería el propagador de esta asociación desde los conventos recoletos de Toledo y Trujillo. El padre Poveda retomaba idéntica idea el 13 de diciembre de 1932: «¿Sabéis con quién está entroncada nuestra institución? Con la más antigua, con los primeros cristianos (…); nuestra primitiva raíz fueron los primeros cristianos (…) que en razón del tiempo, ni tenían hábito, ni grandes viviendas, ni numerosas comunidades».
Siempre ha estado presente la necesidad de evolución, especialmente en períodos de acerada incertidumbre. Entre otros, Gregorio VII (1073-1085) había centrado el énfasis en la renovación de la Iglesia con ocasión del conflicto de las investiduras. Lo haría igualmente Inocencio III a través de los concilios de París (1212) y IV de Letrán (1215). También el Concilio de Viena (1311), aunque quedó desnortado por la injusta disolución de los templarios promovida por Felipe IV el Hermoso. En Constanza (1414-1418) volvió a plantearse para extinguir el Cisma de Occidente. También el Concilio de Basilea (1431), aunque no se llevaron a la práctica las decisiones. Trento (1545-1563), ante la amenaza de la mal llamada Reforma luterana, supondría un relevante impulso para esa transformación constante, como de otro modo lo sería siglos más tarde el Concilio Vaticano II.
No han faltado situaciones peculiares. Calixto nació en Roma en el 155 d. C. y fue esclavo de un cristiano de nombre Marco Aurelio Carpoforo. Fungió de banquero, aceptando depósitos de cristianos y asumiendo operaciones arriesgadas, culminadas en chasco. Su amo le perdonó a solicitud de los propios fieles estafados. Condenado a trabajos forzados en las minas de Cerdeña huyó gracias a la ayuda de una cristiana llamada Marcia, con la que se magreaba el emperador Cómodo. Ya libre, tres décadas más tarde fue elegido papa en el año 217 con el nombre de Calixto I. Fue el número XVII. Falleció mártir al ser lanzado a un pozo en una revuelta popular el 14 de octubre de 222.
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