Javier Fernández Aguado - 2000 años liderando equipos

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Términos como interim management, balance scorecard, mapa de talento, descripción de puestos, unicornios, coaching, mentoring, entornos VUCA, océanos azules, feed back 360º, assessment, gestión de millennials… son expresiones habituales en el entorno de las organizaciones que se utilizan como si se tratase de novedades revolucionarias.En
2000 años liderando equipos se detalla como esas y muchas otras metodologías vienen siendo implementadas durante siglos y cuáles son las enseñanzas más útiles para las organizaciones contemporáneas que podemos extraer del modelo de management más exitoso de la Historia: el de múltiples organizaciones de la Iglesia católica y muchos de sus grandes padres fundadores.El mejor modo de diseñar organizaciones de éxito es conocer y analizar qué aciertos y errores cometieron quienes nos han precedido. En este libro se acumulan innumerables aprendizajes procedentes de dos milenios de experiencias organizativas y directivas. Es la primera vez que los principales papas y organizaciones católicas son analizados desde el punto de vista del management en un sorprendente libro.

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Este libro puede interesar tanto a quienes dirigen como a quienes son gobernados en cualquier organización financiera, mercantil, política, pública, no lucrativa y, ¿por qué no?, religiosa. Las claves son en buena medida las mismas, ya que trabajan con la misma materia: el ser humano. En las que hacen referencia a Dios la dificultad se incrementa. No se trata solo de pilotar equipos para un fin colectivo, sino que han de añadirse el respeto y preocupación por la evolución espiritual de los implicados. Ese anhelo de trascendencia ha sido imitado torticeramente por otras organizaciones que aspiran a la eternidad, ya fueran el Reich de los mil años o el Paraíso en la Tierra que proponía el comunismo. Sin olvidar que, como veremos reiteradamente, más allá de normas, leyes, reglamentos, constituciones, vademécums, praxis… lo que más motiva es el ejemplo.

Que son precisos directivos preparados lo explicaba santa Teresa de Jesús en una misiva del año 1563 al padre García de Toledo: «Deseo grandísimo (…) siento en mí de que tenga Dios personas que con radical desasimiento le sirvan (…); que como veo las grandes necesidades de la Iglesia (…), que me parece cosa de burla tener por otra cosa pena, y así no hago sino encomendarlos a Dios, porque veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con fervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza» (Relaciones espirituales, rel. 3, n. 7).

Quienes pertenezcan a la Iglesia de forma diocesana o a través de cualquiera de sus múltiples organizaciones comprenderán de manera especial la reflexión de Rahner: «Si hubiera solo un adoctrinamiento sobre Dios hecho desde fuera, igual que me cuentan que existe Australia, yo, a fin de cuentas, hoy no podría ser cristiano. Tengo que tener que ver con Dios, desde dentro, desde el centro de mi existencia; y debo obrar de forma que esta interioridad penetre cada vez más mi vida. En otras palabras –que corren el riesgo de resonar demasiado patéticas– se podría decir: ‘Hoy, si no se es místico, no se puede ser tampoco cristiano’» (Rahner, Confesare la fede).

Esta investigación, repito, puede atraer también a no creyentes. En el caso de Europa la historia de la Iglesia se encuentra engarzada en lo que somos, desde nuestros valores hasta la creación de las naciones históricas. Aunque, en sentido estricto, el increyente absoluto no existe, porque, como ironizaba Chesterton, quien no cree en Dios, al margen de una Iglesia específica, no es para no creer en nada, sino para creer en cualquier cosa. Sin Dios, la criatura deambula perdida, no logra entender quién es. Jesucristo lo explicitó: «Sin mí no podéis hacer nada».

La historia de la Iglesia se halla repleta de ejemplos de personas comprometidas, como las que Marc Raibert anhela para su Boston Dynamics en pleno siglo XXI. A la vez, zangolotean personajes o colectivos deleznables, que producen rechazo a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Estos no han captado en su correcto sentido la expresión de Raibert cuando señalaba que el éxito de su empresa consistía en aplicar el principio build it, break it, fix it (constrúyelo, rómpelo y arréglalo). Si existe buena disposición, los errores sirven para seguir avanzando. Pablo VI resumía la historia de la humanidad en dos palabras: miseria y misericordia, miseria del hombre y misericordia de Dios. La Iglesia, tantas veces al borde del colapso parcial o global, ha mostrado una resiliencia inigualable, gracias a esa necesidad espiritual que se antoja inagotable en el ser humano. Alguien con sentido del humor, cuando falleció el chalado autor alemán que había proclamado «Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche», punzó: «Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios». Quizá un héroe ciclópeo como Juan Pablo II (1920-2005) tenía en el trasfondo de su pensamiento esas reflexiones cuando se preguntaba retóricamente ante miles de jóvenes chilenos: «¿Es posible construir un mundo sin Dios?; ¡Sí!, pero solo haciéndolo contra el hombre».

San Juan XXIII escribió en Mater et Magistra algo que podría haber sido refrendado por cualquiera de los responsables de organizaciones de la Iglesia en cualquier momento histórico: «Nuestra época es recorrida y penetrada por errores radicales, está angustiada, removida por desórdenes profundos; es, sin embargo, una época en la que se abre al impulso de la Iglesia una posibilidad inmensa de fe». Anticipando turbulencias tras el Concilio Vaticano II por él convocado, añadía algo también universalmente válido: «No escuchemos a los pájaros de mal agüero. No vamos a tener miedo. El miedo no puede venir más que de una falta de fe». Pueden observarse los paralelismos con estas reflexiones de Rodolfo Glaber (980-1047) a comienzos del siglo XI: «Mientras la irreligiosidad aumenta en el clero, así también crecen en el pueblo los deseos procaces e incontenibles. Después, las argucias y mentiras, los fraudes y homicidios contagiaron a casi todos, arrastrándolos a la perdición. Puesto que las tinieblas de la ceguera han invadido de la peor manera el ojo de la fe católica, es decir los más elevados cargos de la Iglesia, por eso su pueblo, que desconoce el camino de la salvación, se lanza hacia el desastre de su perdición. Con razón sucede que los mismos prelados son abatidos por aquellos a quienes debieron tener sometidos y ven que se rebelan aquellos a quienes desviaron del camino de la justicia con su ejemplo. Y no es extraño además si, al encontrarse en ciertas situaciones difíciles, no son escuchados mientras gritan, puesto que ellos a causa del exceso de avaricia se cerraron a sí mismos la puerta a la misericordia (…). Cada vez que deja de existir la religiosidad de los pontífices y se flexibiliza el rigor en la observancia de las reglas por parte de los abades, y al mismo tiempo se debilita la disciplina de los monasterios, y, siguiendo su ejemplo, el resto del pueblo se vuelve transgresor de los mandamientos de Dios, ¿qué otra cosa queda excepto que todo el género humano al mismo tiempo, por su voluntad de perdición, se lance al antiguo precipicio y al caos?».

La vida es componer rompecabezas. Propuestas de reforma, de cambio de estilo de dirección, de renovación de la cultura organizativa, de gestión del compromiso, de aprovechamiento del tiempo y muchas otras cuestiones desfilan en las siguientes páginas. Todas esas aportaciones son fácilmente aplicables. Cuánta sabiduría referente, por ejemplo, a la gestión del tiempo muestra santa Teresita de Lisieux cuando afirma: «No sufro sino de instante en instante. Es porque se piensa en el pasado y en el porvenir por lo que uno se desalienta y desespera».

Más clichés absurdos: una supuesta estructura asamblearia. Desde el principio se explicitó un sistema jerárquico. San Ignacio de Antioquía (35-108) enardecía a los fieles para que se mantuviesen leales a los obispos y daba por ejercidos tres niveles: obispos, presbíteros y diáconos. A mediados del siglo II hay obispos «monárquicos» al frente de numerosas Iglesias, tanto en Roma como en Antioquía, Alejandría, Esmirna, Éfeso, Corinto, Lyon o Atenas. En algunos lugares se estableció un colegio de presbíteros, a imagen de los consejos de ancianos del pueblo judío, pero en cuanto fue posible se sustituyó por prelados.

Los obispos eran seleccionados por los jerarcas de las diócesis colindantes. En los concilios de Arlés (314) y de Nicea (325) se especificó que en la elección debían participar al menos tres candidatos y recabar la explícita aprobación del metropolitano. Dentro del proceso organizativo inicial se definieron fórmulas para la admisión a las órdenes. Se excluía a los casados en segundas nupcias, a los neófitos, los epilépticos, los locos, los eunucos voluntarios o los reos de crímenes.

Para la cobertura de las necesidades económicas de quienes iban a gobernar y a servir a los demás con la administración de sacramentos, pronto detalló la política fiscal de los diezmos. Se estableció también la delegación en los denominados obispos de campaña o auxiliares, en la actualidad conocidos como vicarios. Ejercían específicas funciones episcopales como conferir órdenes menores o administrar la confirmación. Cada diócesis quedaba ligada a una sede más importante, la metropolitana, y así fueron constituyéndose provincias eclesiásticas.

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