Tras la parca llegan las disparatadas zalemas sobre fundadores y dirigentes. Se dan en vida para ganar el favor, y tras el fallecimiento, para consolidar el valor del designio. Pedro el Venerable proclamaría con palmario encarecimiento sobre Mayolo: «Aun después de los sesenta y dos años que han transcurrido desde su muerte, resplandece tanto por la gracia de sus milagros que, tras la Santísima Virgen, no ha habido entre los santos de Europa quien le iguale en esta clase de obras».
A Mayolo le sucedió el talentoso san Odilón (994-1049), el consolidador. Fue promotor de «la Tregua de Dios», que imponía que no hubiera acciones militares desde la tarde del viernes hasta el lunes por la mañana. Tampoco desde el comienzo del Adviento hasta la octava de la Epifanía, y desde septuagésima hasta la octava de Pascua. Vendió bienes de la Iglesia para ayudar a los pobres. «Si me he de condenar, prefiero serlo por exceso de misericordia que por exceso de severidad», resumió su proceder. Murió en Souvigny en el 1048.

Fresco del funeral de san Odilón de Jan Henryk Rosen en la catedral de la Asunción de María en Lviv, Ucrania. Fotografía: Tetiana Malynych, Shutterstock.com
San Hugo sucedió a Odilón. Prosiguió la expansión, fidelísimo a las normas de la congregación, que alcanzó su máximo desarrollo con dos mil monasterios asociados y más de diez mil monjes, desde Gran Bretaña hasta Constantinopla. Por su capacidad de trabajo y su impulso algunos le han denominado el «Napoleón cluniacense». De su prestigio habla que le fueron entregadas cincuenta y tres iglesias en Lombardía para que asumiera la gestión. Urbano II manifestó: «La congregación de Cluny, más favorecida que ninguna otra por la gracia divina, brilla en la Tierra como el sol en el firmamento; a ella deben aplicarse en nuestros días aquellas palabras del Salvador: vosotros sois la luz del mundo». Dos de los monjes de Cluny llegarían al papado: el mismo Urbano II (esto explica en parte el enaltecimiento) y Gregorio VII. La esplendidez de Urbano II con su antigua casa llegó a incluir que el abad pudiera endosar las atildadas vestimentas episcopales en fiestas significativas y total inmunidad frente a los obispos. En dos siglos y medio, Cluny contó con solo seis abades, mientras cuarenta y seis papas rotaron.
Urbano II se desplazaría a Cluny para bendecir la mayor iglesia del mundo tras la de San Pedro. Allí se guardaba copia de los archivos vaticanos. Cluny era en aquel momento una segunda Roma. Pons de Melqueil, sucesor de san Hugo, patrocinaría el hundimiento del Cluny. El nombramiento tuvo lugar en 1109. Pons era tan hábil como rígido. Promovió la construcción de la desproporcionada abadía que absorbió colosales recursos, provocando una difícil situación financiera que avitualló quejas contra el pretencioso abad. Después de una tormentosa audiencia con el papa Calixto II, Pons dimitió. La caída del Cluny fue fruto del orgullo por el patrimonio acumulado. Se sintieron superiores, también por las tierras acaparadas y los incontables siervos. Absortos en sus logros fueron alejándose de los ideales de renuncia predicados por san Benito, convirtiéndose en terratenientes gestores de latifundios.
En 1122 fue nombrado Pedro el Venerable, quien restableció por un tiempo el orden y concierto. Era persona preparada en lo científico, además de asequible. Cuatro años habían transcurrido de esa elección, cuando Pons, empleando medios violentos, tomó de nuevo el control. Finalmente sería excomulgado y la orden retornó a manos de Pedro el Venerable. No fue una buena racha, entre otros motivos por el robo perpetrado por mercenarios del oro del que disponía la orden. La descripción que hizo Pedro el Venerable era demoledora: salvo algunos novicios, el resto parecían miembros de la sinagoga de Satán. Enrique de Blois, obispo de Winchester, trató de ayudarles pero no fue posible reanudar momentos de gloria y el declive se aceleraría tras la desaparición de Pedro el Venerable en 1157.
Surgieron por entonces otras iniciativas, como los camaldulenses. El abad Romualdo se había retirado en el 999 para practicar la vida de ermitaño. En 1012, el conde Maldolo, sin enzarzarse en instintos endogámicos le cedió terrenos en los que construyó para él y sus cuatro compañeros celdas individuales. Se le calificó como Campo Maldolo, y en consecuencia camaldolo o camaldoli. Siguieron la regla de san Benito, con rasgos específicos como el mutismo y el hábito de lana blanca. Al fallecer san Romualdo en 1027 eran tan solo unos pocos discípulos; cincuenta años más tarde los monasterios adheridos sumaban nueve. Fue aprobada por Alejandro II en el 1072.
Juan Gualberto por su parte había vivido primero en un monasterio benedictino. Pasó de ahí a los camaldulenses, pero en el 1030 se trasladó al valle de Acqua bella y posteriormente Valle Ombrossa. De ahí el nombre de la Orden de Vallombrosa. La base era la vida contemplativa en el más cabal silencio. Además no podían cambiar de monasterio. En 1073, año de fallecimiento del fundador, tenían doce casas. Cien años más tarde disponían de cincuenta.
Algunas enseñanzas
Pretender que un designio no ha de renovarse es una insulsez
Hay que crear entornos que faciliten mudanzas productivas
Cribar con exigencia los datos empleados para tomar decisiones es esencial. Hoy, con terminología de Jorn Lyseggen, se denomina Outside-Insight
La legislación no es motor, pero sí condición necesaria
Sin formación todo se enquista
Contar con la protección del regulador es definitivo
Quos Deus vult perdere, prima dementat, o a quienes Dios quiere perder, primero les vuelve locos
Los mejores acopian ideales que no pasan necesariamente por ascender
Cuando un mediocre dispone de poder, la organización queda bloqueada
Rara vez el directivo deficiente es consciente de su inutilidad
«Fake news» y «deepfake»
Silvestre II (945-1003), el papa del año 1.000
Papa Silvestre II., s. XVIII. Fuente: Bildarchiv, Austria.
El primer papa francés nació en Auvernia en 945 e ingresó alrededor de 963 en el monasterio de san Gerardo de Aurillac (Francia), reformado por Cluny. En 967Gerberto, futuro Silvestre II, se trasladó a España para incorporarse al monasterio de Santa María de Ripoll (Gerona). Desde allí viajó a otras ciudades españolas donde estudió matemáticas y astronomía. Durante una estancia en Roma dos años más tarde conoció al papa Juan XIII y también entró en contacto con el emperador Otón I, quien le nombró tutor de su vástago, futuro Otón II.
A causa de su merecida reputación como intelectual, el arzobispo de Reims lo integró en su colegio episcopal. El habilidoso Gerberto construyó objetos destinados a la investigación, como ábacos o un globo terráqueo. De allí pasaría, en 983 y por orden del emperador Otón II, a abad del monasterio benedictino de Bobbio (Italia) para retornar a Reims (Francia) como consejero del arzobispo Adalberón. Al fallecer un lustro más tarde, el rey Hugo Capeto eligió a Arnulfo. El recién nominado optó, ante la perplejidad de su protector, por apoyar a su antagonista al trono de Francia, Carlos.
Hugo reaccionó convocando en 991 un concilio en Saint-Basles-les-Reims, destituyó del arzobispado de Reims a Arnulfo y nombró a Gerberto. Roma no quedó satisfecha con lo que juzgó ser una invasión de la potestad papal de designar prelados. Para oficializar la nulidad del nombramiento, Juan XV convocó tres concilios sucesivos que, para su disgusto, confirmaron a Gerberto como arzobispo. Lo logró en un cuarto intento, en 996. Arnulfo retomaba el arzobispado de Reims. Gerberto se retiró entonces a la corte de Otón III, de donde saldría en 998 para ocupar el arzobispado de Rávena.
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