Javier Fernández Aguado - 2000 años liderando equipos

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Términos como interim management, balance scorecard, mapa de talento, descripción de puestos, unicornios, coaching, mentoring, entornos VUCA, océanos azules, feed back 360º, assessment, gestión de millennials… son expresiones habituales en el entorno de las organizaciones que se utilizan como si se tratase de novedades revolucionarias.En
2000 años liderando equipos se detalla como esas y muchas otras metodologías vienen siendo implementadas durante siglos y cuáles son las enseñanzas más útiles para las organizaciones contemporáneas que podemos extraer del modelo de management más exitoso de la Historia: el de múltiples organizaciones de la Iglesia católica y muchos de sus grandes padres fundadores.El mejor modo de diseñar organizaciones de éxito es conocer y analizar qué aciertos y errores cometieron quienes nos han precedido. En este libro se acumulan innumerables aprendizajes procedentes de dos milenios de experiencias organizativas y directivas. Es la primera vez que los principales papas y organizaciones católicas son analizados desde el punto de vista del management en un sorprendente libro.

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Quien llegaría a ser Gregorio I se matriculó en Derecho, en el que se graduó con honores. Recién cumplidos los treinta fue nombrado prefecto de Roma. Durante las invasiones lombardas fungía como pretor. Conoció en primera fila la carencia de ética que campaba por la vida pública e indagó un ámbito en el que fuese más sencillo vivir unos mínimos morales.

El corazón se guarda en la cartera. El de Gregorio I era magnánimo; parte de la abultada herencia la invirtió en la puesta en marcha de seis monasterios benedictinos en Sicilia. Su palacio romano del monte Celio, en el vicus Scauri, lo transmutó en el monasterio de San Andrés. Con treinta y cinco años, corría el 575, optó por hacerse él mismo monje.

Gregorio añoraría siempre la soledad. Cuando no la gozaba por los encargos recibidos escribió: «La nave que en el puerto no está bien amarrada con facilidad es llevada por el viento (…) y ahora que he perdido la paz que se disfruta en el monasterio la amo más y comprendo mejor los atractivos que tiene». Los tiempos gorgoteaban turbios. En su primera década de vida su ciudad natal fue invadida dos veces por los bárbaros y reconquistada tres por los bizantinos. Antes de esos sucesos eran doscientos los obispos en el conjunto de la península itálica; en el 568 solo quedaban sesenta. «En esta tierra en la que vivimos, el mundo no anuncia su fin, lo muestra ostensiblemente», clamaba Gregorio.

Cuando Pelagio II lo destinó a la capital del Imperio de Oriente como apocrisario (delegado para asuntos eclesiásticos) lo acompañaron varios monjes. Su amistad con el emperador Mauricio facilitó que su hijo Teodosio recibiese el bautismo. Seis años tardó en cumplir los encargos. Entre otros, la retractación pública del patriarca Eutiquio, que había negado la resurrección de los cuerpos. De regreso a Monte Celio, cuando anhelaba serenidad, fue elegido abad.

Expiró Pelagio II a causa de una peste favorecida también por las catástrofes naturales de finales de 589. El desbordamiento del Tíber había arrasado numerosos edificios, entre los que se contaban los graneros del Vaticano. El fallecimiento de animales desencadenó la epidemia, entre 589 y 590, la temible lues inguinaria que, cuando se escriben estas líneas, ha sido comparada al Covid-19, que ha arrasado, entre otras cosas, con la desproporcionada confianza en sus propias fuerzas de la humanidad en el arranque de la tercera década del tercer milenio. Devastado Bizancio, la lues inguinaria se desató sobre la ciudad de Roma. Muchos vieron un castigo divino por la corrupción. La descripción del propio Gregorio es gráficamente impactante: «Las ciudades están despobladas, los burgos atropellados, las iglesias incendiadas, los monasterios de hombres y mujeres destruidos, las propiedades vaciadas de sus ocupantes y la tierra abandonada, sin que nadie la cultive». Resonó en esas circunstancias y por aclamación su nombre como sucesor. La unanimidad del emperador Mauricio, el clero y el pueblo fue total. Tan poco le gustó la idea al auspiciado que, para la coronación, tras haberse escondido tuvo que ser conducido casi a la fuerza a San Pedro. El 3 de septiembre de 590 fue por fin consagrado. Así lo recoge el Martirologio Romano: «En Roma, la ordenación del incomparable hombre san Gregorio Magno para sumo pontífice, el cual, obligado a cargar con aquel peso, brilló desde el más sublime trono de la Tierra con los más refulgentes rayos de santidad». San Gregorio de Tours (538-594), cronista de aquellos sucesos, narra que, en un sermón en la iglesia de Santa Sabina, el papa instó a imitar a los contritos ninivitas: «Mirad a vuestro alrededor y ved la espada de la ira de Dios desenvainada sobre todo el pueblo. La muerte nos arrebata repentinamente del mundo sin concedernos un instante de tregua. ¡Cuántos en este mismo momento están en poder del mal a nuestro alrededor sin poder pensar siquiera en la penitencia!». A fin de aplacar la cólera divina ofició una letanía septiforme, procesión de la población romana dividida en siete. Partió de diversas iglesias encaminándose a la basílica vaticana entonando invocaciones. Este es el origen de las letanías mayores con las que imploramos que el Creador nos salve de adversidades. Los cortejos avanzaron, quienes podían descalzos, a paso lento y con la testa cubierta de ceniza.

Comentaría Gregorio I a sus allegados que no deseando ni temiendo nada de este mundo le pareció que se encontraba como en la cúspide de un alto monte y que el torbellino de la prueba le había derrumbado. Se sentía impulsado por la corriente de las urgentes decisiones y como batido por un tifón. Influían también en esta visión los graves dolores que sufría. «He perdido los goces de mi reposo», insistía. Y también: «Mi desventurada alma rememora lo que fue en el monasterio, cuando tenía debajo de sus pies todo lo mísero de este mundo, sin otros pensamientos que no fuesen los del Cielo. Mas ahora, a causa del cargo pastoral, me siento como batido por el olaje de la mar bravía y estrellarse mi navecilla, con la quilla podrida y cuarteada por la furia de la tempestad violenta, y al recordar mi vida anterior paréceme vislumbrar la ribera que queda detrás sin poder distinguir el puerto de donde salí».

Lombardos, bizantinos y herejes pugnaban contra la Iglesia. Los primeros admitirían la fe católica. Los patriarcas de Constantinopla, que se autodenominaban «obispo universal», cedieron en parte en sus pretensiones al ser informados de que el papa se calificó como servus servorum Dei, siervo de los siervos de Dios. Gregorio había anticipado: «No pretendo crecer en palabras, sino en virtud», con expresión empleada ya por san Agustín (354-430) y por Cesáreo de Arles (470-543). Una de sus primeras decisiones fue cortar por lo sano con el trapicheo en la concesión de prelaturas y otros nombramientos. Exilió de la urbe a los implicados en corruptelas que tanto deslustre suponían. Con un oportuno proceso de assesment los sustituyó por monjes piadosos.

Mediante indemnización millonaria logró que el rey Agilulfo retirase un ejército sitiador de la Ciudad Eterna y se centró en la expansión apostólica. Cuando visitaba un mercado romano le indicaron que unos esclavos eran anglos (ingleses). Él replicó que parecían más bien ángeles. Brotó allí su preocupación por el traslado de misioneros a las islas británicas. En el 596, sexto de su pontificado, envió a Agustín, prior de San Andrés del Monte Celio y futuro obispo de Canterbury, junto a cuarenta monjes del mismo monasterio hacia Inglaterra. No consiguieron en un primer momento cristianizar a Etelberto, rey de Kent, pero el que estuviese casado con una princesa católica contribuyó a su conversión. Recibió el bautismo el día de Pentecostés del 597. Es la fecha más relevante para la historia de la Iglesia católica desde el bautizo de Constantino. A partir de ese momento se multiplicarían las conversiones. El territorio quedó dividido en doce obispados en el sur, dependientes de Canterbury; otra docena reportaba a York en el norte. Se ha llegado a consignar, y no sin fundamento, que la historia de los benedictinos en Inglaterra es la historia de la Iglesia en esa isla. En paralelo espoleó el envío de predicadores tanto a Alemania como a la península itálica, sin olvidar Cerdeña. Dispuesto a consolidar la fe de quienes iban acercándose a la Iglesia, remitió a Recaredo, recién convertido, un Lignum Crucis, reliquia de la madera en la que fue crucificado Jesucristo.

El papa juzgaba inexcusable su independencia frente al poder político. Anhelaba autonomía financiera y geográfica. Promovió la puesta en marcha de lo que más adelante serían los Estados Pontificios. Además de las propiedades de Roma se incluyeron terrenos en Apulia, Calabria, Lucania, Campania, Capri, Gaeta, Córcega, Cerdeña o Sicilia. Aquellos campos, profesional y éticamente gestionados, generaban rentas para la Santa Sede. El papa consideró que era conveniente que los administradores de esas tierras fueran clérigos. Esperaba con esa decisión evitar que capataces laicos confundieran gestión con propiedad y pretendieran dejar las fincas en herencia a su prole. Desde Sicilia una flota acarreaba semestralmente aprovisionamientos de Sicilia el puerto de Ostia. El papa insistía en que «no tenemos riquezas propias nuestras, pero se nos ha confiado a nuestras manos el cuidado y la distribución del haber de los pobres».

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