Su afán por la justicia le llevó a imponer en Palermo que se indemnizase a los judíos por las sinagogas que les habían sido expropiadas para transformarlas en templos católicos. Pilotó la nave de Pedro, recordando el mensaje cenital, la espiritualidad, a través de tres sínodos. Fue mansurrón y compasivo, ayudando a pobres y enfermos. Desplegó la necesaria fortaleza. Se lee en misiva a Gianuario, obispo de Cagliari: «A juzgar por lo que me han dicho, te has hecho tan culpable en tu avanzada edad que nos veríamos obligados a lanzar contra ti el anatema si un sentimiento de compasión no nos lo impidiese. Y ya que queremos perdonarte por respeto a tus canas, diremos a modo de exhortación: vuelve sobre ti una vez más, oh vetusto, y mortifica esa tu gran ligereza y perversidad en el obrar. Cuanto más te acercas a la muerte, tanto más cuidado has de tener de ti mismo y más temeroso has de ser de Dios». El malhadado obispo tenía costumbre de cobrar desproporcionadamente por los entierros. Le afea san Gregorio: «Sobre el gemido del dolor has añadido el molesto peso de los gastos. Grave es e impropio del oficio sacerdotal poner precio a la tierra que se concede a la putrefacción y lucrarse con los gemidos que exhala el dolor del prójimo. No sigas exigiendo pago tan penoso». Y añade: «No te preocupes más del dinero que de las almas. Los bienes terrenos los hemos de mirar al sesgo; en cambio, hemos de conservar íntegras nuestras fuerzas para el mejor bien de los hombres. Almas, almas quiere Dios del obispo, no dinero».
El final de su vida fue agónico a causa de múltiples dolencias. Murió el 12 de marzo de 604. En su lápida se escribió: «Cónsul de Dios». No carecía de razón quien así lo decidió, pues al igual que los antiguos cónsules romanos, había alzado la fe como un estandarte por diversos países a través de los misioneros por él remitidos. Escribió el protestante alemán Ferdinand Gregorovius (1821-1891) en su Historia de Roma en la era medieval: «Nadie como él comprendió la grandeza de su misión ni la sostuvo con tan gran celo y valentía: sus afanes y sus relaciones se extendieron a todos los puntos de la cristiandad. Ningún pontífice dejó la abundancia de escritos que él –que por esta razón fue llamado el postrero Padre de la Iglesia– ni ocupó jamás la cátedra de San Pedro un alma tan sublime y generosa como la suya». Resulta particularmente interesante ese juicio. No por error el jesuita Johan Hardon describió a Gregorovius como «un amargo enemigo de los papas».
La Iglesia concedería a Gregorio I el título de doctor, situándolo entre los cuatro grandes doctores latinos: Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Ambrosio de Milán. También se le menciona, con toda justicia, como Padre de Europa.
Algunas enseñanzas
Ab asino lanam quaerere, o no pretendas lograr lana de un asno. No hay que buscar frutos en un erial
Entornos mediocres dificultan metas valiosas
Conocer la realidad facilita las decisiones
La largueza engrandece el alma
Ab actu ad posse valet consecutione aut illatio, o del pasado podemos aprender para las decisiones futuras
Gobernar es arduo
Seleccionar con rigor a quienes repartirán sinecuras es un primer paso
Abundans cautela non nocet, o el exceso de prudencia nunca daña
La autonomía financiera es conveniente para no ser mediatizado
Crear las condiciones de posibilidad honorables para los stakeholders reclama a veces actualizaciones legislativas
Renovarse no es un capricho
Cluny (910)
Apariencia externa de la iglesia abacial de Cluny III antes de su destrucción durante la Revolución francesa. Fotografía: Georg Dehio/Gustav von Bezold.
Tras siglos de trabajo realizando una monumental labor, la orden benedictina estaba desfondada. Reinventarse o desaparecer era el trance. A comienzos del siglo X se llevó a cabo una renovación que algunos han calificado de nave salvadora en medio de la borrasca que amagaba contra la subsistencia.
Corría el 909. Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, levantó el que sería el primer monasterio de Cluny, a orillas del río Grosne, en los confines de Borgoña. Analizados otros conventos, su propósito era establecer las condiciones de posibilidad que alentasen la mejora de la espiritualidad de los monjes. Para pilotar el proyecto seleccionó al alabado abad Bernón. Aceptada la proposición, el elegido se desplazó con otros doce dispuestos a una profunda metanoia. Una de las decisiones clave fue asumir los estatutos de Aquisgrán datados en el 817 y redactados en el encuentro de abades que presidió san Benito de Aniano (747-821). Antes de fallecer, Bernón confiaría la abadía de Gigny a su discípulo Widón y la de Cluny a san Odón. Con este último arrancaría la gran expansión.
Hijo de noble familia francesa, Odón había visto la luz en Tours en el año 879. Su padre era amigo del duque, quien facilitó que el muchacho se incorporase a su corte. Decepcionado por el suntuario estilo de vida se convirtió en discípulo de Bernón, y cuando llegó a edad oportuna, en adalid de la innovación. Se focalizó en la liturgia. El tiempo que sobraba tras el oficio divino se dedicaría a la lectura. Insistía en que era imprescindible consagrar numerosas horas al coro para mudar costumbres. Quizá ese exceso le llevó a perder el equilibrio con la necesaria formación mediante el estudio. Resulta de sumo interés la percepción que de aquel período guarda el propio Odón y que muchos aplican a los de cada uno: «En nuestros tiempos, casi todo ha perdido su orden (…); en nuestra época, todo es confuso (…), nada es atendido con justicia y rectitud (…). Los peores llegan al poder, se vuelven terribles, ahítos de superioridad se engolfan en el mal; ni el temor al juicio ni la sagrada autoridad atemperan a los malvados».
Juan XI, pontífice reinante, autorizó a Cluny a recibir como aspirante a cualquier religioso que anhelase las observancias enmendadas, aprobando implícitamente la congregación. Pronto comenzaron a integrarse abadías. Entre otras, Fleury, Aurillac o Saint-Pierre-le-Vif. Escribe Pignot en su Historia que San Odón: «Moraba algunos días en el monasterio con discípulos suyos, para que los demás aprendiesen en la práctica las costumbres cluniacenses y pedía el concurso de los monjes ancianos de mejor predicamento. Todas las mañanas comentaba él mismo o hacía comentar un capítulo de la regla benedictina, y explicaba además con minuciosa precisión los textos y las prácticas con que debía afianzarse la aplicación de aquellos. Cada año, una o dos veces, sobre todo en la fiesta del patrón de la casa, venía a pasar algunos días para estimular el fervor de los monjes».
En su santo y expansivo ardor transfiguró monasterios de toda Italia. El papa León VII seguía con interés su acción. En el 938 le consintió la libre elección de sucesores y el mantenimiento de la observancia enmendada. Se incorporaron monasterios como San Pablo Extramuros, San Lorenzo o Santa Inés de Roma.
Odón insistía en cuidar la salmodia y la lectura de libros sagrados. Restableció la abstinencia e interpretó la santa regla a la luz de los estatutos de Aquisgrán y los usos de san Benito de Aniano. Alentó a la prevención con los pecados contra natura. Recordaba medios de prudencia a los suyos, como nunca permanecer a solas con un niño, y cuando fuese preciso acompañar a críos al baño por la noche hacerlo de dos en dos. Falleció en el 942 dejando su obra pródigamente difundida. Su sucesor fue san Agmaro, quien administró con cordura las rentas. Mayolo (948-994) sería el sucesor que más impulsaría el monasterio de San Pedro de Cluny. Pertenecía a una familia provenzal. En su cursus honorum (evolución profesional) había pasado por arcediano en Maçon. Gracias a sus buenas relaciones con los reyes de Borgoña y los emperadores de la Casa de Sajonia continuó la reforma a buen ritmo. Entre otros logros se cuenta el de conseguir que el rey Hugo Capeto renunciase al título de abad laico de Marmoutiers. Fundó en el Jura y en Alrogf (Alsacia). Amigo y confidente de Otón el Grande, este le apoyó en la restauración de monasterios alemanes. Pronto también el de Einsiedeln (Suiza), o el de San Emerano (Ratisbona). El hijo de Otón, Otón II, le ofreció el papado, pero Mayolo lo rechazó.
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