En la vigilia de Navidad de 1075, hampones enviados por el emperador y dirigidos por Cencio secuestraron al papa tras herirlo durante la celebración de los actos litúrgicos. Gregorio VII padeció con mansedumbre. Una vez vino a saberlo el pueblo, hubo reyerta con el grupo de fanáticos. El papa regresó a Santa María la Mayor para ultimar la misa abruptamente suspendida.
El emperador por su parte siguió confiriendo la investidura a obispos indignos y se amistó con el mayor enemigo del pontífice, Guiberto de Rávena. El papa llamó a este a Roma, pero el disidente se desentendió. Es más, convocaron un conciliábulo en Worms con idea de deponer al pontífice. La carta enviada al sucesor de Pedro desborda exabruptos: «Falso monje», «sembrador de cizaña», contrario a la «potestad regia que Dios concedió». Y concluye: «Puesto que armaste a los súbditos contra los señores, predicaste el menosprecio de los obispos ordenados por Dios y diste facultad incluso a los seglares para deponerlos y condenarlos, ¿y tú quieres deponerme a mí, rey inculpable a quien solo Dios puede juzgar, siendo así que los obispos declararon que a Dios solo incumbía pronunciar sentencia contra un Juliano apóstata?».
Gregorio VII respondió en el sínodo cuaresmal de 1076, al que acudieron ciento diez obispos. Excomulgó al emperador, lo que implicaba que sus siervos eran libres para desobedecerle. El pontífice salió de Roma en diciembre y se dirigió a los territorios de la reina Matilde. Se detuvo en Mantua antes de proseguir camino hacia el castillo de Canossa, en los Apeninos. En parte porque corrían cotilleos de que el rey viajaba allí con escolta armada dispuesto a dar un golpe de mano. No fue así. Tras un triduo penitencial en el portón de la fortaleza recibió el permiso para entrar. El 28 de enero de 1077, Hildebrando acogió a Enrique. Escribiría el mencionado Gregorovius: «Tres días estuvo el infausto rey aguardando a la puerta más humilde de la fortaleza, descalzo sobre la nieve y con el hábito de penitente echado sobre sus vestiduras, suplicando ser recibido y llorando amargamente». Fue absuelto.
No tardó el emperador en venirse arriba. Entre otros motivos porque los obispos opuestos al papa temían perder prebendas si el pontífice ejecutaba la selección. Promovieron a un antipapa, Clemente III (1080-1100), Guiberto de Rávena. El problema de Enrique IV se origina por su deficiente formación. Casquivano, su madre Inés no lo encauzó, ni tampoco su preceptor, el obispo Adalberto de Bremen, que fue un consentidor. Cuando Annón, arzobispo de Colonia, trató de poner límites, lo único que consiguió fue exasperar al malcriado, futuro Enrique IV.
En 1076, en carta dirigida por el papa a los príncipes y obispos de Alemania se lee: «En estos días de peligro, en los que el anticristo se agita en todos sus miembros, difícilmente se hallará un hombre que anteponga sinceramente los intereses de Dios a sus propias conveniencias. Testigos sois de que si he luchado contra los malos soberanos y los sacerdotes impíos no ha sido impelido por idea alguna de poderío temporal, sino por el convencimiento que he tenido de mi deber y de la misión de la Sede Apostólica. Mejor es para nosotros arrostrar la muerte que nos den los tiranos que hacernos cómplices de la impiedad con nuestro silencio».
Gregorio VII, como venimos comentando, había recibido una Iglesia acanallada y sometida a sátrapas. Empeñado en soltar amarras y purificarla sometió a control a los clérigos incontinentes. También se enfrentó frontalmente a las prácticas simoniacas. Anticipando lo que hoy en día se denomina posverdad, escribió: «No desconozco cuán distintamente me juzgan los hombres y que por una misma acción unos me juzgan cruel y otros demasiado benigno».
Cuando los normandos se retiraron de Roma, Gregorio VII también consideró prudente seguirlos. Se dirigió primero a Montecassino y de allí a Salerno. En esa ciudad renovó la excomunión contra el emperador y contra el antipapa. En enero de 1085 reunió una asamblea para rematar el conflicto. Otón de Ostia era el cardenal delegado, junto a arzobispos y obispos puntales de Gregorio VII. Frente a ellos, jerarcas sufragáneos defendían la causa de Enrique por temor a perder sinecuras. El papa feneció el 25 de mayo de 1085, tras pronunciar la famosísima sentencia: «He amado la justicia y odiado la iniquidad, por esto muero en el destierro».
Quien había definido en el Dictatus Papae que el romano pontífice era omnipotente en las decisiones referidas al nombramiento, remoción o traslado de obispos, y también que le era lícito deponer a los emperadores, o que sus sentencias no podían ser rechazas por nadie, falleció viendo dislocados principios que consideraba inviolables. Fue sepultado en la iglesia de San Mateo (Salerno).
Tras él, otros monjes llegarían al papado, como Desiderio de Montecassino, con el título de Víctor III (1086-1087); Odón de Chatillón, con el nombre de Urbano II (1088-1099); o Juan Conciulo, como Gelasio II (1118-1119). Las grescas entre el poder religioso y el secular concluirían gracias a Calixto II (1119-1124), en 1122, cuando en un nuevo concordato (de Worms) firmado con el emperador Enrique V se resolvió el nombramiento de obispos y abades a favor de la Iglesia. El emperador desistía de la selección, que pasaba a ser exclusiva de la Iglesia, y el romano pontífice reconocía al monarca el derecho a dispensar a los investidos el cetro que identificaba el cargo.
Algunas enseñanzas
Desaprender malas costumbres no es sencillo
Cuando la selección es negligente cuesta ordenar el futuro
El afán por loar a quien ha triunfado es irreductible al sentido común
Es aconsejable que quien asciende recorra de antemano un cursus honorum extenso
Los expertos buscan como asesores a personas valiosas
En ocasiones es preciso envalentonar a quienes no desean verse involucrados en la gestión pero cuentan con preparación
Es aconsejable dar oportunidades, pero no tantas que se publicite la debilidad
Es error grave considerar que se atrae con continuas cesiones
Descalificar a otros manifiesta bajeza
Para quien actúa con conciencia clara y recta, lo que opinen otros no tiene relevancia
Cuidar la selección, requisito para la solidez de un proyecto
San Bruno (1035-1101) y la Cartuja (1084)
San Bruno de Girolamo Marchesi, 1525. Fuente: Henry Walters. Colección Massarenti.
Bruno de Hartenfaust nació en el 1035 en Colonia (Alemania) en el seno de una familia de añejo abolengo. Recién alcanzado su tercer lustro emprendió viaje hacia la ciudad de Reims (Francia) con intención de proseguir estudios. Culminados, regresó a Colonia, donde se incorporó como canónigo de la iglesia de San Cuniberto. Pronto recibió encargos del obispo de Reims: director de estudios superiores, inspector general de las escuelas de la archidiócesis… Entre sus alumnos se contó Odón de Chantillon, luego Urbano II, predicador de las Cruzadas. Bruno tomó parte activa durante las disputas entre Gregorio VII y Enrique IV. En ese esfuerzo empeñó títulos y caudales. El ensañamiento fue incrementándose y tuvo que exiliarse. Como las voluntades son tornadizas e imprevisibles, regresó triunfante y le ofrecieron un arzobispado. Se le abría una relevante carrera eclesiástica, pero renunció de forma completa al mundo, liquidando el patrimonio que le quedaba para distribuirlo y, acompañado por Pedro de Bethune y Lambrerto de Burgogne, ingresó en el monasterio de Molesme. Allí fueron admitidos por Roberto, el abad.
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