Eley Grey - Las mujeres de Sara

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Las mujeres de Sara combina amor, intriga, humor, pasión y magia, un viaje solitario de una joven chica de provincia, que busca encontrar su lugar en la capital, en una búsqueda intensa de su yo interior.Un recorrido esperanzador pero repleto de dolor, pérdidas, injusticias y penurias que van gestando su nueva vida, en una metamorfosis modelada por el aprendizaje que emerge de su propia experiencia. Una lección personal de los acontecimientos de toda una vida, una muestra de aprendizaje libre de culpabilidad, de aceptación sin límites ni condiciones autoimpuestas, pero también una lección de amor y transparencia, que seguro tendrá su reflejo en la vida del propio lector.

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Susana estaba preparando la cafetera grande. Había decidido ponerse manos a la obra porque veía que Silvia estaba cada vez más cansada y hundida. Ya casi no podía abrir los ojos. Sara decidió ayudar a Susana. La cocina de Silvia y Jesús no era muy amplia. En la reforma de la casa de pueblo de los padres de Silvia habían decidido sacrificar un trozo del comedor para hacer una cocina, pues en las casas antiguas las cocinas estaban en el corral y no en el interior. Ellos querían poder hacer vida dentro y por eso procedieron de esta forma. Sin embargo, no querían quitar mucho sitio al salón, pues esperaban poder llenar la casa de huéspedes en un futuro y, para las noches de frío invierno, tenían pensadas sesiones de cine y palomitas en los sofás del salón, frente a la gran pantalla de televisión. Por ello, la cocina quedó lo suficientemente amplia para una persona, pero no tan espaciosa para dos. En ese momento, ni Sara ni Susana pensaban en si la cocina era ancha o no para ellas. Se centraban en lo que estaban haciendo y comentaban los sucesos de la tarde.

–Es horrible, ¿no crees? ¿Quién querría hacer algo así a la señora Victoria?

–Sí que lo es. No tengo ni idea de quién podría querer hacer daño a una mujer como la señora Victoria. Pero tengo la sospecha de que la Guardia Civil nos oculta algo.

–¿Algo como qué? ¿Qué quieres decir? –preguntó Sara horrorizada.

–No sé… es una sospecha. No me hagas mucho caso, deformación profesional.

¡Ajá! Entonces, ¿sí que era militar? ¿O Guardia Civil? Estaba claro que no se dedicaba a vender flores en el Retiro. Aprovechando su comentario, Sara se envalentonó y preguntó:

–¿A qué te dedicas, Susana?

–Estoy preparando oposiciones.

–Ah, ¿oposiciones? ¿Y para qué?

–Para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad Interior.

–Guau. Suena muy importante y hasta da un poco de miedo –murmuró Sara–. ¿Es como la policía?

–Bueno, sí, es algo así –Susana sonrió ante la conclusión a la que había llegado Sara–. Pero no te quiero aburrir con el temario, que además lo llevo fatal–. Era la primera vez que la veía reírse. Alrededor de sus bonitos ojos se formaron unas sutiles arrugas que hacían juego con las que se formaron en las comisuras de sus labios, dibujando de esta manera una sonrisa realmente sexy.

–Y, ¿has venido a prepararte aquí por la montaña? –quiso intervenir Sara.

–Bueno, en parte sí. La parte práctica es bastante dura y aquí siempre hay tiempo para hacer los ejercicios que me pueden pedir en el examen –contestó Susana haciendo una mueca al final de la frase. Se le notaba preocupada por ese examen–. Ya está listo el café, ¿vamos?

–Sí, claro –Sara salió de golpe de su ensimismamiento para dirigirse con Susana a la casa de al lado.

Susana cargaba con la pesada cafetera y ella llevaba las tazas, las cucharillas y el azúcar. En la casa vecina reinaba el silencio, únicamente interrumpido por algún rezo susurrado por alguna vecina amiga sentada en una silla. Sara y Susana entraron por la puerta principal intentando hacer el menor ruido posible. ¡Dios, cómo echaba de menos a Alex en este momento! Su sonrisa y su humor andaluz seguro que le hubieran hecho reír a pesar de la situación. Cuando volviera a la habitación le escribiría un correo. No le había dicho aún que había llegado bien y que estaba instalada. Seguramente estaría preocupado.

Cuando llegaron al interior de la casa, habilitaron la mesa camilla del salón para la cafetera y las tazas. Tras comprobar que Silvia no necesitaba nada más, marcharon a la calle. Una vez en la acera, Susana encendió un cigarro.

–Tengo que dejarlo. Cuando acabe este paquete lo dejo –murmuró para sí misma–. ¿Fumas? –preguntó mirando a los ojos a Sara.

Ante la inmensidad de esa mirada, Sara quedo sin habla, paralizada.

–No, gracias, no fumo –consiguió decir casi en un susurro.

–Haces bien. Oye, ¿te encuentras bien? –se acababa de dar cuenta de que Sara seguía sin moverse–. ¿Necesitas sentarte?

–No, gracias –hizo un esfuerzo por volver a la calma. No quería ni podía permitir empezar a flaquear por alguien que acababa de conocer, fumaba y se preparaba para ser militar, o lo que fuera aquello. Y estaba Claudia y su abandono todavía muy presentes–. Estoy bien, gracias. Es que ha sido un día agotador, demasiadas emociones, el viaje, el cambio de clima. La humedad y el calor… en fin, mañana estaré mejor.

“¡Mierda!” –pensó–, “ahora se creerá que quiero ir a mi habitación a dormir. Estoy muy a gusto aquí, no estoy cansada en absoluto. Me apetece seguir hablando con esta chica. Además, ha dicho que sospechaba que algo en el discurso de la Guardia Civil era confuso, y yo soy demasiado curiosa”.

–Perdona, Susana. ¿Te puedo hacer una pregunta?

–Claro.

–¿Por qué has dicho que crees que la Guardia Civil esconde algo? Y no me digas que es deformación profesional porque estoy empezando a pensar que hay algo sospechoso en todo esto. Este es un pueblo pequeño, muy pequeño. El pueblo más cercano está a dieciocho kilómetros y estamos en medio de la montaña. ¡Demonios! ¡Ni siquiera tengo cobertura en el móvil! ¿Quién querría venir hasta aquí para cometer un crimen así?

–¿Y a ti quién te ha dicho que alguien ha venido hasta aquí solo para cometer un crimen como este?

Ahora sí que se quedó muda. Paralizada. Sara no podía mover ni un pelo. Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral y sintió el último latigazo bajo el cuero cabelludo. Se dio cuenta de que se movía porque sus piernas empezaron a temblar involuntariamente. Eso era sencillamente im–po–si–ble. En el pueblo solo vivía gente demasiado vieja o gente demasiado joven, vamos, niños y niñas. Y ni unos ni otros estaban capacitados ni física ni mentalmente para cometer un crimen así.

–¿Qué quieres decir exactamente con eso, Susana?

–Quiero decir lo que quiero decir, Sara. Es evidente que nadie ha hecho ni un solo kilómetro para venir a este pueblo perdido exclusivamente para matar a doña Victoria.

–¡Ay! Eso me asusta todavía más. ¿Es que va a haber más crímenes?

Un grito terrorífico que parecía salido de un clásico de Alfred Hitchcock hizo que la contestación de Susana se quedara ahogada en su garganta. Sara ya no escuchó su respuesta. Ambas corrieron calle arriba siguiendo la dirección del grito. En cada bocacalle se encontraban con otros vecinos que también corrían en busca del mismo grito. Cuando llegaron a la calle Alta encontraron un gran tumulto de gente y, sorprendentemente, una patrulla de la Guardia Civil. “¿Cómo podían estar allí tan pronto? Era imposible. La carretera era muy estrecha y montañosa y el pueblo más cercano con cuartel de la Guardia Civil estaba a más de treinta kilómetros. Claro, se habrían quedado a cenar en el bar de la plaza, el único bar con comida decente del pueblo”.

Eso era en lo que Sara estaba pensando cuando Susana le cogió del brazo obligándola a seguir sus pasos.

–Ven. Sígueme.

“Como para decir que no. Pero qué fuerza tiene esta chica…”, pensaba Sara mientras Susana casi la arrastraba atravesando el gentío.

Desde la última fila de gente amontonada frente a la casa, dos mujeres forasteras curioseaban, igual que el resto de personas. Allí estaban, una junto a la otra, intentando averiguar qué estaba pasando en ese sitio. ¿Qué podía haber sido ese grito? Una chica policía salía de aquella casa en ese momento.

–Despejen la salida, por favor. Dejen libre la acera.

¿Y esta chica? No estaba esta tarde en casa de la señora Victoria, ¿o sí? Bueno, tampoco es que ella hubiera llegado de las primeras. Cuando la avisaron de la mala noticia habían pasado casi dos horas desde que Silvia encontró el terrible panorama. A lo mejor había entrado en el turno de noche, quién sabe.

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