Su sueño siempre había sido poder trabajar en el mundo de la información, prensa a ser posible. Era consciente de su talento como redactora y tenía algo de experiencia. Bueno, fue la redactora jefe de la revista de su instituto durante cinco años. Eso le dio algo de práctica. Necesitaba poder demostrar que era capaz de aprender y que era buena, muy buena. El problema era encontrar a alguien que quisiera darle esa oportunidad.
Tras año y medio en la capital, y cada vez con menos esperanzas, una tarde de trabajo en la cafetería llegó la suerte que tanto ansiaba encontrar.
–Buenas tardes señora, ¿qué le pongo?
–Querría un café solo en taza grande con una tostada de tomate adobada con sal y pimienta, gracias.
No levantó la mirada del periódico en ningún momento y Sara anotó rápidamente el pedido para marchar a la barra y prepararlo con la mayor eficiencia posible, cosa que le caracterizaba en su trabajo. Cuando alcanzó de nuevo la mesa de la elegante señora con el periódico en la mano le pidió disculpas para anunciar que traía su café y su tostada, al tiempo que depositaba la bebida y el plato frente a ella. Fue en ese preciso momento cuando la señora (señorita, más bien) apartó sus ojos verde claro de su lectura para observar atentamente las manos de Sara. Al segundo levantó la cabeza y su mirada se encontró con el deslumbrante rostro pálido y angelical de Sara. Tras ese día, todas las tardes a la misma hora (17:20) la señorita de ojos verdes y pestañas interminables entraba en la cafetería y hacía el mismo pedido a la camarera.
Una tarde del mes de abril, después de haber estado visitando la cafetería cada día durante el último mes y medio, se atrevió a preguntarle cómo se llamaba y por qué trabajaba allí.
–Me llamo Sara López, señora, y trabajo aquí porque me gusta la cafetería, el barrio, la gente y necesito pagar el alquiler.
–No tienes manos de haber trabajado mucho en este sector, si me lo permites. Y tampoco es que la agilidad con la que sirves las mesas denote demasiada experiencia. ¿Me equivoco? Ah, y llámame Sofía, por favor.
Sara sintió una ligera vergüenza y una punzada de rabia al mismo tiempo, se sonrojó ligeramente y asintió. Seguidamente confesó que dedicaba las mañanas a buscar trabajo en editoriales y redacciones de prensa, incluso en las más pequeñas. Le confesó a aquella casi completa desconocida que su sueño era poder escribir y estar siempre rodeada de papeles y textos. Las pupilas de aquellos ojos verdes se dilataron y su boca se abrió levemente en señal de sorpresa para, seguidamente, unir los labios y formar una media sonrisa.
–¿Cuánto ganas aquí, Sara?
–¿Cómo? ¿Por qué me pregunta eso? –miró a su alrededor rezando para que nadie escuchara la conversación y menos la jefa de personal.
–Vamos, dime cuánto te pagan en este bar, y tutéame, por favor, tenemos casi la misma edad –insistió ella.
No era verdad que tuvieran la misma edad. Aquella chica verdaderamente guapa no era mucho mayor que Sara pero le llevaba unos cuantos años. Estaba segura de que rondaba la treintena.
Por algún motivo que no podía entender sentía la necesidad de complacer la curiosidad de aquella mujer que, en lo más profundo de su ser, le inspiraba calma y seguridad.
–Alrededor de 350 euros –respondió finalmente casi en un susurro, no sabría decir si por vergüenza o por miedo.
–¿Cuántas horas trabajas aquí, Sara?
Y en este punto sintió como si tuviera que confesarle su vida entera. No le importaba no saber nada de esa mujer, ni siquiera pensar que podía ser conocida de los dueños. No tenía ni idea de a qué se dedicaba ni el porqué de su curiosidad. Sintió una profunda confianza hacia ella y respondió esta vez, sin vacilar.
–Cuatro horas al día.
–Muy bien, te ofrezco 500 euros y un contrato de prácticas de 30 horas semanales en mi redacción. Es una redacción pequeña, un periódico local, pero necesito ayuda con los papeleos y tengo la corazonada de que eres una persona con mucha capacidad para aprender. ¿Qué me dices?
En ese momento Sara se quedó muda. No se le cayó lo que llevaba en las manos porque acababa de dejarlo sobre la mesa. ¿Un periódico? ¿Ella? ¡Dios mío! Su sueño hecho realidad. Quiso besar a aquella mujer y darle todas las gracias del mundo a la vez, pero solo tuvo fuerzas para un:
–Por supuesto. Muchas gracias, señora… –y sostuvo la frase en esa palabra porque no recordaba el nombre de aquella mujer.
–Me llamo Sofía Martínez. Siento no haberme presentado antes, Sara. Tanto tiempo viniendo aquí… Es como si hubiera dado por sentado que ya sabías cómo me llamaba. Lo siento, he sido una desconsiderada. ¿Aceptas, entonces?
–Claro, Sofía. Muchísimas gracias. ¿Cuándo podría empezar?
–El próximo lunes sería perfecto, aunque supongo que tendrás que avisar a tus actuales jefes, ¿verdad? Así que tan pronto como tengas todo claro, llámame a este teléfono y te explico dónde estamos y cuándo empiezas. Eso si no nos vemos antes por aquí, claro –y dejó escapar una sonrisa dulce y calmada que tranquilizó a Sara y le ayudó a apaciguar los nervios que tenía en la boca del estómago.
Al mismo tiempo, le extendió una tarjeta con el nombre del periódico, la dirección, la web y el teléfono.
–Mientras tanto, puedes echarle un ojo a nuestra edición digital. No está muy perfeccionada aún pero te puede servir de anticipo para ver cómo trabajamos y el tipo de discurso que defendemos –terminó de decir Sofía.
Vaya, no tenía ordenador. Y eso de Internet era bastante nuevo para ella. Solo lo había utilizado en la universidad para hacer alguna búsqueda bibliográfica durante los dos últimos cursos en los trabajos finales. Prefería el papel y envolverse en libros.
–Gracias, lo intentaré, pero no tengo ordenador –confesó Sara con un deje de fastidio en el tono.
–¿Cómo que no tienes ordenador? ¡Pero eso no puede ser! Pásate por la oficina mañana mismo y verás la redacción in situ. Veremos qué podemos hacer con eso del ordenador.
No se lo podía creer. ¿Era esa mujer su hada madrina? ¡Su hada madrina madrileña! Se rio en su interior por el juego de palabras y por su buena suerte.
–A primera hora estaré allí, Sofía. Muchísimas gracias.
Al día siguiente, a las seis y media de la mañana saltó de la cama y se dirigió a la ducha, no tenía que presentarse en la redacción hasta las diez, pero estaba tan emocionada que ya no podía dormir más.
Encontró la dirección fácilmente. “Preguntando se va a Roma”, le decía siempre su madre, y era cierto. Sobre todo, en una ciudad tan grande como Madrid y a falta del Google maps, era imprescindible preguntar. Era un edificio de principios de siglo, no desentonaba con el entorno. Gris y marrón. Una portería amplia, sin rampa y sin portero, le dio la bienvenida a Sara, que se dirigió al ascensor. Piso cuarto puerta quince. Tocó el timbre y le abrieron de inmediato. Una chica morena de unos cuarenta años le sonreía desde el mostrador.
–¿Señorita López? La señorita Martínez la espera en su despacho –María acompañó a Sara hasta el despacho de Sofía, que en ese momento hablaba por teléfono.
–¡Adelante! –oyeron la voz que salía por la ranura de la puerta de su despacho. María abrió la puerta e introdujo a Sara:
–Señorita Martínez, la señorita López ha llegado.
Tras una breve despedida, colgó el auricular y dirigió una de sus amplias sonrisas a Sara.
–Adelante, por favor, toma asiento. Gracias María –se despidió de la secretaria y dirigió su mirada ahora hacia Sara–. Bueno, Sara, ¿has encontrado la oficina fácilmente o has tenido que dar un rodeo?
–No he tenido problemas, señorita Martínez, gracias.
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