Para entonces, desde el Pentágono el Secretario de Defensa había establecido conversación telefónica con el Vicepresidente, que representaba ante los miembros del Senado y la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América a su Presidente ausente, reunidos todos así en el Capitolio ante la expectativa del mensaje de los extrasolares dado por los Diez Insólitos representados en su portavoz el español Julio Grande Lobo, mensaje que conocían y debatían con mucha inquietud y pasión, convenciéndose de que estaban ante el mayor problema en la historia de la Humanidad, sin que nadie fuese capaz de aportar razones de peso convincentes que exponer a los Extrasolares para cancelar, o suspender a lo menos, el ultimátum.
Con objeto de oír todos ellos la conversación entre el Vicepresidente y el Secretario de Defensa, por la importancia de la situación que en común estimaban de conocimiento general de los allí representantes de la Nación, los presidentes de ambas instituciones pidieron silencio absoluto y poderse oír lo que aquéllos hablasen; escuchándose por todos a continuación:
Vicepresidente: ―Las dos cámaras han propuesto, mientras no tengamos conversaciones de paz con los extrasolares para conocer sus verdaderas intenciones, saber quiénes son y de dónde vienen, poner en alerta defensiva-ofensiva a todas nuestras fuerzas armadas, buscando la alianza en el Alto Mando Militar Internacional.
Secretario de Defensa: ―Es lo mismo que en el Pentágono se ha decidido, y se está acabando de elaborar ese primer plan pero a nivel de colaboración mundial, especialmente con las primeras potencias de la Tierra: las del propuesto AMMAA*, sin olvidarnos de todo el hemisferio septentrional, del suroccidental ni aun de los países islámicos, pese a lo que hemos oído a sus líderes iraní y árabe en el Consejo de Seguridad, con la esperanza de hacerles reconocer la verdadera situación…
Vicepresidente: ―Ahora lo que importa es la aprobación explícita de nuestro Presidente…
Secretario de Defensa: ―Dado que está aprobado por las dos cámaras, y aquí la cúpula militar acaba de planear el despliegue militar y la colaboración a establecer con los demás países, especialmente las potencias principales, como he dicho, propongo comunicar este plan a nuestro Presidente inmediatamente, y poner a nuestro comandante en jefe el general de cinco estrellas Fairbanks para hablar sobre el asunto directamente con el Presidente, dado que él sabrá exponerlo mejor que nadie.
Vicepresidente (tras esperar breves segundos con la mirada la aprobación de las dos cámaras a la escucha del diálogo): ―Aceptado. Te pongo de inmediato con el Presidente, al que he de comunicarle por delante que el Senado y la Cámara de Representantes aprueban el plan. Y que Dios nos ayude… Y se ponga de parte de nuestra Humanidad.
―Así sea.
―Por cierto ―se apresuró a decir el Vicepresidente ―: Me hacen señales algunos congresistas para que no oculte los escrúpulos milenaristas que se les presenta, justo cuando se sospecha va a cumplirse los dos mil años de la crucifixión de Jesucristo…
―¿Sospechan el Juicio Final?
―Habría que sopesarlo, ¿no?
―Por supuesto… Hasta el Papa tiene sus dudas… Y no te digo lo que me sé que predican los testigos de Jehová… ¡Para yá, para el fin!
―¿Creen también que son ángeles los extrasolares?
―Creen que se nos echan encima los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En el Pentágono los escasos minutos que tuvieron que esperar para la conexión telefónica con el Presidente de los Estados Unidos de América no fueron los únicos, en esos minutos cruciales para la Humanidad, que estuvieron en esa espera; pues casi al mismo tiempo se comunicaban del mismo modo el resto de los Seis Grandes y algunos del resto de los componentes del Consejo de Seguridad con sus cúpulas militares, vicepresidentes y parlamentarios; es decir, se comunicaron a través del teléfono clásico que les acercó a cada uno su secretaria o secretario personal, para evitar su escucha interferida por los medios más modernos, cuyos interferentes perseguían ávidamente estas comunicaciones. Para hacer efectivas la comunicación telefónica un grupo de funcionarios especializados conectaban diligentemente los cables de telefonía alargándolos hasta ellos desde los puntos de conexión. Pero no todos lo pudieron tener al mismo tiempo, ni todos poseían en sus países la capacidad de inmediatez telefónica, que se dio con primacía a los Seis Grandes, aunque los demás comenzaron a recibirla a poco.
Y es que se tenía miedo del inteléfono o smartphone*, igual que de las computadoras.
Previamente el Secretario General de las Naciones Unidas comunicó al resto de los miembros de la Asamblea General que aún permanecían, que en breve el Consejo de Seguridad les informaría de la decisión mayoritaria tomada por sus representantes, que expondrían para la aceptación general o mayoritaria de la Asamblea, cuyos miembros aún en ésta se mostraban inquietos, temerosos de lo peor, y con ganas de salir corriendo.
Todo esto, salvo las conversaciones telefónicas de los presidentes miembros del Consejo de Seguridad, se difundió por los medios audiovisuales al mundo entero terrestre con absoluta expectación en sus poblaciones, que de momento quedaron paralizadas de cualquier actividad, tanto laboral como política, religiosa o tumultuaria. Esa expectación llegaba ya hasta a los más apartados lugares de la civilización, si acaso con la excepción de algunos grupos todavía ajenos por completo a ésta, perdidos aún en sus selvas, desiertos e islas menores, si es que aún podía haberlos vivir salvajes como en alguna isla del Golfo de Bengala. Sin embargo en la mayoría de esos recónditos lugares de las sabanas, desiertos, cordilleras e islas perdidas en la inmensidad de los océanos, sin olvidarnos de los desiertos de la taiga y tundra siberianas, en éstas seguramente algún despistado buscando caza o perdiéndose en su inmenso territorio, no faltaba alguien informado e informante con su inteléfono o simplemente su fonomóvil*, absorto y temeroso ante el acontecimiento transmitido desde la gran sala de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de la que a lo mejor se enteraba de su existencia por primera vez.
Donde en ella el tumulto se caracterizaba por los movimientos de sus asistentes, los del corro volviendo a sus asientos esperando lo que hubieran de exponerles y proponerles los Seis Grandes o en junto el Consejo de Seguridad, igual que aquellos que no se movieron de sus asientos. Pero el mayor tumulto lo provocaban los gobernantes musulmanes con sus séquitos siguiendo a los alborotadores iraníes y árabes que abandonaban la gran sala llamando a seguirles a sus correligionarios, advirtiendo de los propósitos infieles. Y aunque sin ese alboroto, también se vio al representante supremo católico retirarse con sus nuncios, no a la salida del edificio, pero sí a sus asientos en la Asamblea, junto a los religiosos ortodoxos.
Quedaba así el Consejo de Seguridad compuesto por veinte miembros, que al vérseles y contárseles faltando los cinco musulmanes, ese número 20 empezó a correr con mal presagio por toda la Asamblea y aun fuera de ella sin que hubiera precedente ni razón entendible, pero saltando a todos los países, gobiernos, poblaciones, familias, etcétera, seguramente no por otra causa sino por la de no reflejar la totalidad de los escogidos para decidir la actitud frente a una amenaza divina o alienígena que decidiría el futuro y, quizá sobre todo, porque faltaban los cinco representantes de una población que, sumando las propias y las de todos los demás musulmanes repartidos por el planeta, superaba los dosmil millones de islamistas, verdaderos combatientes de fe, que creían ser los extrasolares ángeles enviados de Dios; a más de haberse retirado a su asiento en la Asamblea la única autoridad cristiana que se reunió con el Consejo de Seguridad a puerta cerrada.
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