Sebastián Soto Velasco - La hora de la Re-Constitución

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¿Cuántos principios soporta una constitución? ¿Cómo debe organizarse el poder? ¿Se deben o no incluir los llamados derechos sociales? ¿Cuál es el futuro del Tribunal Constitucional? ¿Por qué los mecanismos de democracia directa pueden ser riesgosos? ¿Debe el Banco Central ser autónomo? ¿Cuánta descentralización es conveniente? ¿Está en riesgo el derecho de propiedad? ¿Qué discusiones habrá respecto al Poder Judicial, el Congreso Nacional y tantos otros órganos reconocidos hoy en la Constitución?
Este libro se hace cargo de los principales temas que estarán presentes en la discusión pública de la Convención Constitucional que redactará el texto de la nueva Constitución. Escrito con pluma ágil, el texto aborda nuestra historia constitucional y algunos de los principales debates constitucionales en el mundo. También ofrece una estimulante interpretación de lo ocurrido en Chile en las últimas décadas, con especial atención al contexto político-social producido a partir de octubre de 2019 que gatilló el proceso que hoy enfrentamos. La Hora de la Re-Constitución es una guía fundamental para seguir y comprender el actual debate constitucional en el entendido que no será más un tema solo de expertos, sino de todos los ciudadanos. La crítica a la Constitución se transformó en el instrumento para discutir sobre nuestra transición y, en especial, sobre el modelo económico del país en las últimas décadas. Hace bien este texto en recordarnos que las constituciones no son programas de gobierno. Lucía Santa Cruz en el Prólogo

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Hoy resulta fácil responder esta pregunta cuando, mirando en retrospectiva, hablamos de nuestras constituciones más importantes. La de 1833 intentó, por medio de presidentes poderosos y el influjo de Portales, resolver la anarquía y el desorden que ya se arrastraban por más de una década. La Constitución de 1925 repitió la fórmula, pero esta vez para enfrentarse a un problema muy concreto: el desgobierno del parlamentarismo chileno que, con todos los matices que corresponda hacer, había erosionado el sistema político. La Carta de 1980, en cambio, intentó resolver un problema distinto. Entonces, cuando el mundo estaba dividido en dos, buscó evitar que Chile volviera a caer en manos de los socialismos reales al estilo cubano. Con toda la simplificación que tienen estas líneas, lo cierto es que cada una de esas constituciones respondió a uno o más problemas concretos.

Que en cada caso estas constituciones hayan dejado atrás el problema inicial luego de las primeras décadas no inhabilita el argumento. Las constituciones no están ancladas al problema que intentan resolver, pues estas son —lo hemos dicho y lo volveremos a decir tantas veces— “cuerpos vivos” o “árboles que crecen”. Esto significa que el problema original pasa y surgen otros nuevos que, en la medida en que no impliquen rupturas, son resueltos por la política en el marco constitucional. También significa que cada una de estas constituciones, tarde o temprano, se emancipa de la voluntad de sus arquitectos.

Y así, entonces, el problema del orden al que apuntaba la Constitución de 1833 se resolvió en algún momento del siglo XIX (¿con Montt, tal vez?) y surgieron otros que no requirieron una nueva constitución para encontrar una solución, sino que bastaba con la acción de la política. La gobernabilidad que buscaba la Constitución del 25 llegó temprano y el año 1932 la política inició una nueva etapa. La Constitución de 1980 vio, con la caída del muro y de toda la Unión Soviética, que la amenaza marxista quedaba reducida a un puñado de países, iniciándose una era en que la izquierda socialdemócrata se alejaba de la nostalgia revolucionaria.

Pues bien, ¿cuál es el problema que debe resolver la nueva constitución?

2. El problema hoy.

Hamilton decía, en las primeras páginas de El federalista, que el problema que tenía el pueblo americano al momento de discutir su constitución era “si las sociedades humanas son capaces de establecer un buen gobierno desde la reflexión y la voluntad”. O, por el contrario, si estaban condenadas a depender de “la fuerza y los accidentes”43. Afortunadamente hace mucho tiempo esa pregunta ya quedó atrás. Hoy sabemos que las sociedades sí pueden prosperar y vivir en armonía ejerciendo la reflexión y la voluntad. Sabemos también, y no hay que ir muy lejos, que ninguna sociedad está libre de “la fuerza y los accidentes”. A veces estos tomarán la forma de “estallidos”, crisis financieras o políticas. Lo importante es que, incluso ante estos imprevistos, sabemos que un buen diseño institucional puede lograr que sus efectos sean acotados.

Por eso, entonces, el problema actual es distinto al de Hamilton y los padres fundadores del constitucionalismo. Es un problema que debemos buscar e intentar resolver entre nosotros. No sirve buscar un problema en el pasado; si hay alguno, ese está aquí.

Desde el 18 de octubre muchos se han ocupado de intentar describir el problema constitucional atándolo a las causas del estallido de violencia. Algunos, después de rendir un conveniente homenaje a lo ocurrido, sostienen que el problema es el “neoliberalismo”. Así, Carlos Ruiz y Gabriel Salazar, cada uno a su modo, construyen una doble utopía: que el supuesto “neoliberalismo” es la causa de todos nuestros problemas y que su superación es el inicio de una nueva vida. Salazar llega al extremo de dictar las bases de una nostálgica sociedad premoderna. Eugenio Tironi, con menos grandilocuencia, argumenta que el problema está en el modelo que ha sido desbordado tras un largo período de deterioro de otras instituciones fundamentales, tales como la familia y la religión. Madalena Merbilháa y Cristián León, por su parte, rastrean los orígenes del 18 de octubre en el marxismo cultural que inspira a buena parte de la izquierda. León profundiza también en cuestiones de orden moral, intelectual y espiritual que estarían en la base de la asonada de octubre. Y, en fin, Luis Larraín y Sergio Muñoz, cada uno desde su perspectiva, sostienen que el problema de todo está en la desafección democrática que invade a muchos44.

Cada uno de estos problemas pueden o no ser causas del 18 de octubre, aunque lo que es relativamente claro es que ninguno de ellos es genuinamente constitucional. Tal vez tienen, con mayor o menor intensidad, algunos reflejos constitucionales, pero ellos son solo destellos que no se corrigen por la vía del cambio constitucional. Pienso, en cambio, que el problema que debe intentar resolver la nueva constitución es uno que se da en tres niveles; y solo uno de ellos es propiamente constitucional. El primer nivel es el político; el segundo es la estructura; y el tercero, la convivencia. Solo el segundo tiene una marcada presencia constitucional; el primero solo algunos; y el tercero, prácticamente ninguno. Veamos.

3. La política.

El principal problema que padece el país probablemente consiste es el estado actual de la política. Léase bien: no es la política el problema entonces, pues esta cumple un rol insustituible en la representación y en la deliberación. El problema es el estado actual de la política.

Hay distintas formas de apreciar este problema. Rodrigo Correa escribió hace algunos meses un sugerente texto en el sitio intersecciones.org que se hace cargo del desafío constitucional. Sostiene que las causas de la crisis están dadas principalmente por las condiciones de legitimidad sobre las que se construye el sistema democrático. Hoy esas condiciones se fundan en una intensa validación social del interés individual, cuestión que ha erosionado los antiguos mecanismos de equilibrio de las preferencias individuales con las colectivas (ej. la opinión pública “orientada a la generalidad” y los partidos políticos). La Constitución, nos dice, solo puede ser un camino de salida si logra reconstruir las instituciones mediadoras. Y ahí está el gran desafío de la discusión que viene.

Algo similar destaca Carlos Peña cuando escribe que el problema es la distancia entre lo que “la gente espera y aquello que encuentra en su vivencia” pues la cultura y el mercado, anota en otra parte, han promovido procesos de individuación y expectativas que las instituciones no han logrado procesar45.

No cabe duda que el desafío parece estar en la política como institución mediadora o “procesadora” de expectativas. Y también en sus prácticas que, no hay que olvidarlo, no necesariamente son efecto directo de la Constitución. En otras palabras: lo que está en crisis es la forma de hacer política, y ella depende tanto de reglas escritas como de muchas no escritas que guían el actuar de los políticos. El liderazgo, el servicio, la amistad cívica, los acuerdos, la importancia de la responsabilidad y el cumplimiento del deber, la conciencia de misión y tantas otras máximas que, con altos y bajos, han guiado la política, hoy parecen encontrarse en un nivel reducido.

Lo anotado no busca idealizar el pasado. La política siempre ha sido un territorio difícil, donde la virtud no se premia. Hanna Arendt, que escribió agudamente al respecto, tiene reflexiones que desalentarían a cualquiera. La sinceridad, recordó hace ya un tiempo, “nunca ha figurado entre las virtudes políticas y las mentiras siempre han sido consideradas en los ámbitos políticos como medios justificables”46. Y, a su modo, desde otra vereda, Borges sentenciaba que los políticos son “personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpeme usted, a ser populares”47. Con esto no quiero unirme a la masa empapada de lugar común que desprecia la política. Simplemente pretendo destacar el enorme desafío que trae consigo la tarea de mejorar esta labor. Nunca será ella un lugar de máximas virtudes o el lugar que nos presente una multitud de líderes ejemplares. Pero sí podrá ser un lugar donde algunos de sus líderes se destaquen en algunas virtudes, cuestión indispensable para la buena salud de la vida en común.

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