Sebastián Soto Velasco - La hora de la Re-Constitución

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¿Cuántos principios soporta una constitución? ¿Cómo debe organizarse el poder? ¿Se deben o no incluir los llamados derechos sociales? ¿Cuál es el futuro del Tribunal Constitucional? ¿Por qué los mecanismos de democracia directa pueden ser riesgosos? ¿Debe el Banco Central ser autónomo? ¿Cuánta descentralización es conveniente? ¿Está en riesgo el derecho de propiedad? ¿Qué discusiones habrá respecto al Poder Judicial, el Congreso Nacional y tantos otros órganos reconocidos hoy en la Constitución?
Este libro se hace cargo de los principales temas que estarán presentes en la discusión pública de la Convención Constitucional que redactará el texto de la nueva Constitución. Escrito con pluma ágil, el texto aborda nuestra historia constitucional y algunos de los principales debates constitucionales en el mundo. También ofrece una estimulante interpretación de lo ocurrido en Chile en las últimas décadas, con especial atención al contexto político-social producido a partir de octubre de 2019 que gatilló el proceso que hoy enfrentamos. La Hora de la Re-Constitución es una guía fundamental para seguir y comprender el actual debate constitucional en el entendido que no será más un tema solo de expertos, sino de todos los ciudadanos. La crítica a la Constitución se transformó en el instrumento para discutir sobre nuestra transición y, en especial, sobre el modelo económico del país en las últimas décadas. Hace bien este texto en recordarnos que las constituciones no son programas de gobierno. Lucía Santa Cruz en el Prólogo

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Ese silencio también afectó lo constitucional en su dimensión política. Dicho de otra forma, tal vez hubo buenas publicaciones sobre los aspectos técnico-constitucionales: manuales, tratados y reflexiones desde la norma. Lo que sin duda se echó en falta fue una reflexión más acabada que mostrara la Constitución viva, que escrutara sus debilidades y teorizara sobre los aspectos fundamentales de esa constitución no escrita que da vida al constitucionalismo chileno. Todo esto, para un público variado y no exclusivamente para el mundo académico. No afirmo que algo como eso podría haber cambiado las cosas, pero sí podría haber preparado mejor el terreno para desnudar los múltiples mitos y enfrentar los ríos de tinta que se dedicaron a predicar el fracaso de esta constitución.

Lo anotado puede parecer demasiado complaciente. Es cierto que desde la centroderecha pecamos al constitucionalizar muchos debates legislativos donde las diferencias eran de mérito. También es cierto que faltó convicción para promover antes algunos cambios constitucionales que hoy parecen razonables. Y es que muchas veces atrincherarse en las normas de la Constitución fue más cómodo que inteligente.

8. Quinto acto. El 18 de octubre de 2019.

El 18 de octubre todo estalló por los aires. No es necesario recordar los detalles. Sabemos que primero un grupo de escolares organizaron evasiones masivas, todos ellos largamente capturados por la ultraizquierda y el anarquismo que habitan las aulas del Instituto Nacional y otros establecimientos educacionales; luego, ellos y otros oportunistas destruyeron torniquetes y dependencias del metro de Santiago. El viernes 18 el objetivo no fue solo destruir sino también detener el transporte público y luego quemar estaciones del metro. Los fríos números muestran la temperatura que alcanzó el conflicto. El gerente general de Metro, Rubén Alvarado, informaba al día siguiente que, de 77 estaciones dañadas, 20 fueron incendiadas y de esas, 9 fueron completamente quemadas.

Frente a ese nivel de violencia, el Gobierno actuó como cualquier otro lo hubiera hecho: ante la grave conmoción pública, decretó un estado de excepción y destinó las fuerzas armadas a la protección de la infraestructura crítica. ¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho? Imposible saberlo, porque no existe la historia contrafactual. Pero podemos presumir que el Presidente habría sido criticado duramente por todos los sectores al dejar de utilizar todas las herramientas para controlar los desmanes ese 18 de octubre.

El estado de excepción no detuvo las cosas. De hecho, parece haberlas agravado. Las cifras de daños y hechos violentos tendieron al alza, alcanzando su punto más alto en los días posteriores al 18 de octubre. En octubre hubo un promedio de noventa eventos graves diarios (incendio, saqueos y destrucción de propiedad pública o privada). En noviembre el promedio se redujo a treinta y en diciembre ya fue solo de tres.

A mi juicio, más angustiante que la violencia desatada fue otra cosa: a partir de ese día se hizo evidente que el Estado no tenía real capacidad para controlar el orden público. Nunca un Estado podrá controlar a numerosos grupos violentos que, actuando con mayor o menor coordinación, pretenden destruir y causar temor en la población. Esta es una máxima de cualquier sociedad compleja donde el temor a la sanción y una cierta confianza entre nosotros disuade los comportamientos antisociales. Cuando el caos impide la sanción estatal y la confianza entre nosotros lleva años suficientemente deteriorada, la disuasión desaparece y volvemos a vivir en una sociedad donde, por momentos, las reglas no las fija el Estado. Así vimos arder el metro; saquear supermercados, iglesias, museos, comercio, hoteles; enfrentamientos con las policías; calles arruinadas y paredes vandalizadas. La destrucción de la ciudad fue el inicio de los tiempos recios.

En este escenario de violencia y movilización disruptiva, el país se detuvo. El Gobierno intentó sin éxito hacerlo andar de nuevo dando mayores certezas respecto al orden público. Y la oposición, quién sabe si por irresponsabilidad o por culpa, dio un significado a lo sucedido que terminó, al menos en alguna medida, por validar la violencia destructiva. No es posible condenar la violencia y al mismo tiempo vestir de épica aquello que sucedía diariamente en todo el país, pero con especial fuerza en las decenas de cuadras que rodean la Plaza Baquedano, el palacio de La Moneda u otros espacios céntricos de las ciudades de Chile. Por eso finalmente las oposiciones terminaron confundidas en una sola voz, la más vociferante, que terminó por significar lo que había ocurrido38.

En todo este ambiente había que jugar alguna carta lo suficientemente poderosa para retomar la pacificación. Y todos saben que, en los momentos de crisis, solo algunas cartas están sobre la mesa.

La más común en el mundo es la salida, cruenta o incruenta, de quien ocupa el sillón presidencial. Haber siquiera pensado en esta fórmula hubiera sido no solo el fin del Gobierno, sino también un gesto de debilidad que se hubiera repetido una y otra vez en los años sucesivos. El término de los gobiernos no sería ya, como en las sociedades desarrolladas, con el cumplimiento del plazo, sino que con la llegada de alguna asonada más o menos violenta acostumbrada a derribar gobiernos. Por eso, repetía la política democrática, el Gobierno debe gobernar hasta el último día.

La otra carta que estaba sobre la mesa era la constitucional. No la había puesto el Gobierno sino que, ya lo dijimos, la centroizquierda. Era, sin embargo, la carta que permitía hablar de política. Y, si había una cosa en la que era necesario insistir, es que la salida a la crisis debía ser política. Por eso, a las pocas semanas el presidente Piñera y su coalición iniciaron las conversaciones para ver la posibilidad de jugar esa carta. Y se jugó, con el dramatismo propio de los momentos difíciles, ese 15 de noviembre cuando la mayoría de las fuerzas políticas, con excepción del Partido Comunista y parte del Frente Amplio, suscribieron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución.

9. ¿Fue acertado jugar esa carta?

Pienso que sí. Ante todo, es claro que había que generar una reacción a la altura de las circunstancias. La crisis social más profunda que había vivido Chile desde el año 1982 requería reacción y no simple inercia. Por eso no podía seguir hablándose desde el programa de Gobierno y se requería algo más para mostrar que había conciencia de lo sucedido. La Constitución era una carta muy preciada, es cierto; pero la única que estaba a la altura.

Por lo demás, la historia del mundo muestra que las constituciones suelen cambiarse en momentos de profundas crisis. Nadie las cambia cuando el país progresa o cuando la política regular sigue en pie. Por eso es que siempre cuestioné, hasta antes del 18 de octubre, el eslogan de la “nueva constitución”. No había entonces una crisis institucional o social como la que surgió tras esa fecha.

Algunos, no sin razón, han sostenido que el Acuerdo que abrió la puerta al cambio constitucional fue celebrado bajo condiciones de violencia extrema. Por eso, aseguran, el consentimiento estaría viciado. Pero, más allá de lo no pertinente que resulta aplicar a este caso las normas de formación del consentimiento de contratos, lo cierto es que la política y la historia enseñan que es justamente en estos momentos de crisis cuando nacen las nuevas constituciones. Así ha sido el caso de todas las chilenas. Y no será esta una excepción.

Elster, un estudioso de estas materias, lo muestra con elocuencia en una investigación que ya es un clásico. En ella aparecen como causas comunes de cambios constitucionales en los últimos dos siglos una crisis social o económica (Estados Unidos en 1787 o Francia en 1791); una revolución (constituciones de Francia y Alemania en 1848); el colapso de un régimen (en la Europa del Este tras la caída de la dictadura comunista en los noventa); el temor al colapso del régimen (la Constitución francesa de De Gaulle en 1958); la derrota en una guerra (las constituciones alemana y japonesa tras la Segunda Guerra Mundial); la reconstrucción de la posguerra (la Constitución francesa de 1946); la creación de un nuevo Estado (Polonia y Checoeslovaquia después de la Primera Guerra), y la independencia del orden colonial (como los países hispanoamericanos)39.

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