I. FRENAR EL FINAL: ¿EL IMPERIO O LA IGLESIA?
¿Cuál es el sentido de esta historia que vivimos? Hace algunos años Massimo Cacciari, en un libro titulado El poder que frena, indicaba un camino que consideramos interesante recorrer. Había propuesto una reflexión de teología política a la luz de la Segunda Epístola a los Tesalonicenses (2,6-7). Escribió sobre la enigmática figura del katechon, es decir, algo o alguien que «retiene» y «contiene», deteniendo o frenando el asalto del Anticristo10. De alguna manera, su función es comparable a la del hermano de Prometeo, Epimeteo: tras derrumbarse el sueño de progreso del que Prometeo se había hecho cargo, le toca a su hermano gobernar las suertes de los humanos, impidiendo la apertura de las cajas que contienen los males del mundo.
Los Padres de la Iglesia intentaron establecer de quién hablaba Pablo y qué podía frenar el fin del mundo. Hasta cierto punto, la interpretación preponderante fue que el katechon era el Imperio romano, con su potestas administrativa que mantenía el mundo unido. Pero esta función no puede sino pretender para sí también una auctoritas espiritual. La cual, con el desmoronamiento del Imperio, pasó de hecho a la Iglesia, que en este sentido se convirtió en heredera del Imperio.
Hoy vivimos en una dimensión global que el Imperio romano no había conocido. Esta es, pues, nuestra pregunta: ¿cuál es la tarea de la Iglesia en este complejo escenario? Parece que no podemos escapar a una alternativa entre dos posibilidades. La primera posibilidad: anunciar el fin inminente de este «mundo» y acelerar todo lo posible su conclusión. La segunda posibilidad: ser un «muro de contención», una fuerza de frenado, el último baluarte antes de la catástrofe a la que nos conduce el poder que domina el sistema de la globalización salvaje, que gobierna erosionando las relaciones, garantizando la inmunidad y la seguridad solo para el dinero, haciendo de la guerra un árbitro. Pero ¿estamos seguros de que no existe una tercera posibilidad? Es lo que vamos a intentar indagar.
II. LA TAREA DE LA IGLESIA ANTE EL APOCALIPSIS
¿La Iglesia es un hospital de campaña porque cura las heridas de una guerra ya perdida o porque pretende fortalecer los miembros debilitados que quieren retomar la lucha? Hay quien, de forma militante, insiste precisamente en la aceleración, que tiende a construir un gueto de unos pocos «puros» contra los «demás», es decir, los muchos malos que ahora proliferan11.
¿Y Francisco? ¿Su ministerio como romano pontífice vive de la utopía de un mundo mejor, o de la tragedia de una demolición del mundo que hay que evitar a toda costa? ¿Es para él la tierra un balón pinchado al que hay que dar una patada para derrotar el mal indicando «cielos nuevos y tierra nueva»? ¿O es un jarrón de cristal hecho añicos que hay que restaurar pieza por pieza a toda costa, con un lento trabajo de encaje de las piezas?
Para Francisco, la tarea de la Iglesia no es la de adaptarse a las dinámicas del mundo, de la política y de la sociedad para apuntalarlas y hacer que sobrevivan de cualquier manera: esto lo juzga como «mundanidad». Y menos aún pretende ponerse contra el mundo, la política y la sociedad. El Papa no rechaza la realidad a la vista de un apocalipsis deseado, de un final que venza la enfermedad del mundo mediante su destrucción. No presiona para llevar hasta las más extremas consecuencias la crisis del mundo predicando su fin inminente, ni tampoco retiene las piezas de un mundo que se está desmoronando buscando alianzas cómodas, equilibrismos, colateralidades. Y, además, no intenta eliminar el mal, porque sabe que es imposible. Sencillamente, se desplazaría y se manifestaría en otros lugares y bajo otras formas. Lo que intenta es neutralizarlo. Aquí es donde está la dialéctica de la acción bergogliana. Y aquí está el nudo para comprender su significado. Este es el dilema.
III. EL PAPEL GLOBAL DEL CATOLICISMO EN EL CONTEXTO ACTUAL
Así que es por esto por lo que, bajo el perfil diplomático, Francisco asume la responsabilidad de adoptar posiciones arriesgadas. La tradicional cautela diplomática se une al ejercicio de la parresia, hecha de claridad y a veces de denuncia. Las tomas de posición contra el capitalismo financiero especulativo, la constante referencia a la tragedia de los inmigrantes, «un verdadero nudo político global»12, la memoria del «genocidio» armenio, la ulterior formalización de las relaciones con Palestina. Los ecos persistentes que han generado son los que proceden de una «voz que grita en el desierto», citando a Isaías, el profeta bíblico. El Papa de la misericordia no duda en gritar «malditos», durante una misa en Santa Marta, a quienes fomentan las guerras y se lucran con ellas.
Francisco se enfrenta al nuevo papel global del catolicismo en el contexto actual. Y en este contexto, la suya es y quiere ser esencialmente una visión espiritual y evangélica de las relaciones internacionales. Incluso cuando se habla de diplomacia, como lo hizo en su reunión privada del 3 de mayo de 2018 en la Academia eclesiástica, menciona una «diplomacia de las rodillas», es decir, fundada en la oración.
Todo está en la alternativa descrita al principio. Si Francisco quisiera frenar el colapso no podría sino valerse de la ley, el poder constituido, la mediación entre el Estado y la Iglesia, las reglas que permiten que el sistema se sostenga, e incluso el colateralismo. Por el contrario, si quisiera acelerar los cielos nuevos y la tierra nueva, no tendría más remedio que trabajar de pico y pala, a través de la denuncia, de la desarticulación de aquello que mantiene en pie al poder y por lo tanto al mundo tal y como se va configurando.
De aquí viene el conflicto de las interpretaciones. Los que atacan a Francisco lo hacen porque lo acusan de pactar con el «mundo». Mientras tanto él, por otro lado, arremete contra el establisment —tanto el mundano como el eclesiástico, que a fin de cuentas son lo mismo— y desgrana incluso la lista de las enfermedades que lo afligen. Y los que elogian a Francisco lo hacen porque lo sienten sensible misericordiosamente a la realidad del mundo, de una manera que llega incluso a suspender el juicio. Por otra parte, el Papa afirma con vehemencia (lo hizo durante su visita a Nápoles) que la corrupción «apesta», y no usa medias tintas en su denuncia.
Hay un criterio profundamente espiritual que nunca se debe perder de vista. Es el que impulsa a Jesús a acoger a la pecadora y a derribar los puestos de los comerciantes delante del templo. El criterio es el mismo. Pero hay quien, al ver los dos gestos, los considera contradictorios porque —por rigorismo o por laxismo— no ha entendido el Evangelio de Cristo.
Ocuparse de la política internacional de Francisco significa sumergirse en una visión espiritual que se nutre de un profundo sentido de la catástrofe posible y de las fuerzas del mal en acción, y al mismo tiempo de una confianza única en el misterio de Dios, que nos lleva a aceptar los pequeños pasos, los procesos, la autoridad mundana, las reuniones, las negociaciones, los tiempos largos y las mediaciones13.
Pero esta aceptación se basa en la consciencia de que el mundo no está dividido entre el bien y el mal, entre buenos y malos. La decisión no consiste en discernir con qué fuerzas (partidistas, políticas, militares…) conviene aliarse y cuáles hay que apoyar para que triunfe el bien. Esta aceptación de la conversación diplomática se basa en la certidumbre de que no se está dando a este mundo el imperio del bien. Por eso hay que dialogar con todos. El poder mundano está definitivamente desacralizado. Si bien es cierto que los que se dedican a la política están llamados a hacerse «santos» precisamente siendo políticos, obrando para el bien común, hay que decir, por otra parte, que ningún poder es «sagrado».
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