Esta contradicción es particularmente grave cuando, con el uso de la autoridad, se abusa sexualmente de personas que dependen de ellas, en particular, de los menores. Del mismo modo, las donaciones y las contribuciones financieras que sirven a fines benéficos cristianos y se confían a la Iglesia y a sus autoridades han sido objeto de abuso para beneficio personal. Cuentas y bancos de la Iglesia, que se benefician de la confianza en las autoridades eclesiásticas, han sido utilizados para el lavado criminal de dinero. Por supuesto, todos estos tipos de abuso ocurren también en la esfera social, así como suceden en la esfera eclesiástica. El abuso de poder existe en el ámbito político, en relación a las finanzas, por ejemplo, a través de los escándalos de corrupción. Asimismo, el abuso sexual está muy difundido en nuestra sociedad moderna. Aquí tenemos los mismos fenómenos que en el ámbito eclesiástico. En este sentido, la situación es estructuralmente idéntica a la del ejemplo del Concilio con relación a la cuestión de la mujer.
Ante estas formas de abuso social difundidas en todo el mundo, surge la pregunta: ¿cómo ha intentado la sociedad defenderse de esto? Es una experiencia histórica humana que la independencia y el control público recíproco del poder ejecutivo, legislativo y judicial es necesario para contener y prevenir estos abusos. Todo abuso grave de poder demostrable debe ser castigado legalmente. Solo de esta manera se puede proteger la dignidad humana de las posibles víctimas, particularmente, la de la gente pobre e indefensa.
Conforme a la autoridad eclesial otorgada por de Jesucristo: «El que os escucha a vosotros, me escucha a mí», «Lo que atéis en la tierra será atado en el cielo», «Como me enviaste al mundo, también yo los envío al mundo», surge una flagrante contradicción cuando, sobre la base de este fundamento, la autoridad eclesiástica se convierte en pretexto u ocasión para el abuso. En el contexto moderno estos abusos de la autoridad eclesiástica se favorecen estructuralmente en el derecho canónico al afirmar y establecer la indivisibilidad de los diversos poderes; ejecutivo, legislativo y judicial. Están configurados como una unidad inseparable, por así decirlo, en la forma legal dada al episcopado y al primado papal. No hay jurisdicción administrativa independiente en la Iglesia. Los obispos y el primado del obispo de Roma, que están particularmente encargados de la unidad de las muchas iglesias locales, son responsables, solos, de todas las decisiones en sus áreas de competencia. Únicamente pueden ser aconsejados por el Pueblo de Dios. En las palabras de Jesús citadas anteriormente, ¿se dice acaso que los obispos o pastores no pueden pecar? No. ¿Se dice que no pueden abusar de su poder y de su posición? No. Hay bastantes ejemplos de estos casos de abusos. Esta situación debe ser remediada mediante controles de funcionamiento y de poder significativos e independientes.
Esta constatación no es una invitación, simplemente, a introducir de una manera acrítica una constitución democrática y política en la Iglesia. La naturaleza de la Iglesia no se basa en la soberanía popular. Tiene su origen en el proyecto salvífico de Dios, revelado en Jesucristo crucificado y exaltado a la derecha del Padre. Pero, al mismo tiempo, ella es una Iglesia peregrina en el camino histórico de la conversión y en el camino hacia el Dios vivo que se revela a sí mismo.
El escándalo que ha surgido en muchos lugares, el grito largamente reprimido de las víctimas, es un signo de los tiempos en el que se revela el poder del Espíritu Santo y su actividad en la historia. ¿Existe un punto de partida teológico para una solución a esta cuestión? La respuesta fue dada por el mismo papa Francisco cuando habló del camino de la Iglesia hacia el tercer milenio como un camino sinodal. Sínodos, la reunión, la asamblea, refiere a la celebración de la Eucaristía, en la que los cristianos se reúnen con sus legítimos dirigentes y, desde Cristo, se presentan a sí mismos en su forma histórica como comunidad, como Iglesia. A partir de esta figura histórica, especialmente en la situación moderna actual, de manera creativa, guiados por el Espíritu de Jesucristo, inspirados en su ejemplo, deben diseñarse y afirmarse conjuntamente los aportes institucionales eclesiásticos a una forma estructural apropiada de Iglesia. Sin embargo, esto solo tendrá éxito si se reconocen los abusos con gran libertad interior y se corrigen los déficits advertidos. Esto significa que la autoridad de los obispos y de sus colaboradores es plenamente reconocida, pero al mismo tiempo se asegura que el Pueblo de Dios esté involucrado con su voz en las decisiones fundamentales que afectan significativamente a la comunidad.
En este sentido, los cristianos deben poder ejercer un votum decisivum, no solo un votum consultativum. Esto sería posible de diversas formas. Existen diferentes enfoques y soluciones en el campo de las estructuras eclesiásticas en los anglicanos, los ortodoxos, etc., que, por supuesto, también tienen sus límites y pueden ser mejorados. Sin embargo, lo que importa es que se analicen cuidadosamente los signos de los tiempos, que se disciernan las demandas que en ellos emergen, en toda su radicalidad e incondicionalidad, y que se emprendan los cambios correspondientes.
En ese sentido es mi opinión que existe una omisión importante cuando en el texto de la Comisión Teológica Internacional, publicado en marzo de 2018 con el título «La sinodalidad en la vida y la misión de la Iglesia»6, no se incluye un análisis estructural de las acusaciones de abuso y se afirma el principio de decisión única y exclusiva de los obispos y del primado papal, mientras que a todas las demás personas en la Iglesia se les asigna un rol meramente asesor. Aunque la expresión «signos de los tiempos» es usada algunas veces en el texto, el asunto en cuestión implicado con esta expresión no aparece en la argumentación sobre la sinodalidad en el documento citado. Solo en la escucha siempre renovada de los signos de los tiempos se puede proclamar hoy de manera creíble el Evangelio. La profundidad de los problemas referidos y la profundidad de los necesarios procesos de transformación son claros, hasta cierto punto, en los grandes documentos del Concilio Vaticano II sobre el Diálogo con las Religiones, Nostra aetate, y en el Decreto sobre la Libertad Religiosa, Dignitatis humanae. Aquí se han concretado diferenciaciones y cambios decisivos en la configuración de la forma histórica de estas relaciones.
DESAFÍO AL APOCALIPSIS. EL ROL GLOBAL DEL CATOLICISMO EN EL CONTEXTO ACTUAL
Antonio SPADARO SJ
El 9 de noviembre de 1989 caía el Muro de Berlín. A partir de ese día miles de berlineses fueron demoliendo ese símbolo que los había tenía secuestrados durante casi treinta años. Es una fecha emblemática del ocaso de los totalitarismos. Parecía surgir una nueva época, marcada por la globalización. Hoy, sin embargo, muestra los rasgos de la indiferencia y del conflicto, como repite a menudo el papa Francisco. Tras la caída de ese muro, muchos otros se han ido alzando por el mundo7. El Pontífice, hablando a un grupo de jesuitas, no ha usado medios términos: «Hay muros que separan a los niños de sus padres. Se me viene a la mente Herodes. Para la droga, en cambio, no hay muro que valga»8.
Cuando Francisco se refirió a la Iglesia como a un «hospital de campaña después de una batalla», no pretendía utilizar una bella imagen, retóricamente eficaz. Lo que tenía ante los ojos era un escenario mundial como de «guerra mundial por partes». La crisis global adopta distintas formas y se manifiesta en conflictos, aranceles, alambradas, crisis migratorias, regímenes que caen, nuevas alianzas amenazadoras y vías comerciales que abren el camino a la riqueza, pero también a las tensiones. Se podría construir un mapa, en cualquier caso, siempre incompleto9.
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