En este sentido, Francisco pone toda su confianza solo en el futuro escatológico, confía únicamente en Dios. Pero es esto precisamente lo que le lleva a realizar todos los esfuerzos posibles para apuntar hacia la «integración», hacia todo aquello que, dejando de lado cualquier falsa ilusión de «sacro imperio», conduce a los hombres por el camino del bien, aun estando en medio de las tentaciones de este mundo. Precisamente por eso nadie es el «malo», es decir, la encarnación del demonio. Y esto es escandaloso, porque deja abierta una puerta (a veces realmente estrecha, pero abierta en todo caso), incluso en situaciones políticamente problemáticas.
IV. CONTRA LA TENTACIÓN DE UN CATOLICISMO TRIBAL
Por lo tanto, la energía que le lleva a frenar la caída del mundo hacia el abismo no empuja al Pontífice hacia el compromiso con los poderes. Este es el punto más delicado del razonamiento, porque a veces la Iglesia cree que la única manera de poner freno a la decadencia es la de aliarse con un partido político que permita su supervivencia como agencia de sentido. Muy a menudo este ha sido el drama de nuestra Italia. Y el rescoldo de las nostalgias aún sigue encendido. Bergoglio, sin embargo, no cree en este poder del poder. Lo sagrado nunca es apoyo del poder. El poder nunca es apoyo de lo sagrado.
Por consiguiente, el discurso propio del pontificado abraza tanto los temas de la igualdad, de la necesidad de «tierra, techo y trabajo», como los temas relacionados con la libertad. Ahora el «relativismo» queda desvelado todavía más en sus devastadores aspectos sociales. La llamada a la «lucha» contra la dictadura del relativismo toca el corazón de la dignidad humana, que se queda indefensa e inerme, sin tierra, techo y trabajo. Y esto no porque Francisco se imagine el paraíso en la tierra: no es el suyo un utopismo mundano. Sino porque la suya es una mirada de fe, que se basa en el Juicio final, tal y como el Evangelio de las Bienaventuranzas nos lo presenta.
A este propósito, un embajador ha observado que «el lenguaje de Benedicto XVI era el de la modernidad occidental, que por un lado reconocía la pluralidad de las visiones del mundo en la sociedad contemporánea y por otra denunciaba la “dictadura del relativismo”. El lenguaje de Francisco, aun enfrentándose cara a cara con los muchos desafíos de la modernidad cultural, considera al mismo tiempo prevalente el proceso de polarización social y económica que se está desarrollando a escala global, con una progresión apremiante y creciente intensidad»14.
Cae, llegados a este punto, la contraposición entre laico y cristiano, entendidos como categorías ideológicas, campos semánticos y referencias abstractas.
El Espíritu es incontenible. El pensamiento «cristiano» se opone por sí mismo a un pensamiento «laico» si este último se ha convertido en ideología. Pero si es el primero el que se convierte en ideología, entonces ya no tiene nada que ver con Cristo.
En realidad —ha dicho el Papa en Egipto15— caen todas las contraposiciones endurecidas por el polvo de los tiempos. La verdadera sabiduría está «abierta y en movimiento, es humilde e indagadora al mismo tiempo». No hay más que una sola contraposición: o la «civilización del encuentro» o la «incivilización del choque». ¿Y las religiones? «La luz policromática de las religiones ha iluminado esta tierra». La policromía no contrapone los colores colocándolos en antítesis, sino que los aúna en una visión no conflictual. En el fondo, este es el gran problema de hoy: muy a menudo se vive la diversidad en términos de conflicto.
En su discurso para la publicación del fascículo 4000 de La Civiltà Cattolica, Francisco afirmaba: «Dad a conocer cuál es el significado de la “civilización” católica, pero haced también que los católicos sepan que Dios trabaja también fuera de los confines de la Iglesia, en cada verdadera “civilización”, con el soplo del Espíritu».
Y poco antes, en el mismo discurso, había dicho que «la cultura viva tiende a abrir, a integrar, a multiplicar, a compartir, a dialogar, a dar y a recibir dentro de un pueblo y con los demás pueblos con los que establece relación»16.
Para Bergoglio la cultura tiene valor de verbo, más que de sustantivo. Solo los verbos la expresan bien. En particular: abrir, integrar, multiplicar, compartir, dialogar, dar y recibir. Siete verbos flexibles en pasado, presente y futuro. Siete verbos que pueden indicar o invitar a expresar un imperativo que nos impulsa a la acción17. El primero es «abrir».
Lejos está del Papa la idea de un populismo católico o —peor aún— un etnicismo católico, porque el Dios que él busca está en todas partes. También se distancia de la idea de un «tribalismo» que se apropia del libro de los Evangelios o del símbolo mismo de la cruz. Las nociones de raíces y de identidad no tienen el mismo contenido para el católico que para el identitario neopagano. Las raíces étnicas, triunfalistas, arrogantes y vindicativas son sencillamente lo contrario del cristianismo.
La tercera guerra mundial no es un destino. Evitarla implica usar la misericordia, y significa sustraerse a las narraciones fundamentalistas y apocalípticas adornadas de solemnidad y máscaras religiosas. Francisco lanza un desafío al apocalipsis y al pensamiento de las redes políticas que sostienen una geopolítica apocalíptica de la lucha final, fatal e irreversible. La comunidad de los creyentes, de la fe (faith), nunca es la comunidad de los combatientes, de la batalla (fight).
Hay que huir de la tentación transversal de proyectar la divinidad sobre el poder político, que se reviste de ella para sus propios fines. De esta forma, se vacía desde el interior la máquina narrativa de los milenarismos sectarios que nos preparan para el apocalipsis y la «batalla final». Subrayar la misericordia como atributo fundamental de Dios expresa esta exigencia radicalmente cristiana.
Por eso, Francisco está desarrollando una sistemática contra-narración respecto a la narrativa del miedo. Es necesario combatir la manipulación de esta época de ansiedad e inseguridad. Y también por eso, valientemente, el Papa no atribuye ninguna legitimación teológico-política a los terroristas, evitando, por ejemplo, cualquier reducción del islam al terrorismo islamista. Tampoco se la atribuye a quienes postulan y desean una «guerra santa» o construyen barreras de alambre de espino precisamente con la excusa de detener el apocalipsis, construyendo un dique físico y simbólico con el fin de restituir un «orden». En efecto, para el cristiano las únicas espinas son las de la corona de Jesús.
V. SAN FRANCISCO EN LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO
Francisco, de forma provocadoramente evangélica, ha llegado a llamar a los mismos terroristas con una expresión a la vez llena de condena y de compasión: «pobre gente criminal». Utilizó esta expresión en el encuentro con los refugiados y los jóvenes discapacitados en la iglesia católica latina de Betania, el 24 de mayo de 2014. Si miramos más allá de las apariencias, siempre vemos al pecador —en este caso al terrorista— como al «hijo pródigo», y nunca como a una especie de encarnación diabólica. Hasta llegar a la afirmación, realmente singular, de que detener al agresor injusto es un derecho de la humanidad. Sí, pero también se postula como «un derecho del agresor», es decir, el derecho «a ser detenido para no cometer daño». De esta manera se ve la realidad desde una doble perspectiva, que incluye y no excluye al enemigo y su mayor bien.
El amor típico del cristiano no es solo el amor al «prójimo», sino también al «enemigo». Cuando se llega a mirar al hombre que comete un acto horrible con una cierta pietas, triunfa de forma humanamente inexplicable, a la par que «escandalosa», la que es precisamente la fuerza íntima del Evangelio de Cristo: el amor por el enemigo. Este es el triunfo de la misericordia. Sin esto, el Evangelio correría el riesgo de convertirse en un discurso sin duda edificante, pero no revolucionario. La elección de Francisco es la de Cristo ante el Gran Inquisidor, tal como nos la presenta Dostoyevski en los Hermanos Karamazov: un beso en los labios de quien le anuncia la condena a muerte; un beso no hace cambiar de idea, pero hace temblar los labios y «quema el corazón».
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