El punto de partida para una conciencia eclesial crítica y lúcida de nuestro entorno ha de ser el discernimiento de los signos de los tiempos (GS 4). Es ahí donde se encuentra el sentido profundo de la reforma de la Iglesia y de las reformas en la Iglesia: servir a la obra del Evangelio sirviendo a los seres humanos de nuestro tiempo. Según el Concilio, la Iglesia se comprende a sí misma, «en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Esta naturaleza sacramental, precisamente, es la que exige de ella ser una ecclesia semper reformanda, inquieta por su conversión continua y su auto reforma permanente, de modo de transparentar de la mejor manera al Evangelio y a los valores del Reino y, de este modo, servir a la causa de la evangelización, de la paz y la justicia entre todos los seres humanos. En este sentido, la reforma de sí misma es parte esencial de un proyecto misionero, de una Iglesia en salida que pone su centro, no en sí misma, sino en las personas, particularmente los más desfavorecidas, y en su misión evangelizadora y humanizadora.
En este contexto temporal se sitúa el llamado de Evangelii gaudium a entrar en un estado de «perenne reforma» (EG 26). La vía por la que se avizora este camino es la de la conversión pastoral. La Conferencia de Santo Domingo, al introducir esta noción, sostuvo que «tal conversión debe ser coherente con el Concilio. Lo toca todo y a todos: en la conciencia y en la praxis personal y comunitaria, en las relaciones de igualdad y de autoridad, con estructuras y dinamismos que hagan presente cada vez con más claridad a la Iglesia, en cuanto signo eficaz, sacramento de salvación universal» (SD 30). La conversión pastoral afecta «a todo y a todos(as)» en relación a los estilos de vida (praxis personal y comunitaria), los ejercicios de autoridad y poder (relaciones de igualdad y de autoridad), y los modelos eclesiales (estructuras y dinamismos), teniendo como punto de partida el carácter discipular-misionero de una Iglesia que se encarna en los muchos pueblos de esta tierra (EG 115).
El actual proceso de discernimiento requerirá abandonar estructuras caducas que ya no favorecen la transmisión de la fe. Esta es la hoja de ruta que sigue Francisco en Evangelii gaudium en la que propone una sinergia entre la reforma de las estructuras y la conversión pastoral: «Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral solo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida» (EG 27). De este modo, la conversión pastoral es presentada como la condición sin la cual no habrá una verdadera reforma eclesial.
Las reformas eclesiales pueden ser situadas en tres niveles: «reformas espirituales, pastorales e institucionales» (Aparecida, n.o 367), promoviendo un modo eclesial de proceder en el que los laicos/as participen, no solo del discernimiento, sino también de la toma de decisiones, la planificación y la ejecución de todo aquello que concierne a la cura pastoral, pues son todos los miembros de la Iglesia, como Pueblo de Dios, el sujeto evangelizador. Esta eclesiología, discipular-misionera, es la base fundamental para comprender a Francisco, y lleva en sí el germen de una reforma eclesial en clave sinodal.
INVOLUCRAR A TODO EL PUEBLO DE DIOS EN LAS FUNCIONES DE ENSEÑANZA, SANTIFICACIÓN Y GOBERNANZA
Es esta etapa eclesial se requiere una profunda revisión de las estructuras y formas de proceder para responder a los signos de los tiempos actuales, lo cual requerirá pensar nuevos modos y procedimientos que permitan un auténtico involucramiento de todo el Pueblo de Dios en las funciones de enseñanza, santificación y gobernanza. Tal esfuerzo supone una conversión sinodal. Así lo expuso Francisco en el 2015: «El mundo en el que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. Lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra «sínodo». Caminar juntos —laicos, pastores, Obispo de Roma— es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil ponerlo en práctica»1.
Con esta categoría se recoge el núcleo de la propuesta conciliar expresada con la noción de Pueblo de Dios —que subraya la igualdad y la común dignidad, antes de la diferencia en ministerios, carismas y servicios—, recoge bien las preocupaciones comunitarias que se han expresado en estas décadas en América Latina y El Caribe. Representa, además, un lenguaje teológico capaz de ser seguido y comprendido por toda la Iglesia, no solo por una iglesia regional. La Comisión Teológica Internacional ha formulado recientemente una descripción de la sinodalidad: «indica la específica forma de vivir y obrar (modus vivendi et operandi) de la Iglesia Pueblo de Dios que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos sus miembros en su misión evangelizadora». Destaca, precisamente, «la corresponsabilidad y la participación de todo el Pueblo de Dios en la vida y la misión de la Iglesia»2.
Si la conversión pastoral representa la raíz genuinamente latinoamericana de la recepción conciliar, la conversión sinodal nos sitúa en continuidad y profundización del espíritu del Concilio. No podemos, pues, separar la conversión sinodal de la conversión pastoral, como no podemos separar la reforma de las estructuras de la conversión de las mentalidades. Esto quedó claro en su mensaje a la curia en el 2016 cuando afirmó que «la reforma de la curia no se lleva a cabo de ningún modo con el cambio de las personas —que sin duda sucede y sucederá— sino con la conversión de las personas. En realidad, no es suficiente una “formación permanente”, se necesita también y, sobre todo, “una conversión y una purificación permanente”. Sin un “cambio de mentalidad” el esfuerzo funcional sería inútil»3.
La renovación de la vida sinodal de una Iglesia local no se puede imponer mediante una fórmula única. La Iglesia, y en ella las iglesias, está llamada a cultivar las cualidades y dones de diferentes pueblos, y a desarrollarlos. La diversidad de las formas de expresión de la sinodalidad debe llevarnos a distinguir, por un lado, entre el principio o el régimen sinodal de la Iglesia o su naturaleza sinodal, por otro lado, sus formas institucionales concretas. Por ello, como criterio general en el proceso de reformas, se deberían sugerir propuestas y favorecer iniciativas que permitan y faciliten a las iglesias locales de cada región asumir de manera creciente sus propias responsabilidades en una dinámica de corresponsabilidad diferenciada de todo el Pueblo de Dios.
UNA FORMA ENCARNADA DE LLEVAR ADELANTE LA ORGANIZACIÓN ECLESIAL Y LA MINISTERIALIDAD
Existe una estrecha relación entre la dinámica sinodal de una iglesia particular y un proceso de interculturalidad e inculturación del Evangelio. El proceso de inculturación, punto esencial de toda obra evangelizadora, exige el ejercicio de la sinodalidad; supone la participación activa de los creyentes pertenecientes a las culturas en donde se procura que el Evangelio asuma una forma histórica concreta. Una «Iglesia en la Amazonía con rostro amazónico», por ejemplo, como proponía Francisco en el sínodo de obispos de octubre de 2019, solo puede existir si las comunidades eclesiales implicadas están impregnadas de un espíritu sinodal e, inseparablemente, de unas estructuras o formas organizativas acordes a esa dinámica. De esa manera una Iglesia toma forma propia, no reproduce un modelo general, responde a necesidades particulares, aquí y ahora. Supone una Iglesia descentralizada, en sus múltiples niveles (universal, nacional, regional y diocesano), muy atenta y respetuosa de los procesos locales, sin que el vínculo con las demás Iglesias hermanas y con la misma Iglesia universal sufra menoscabo.
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