Las enseñanzas de Gaudium et spes también abren perspectivas. La discriminación que sufren las mujeres a causa de su sexo puede considerarse como una desigualdad que niega su dignidad fundamental que, vista desde la teología, puede entenderse como rechazo del plan de Dios. En cuanto tal, está llamada a ser erradicada, en todas sus expresiones y en todos los ámbitos. La desigualdad de género es un pecado social porque impide la realización plena del desarrollo humano de las mujeres y menoscaba a su vez la dignidad de los varones en su capacidad de relación recíproca120. Para el Concilio, «todos deben interesarse en que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural» (GS 60). No hay auténtica liberación de las mujeres si ella no exige la de todos, la salvación universal reclama a su vez por la dignidad de las mujeres y esta implica la de cada criatura. En este punto, parecen coincidir las enseñanzas del magisterio y las posiciones de un feminismo inclusivo, aunque esta afinidad con frecuencia no sea percibida.
3. El Mensaje y el desafío emergente
También se puede destacar el significado histórico del Mensaje del Concilio a la Humanidad, con su sección dirigida a las mujeres, su vocación y misión. En este discurso, se eligió realzar la dignidad de la mujer mediante una presentación ideal de su vocación y misión ligada a su responsabilidad moral en la historia121. Esta exaltación de la mujer, separada del varón, ha recibido variadas críticas por expresar una visión deudora de un modelo tradicional, si bien se comprende la intención de reconocimiento que tuvieron los padres conciliares122.
Más allá de la finalidad pastoral que tuvo el Mensaje, su formulación resultó ambigua porque la idealización de la mujer no resuelve la realidad concreta de su dignidad y resulta insuficiente para dar una respuesta al sufrimiento histórico de las mujeres123. Como señala Mercedes Navarro, con el feminismo, las mujeres dejamos de ser un «género específico» y se plantea la necesidad de una perspectiva de género, que ayude a repensar al varón y a la mujer en sus relaciones124. El Mensaje reclama esta misma perspectiva para hacer memoria del Concilio Vaticano II, puesto que pone en evidencia las implicaciones antropológicas en todo desarrollo eclesiológico. ¿Cómo se puede profundizar en el horizonte inclusivo abierto por el acontecimiento conciliar?
III. APORTES PARA UNA REFORMA EN VOCES DE MUJERES
En este punto, resulta ineludible indagar en los aportes de la eclesiología escrita por mujeres y más concretamente en la eclesiología feminista o la investigación teológica de las mujeres, que intentan retomar los fundamentos conciliares desde la perspectiva de género.
1. El futuro de la comunidad eclesial visto desde el compañerismo
A partir de su feminismo teológico eclesial, la teóloga presbiteriana Letty M. Russell ofrece un ensayo de eclesiología feminista con múltiples sugerencias para pensar y practicar125. «Iglesia alrededor de la mesa» o «comunidad inclusiva» son las fórmulas que caracterizan la eclesiología de esta pastora, que se fraguó a través del proceso auspiciado por el Consejo Mundial de Iglesias denominado «Ser Iglesia: Voces y visiones de mujeres», cuyo propósito fue valorar sus aportes126. La autora sostiene que «hablar de la “iglesia alrededor de la mesa” es brindar una descripción metafórica de la iglesia que lucha por convertirse en una casa de libertad»127. Desde este horizonte, retoma las metáforas e imágenes eclesiológicas de las Escrituras y de la teología cristiana: «algunas de estas imágenes como “Pueblo de Dios” y “Cuerpo de Cristo”, necesitan ser reinterpretadas en términos de la metáfora de la iglesia alrededor de la mesa»128, en vistas a una crítica de las tradiciones en defensa de la plena humanidad de las mujeres129. En la propuesta de Russell, se trata de releer dos de los conceptos eclesiológicos centrales desde el punto de vista feminista y de hacerlo en relación con otros como «signo» y «nueva creación» que asumen las dimensiones sacramental y escatológica para subrayar el proceso de liberación y restauración que ha de darse en el camino hacia el futuro definitivo. El crecimiento hacia una «humanidad compartida» exige la aceptación de los otros como sujetos para que sea posible el «compañerismo», sobre todo si estos otros son las mujeres u otros grupos marginados. El compañerismo como nuevo modo de relación en Cristo que nos libera para el servicio mutuo en la Iglesia y la bienvenida en la mesa del compañerismo expresan simbólicamente la comunión misionera a que está llamada la vida cristiana130.
Esto lleva a examinar las formas de relación y ejercicio de la autoridad que impiden la creación de comunidad, para proponer pistas de superación mediante el nuevo paradigma de compañerismo y reciprocidad131. La posición teológica feminista de L. M. Russell cuestiona, siempre en la esperanza del futuro prometido, la injusticia y la dominación de sesgo masculino, las relaciones de poder entre los géneros y las formas de vida cristiana, las discriminaciones de diverso signo132. El aporte de la autora comparte la posición de otras teologías feministas al señalar que «la desunión entre mujeres y varones en la Iglesia es una mayor barrera para la realización de la unidad en Cristo Jesús; como las divisiones de raza, clase y nacionalidad, las divisiones de sexo son barreras fundamentales para buscar la unidad (Gálatas 3,28)»133. El recurso a la metáfora de la «Iglesia alrededor de la mesa» es, para ella, una forma de contestar a la imagen de la casa regida por un patriarca mediante una casa en la cual todas las personas se reúnen alrededor de la mesa común a participar del pan, el diálogo y la hospitalidad. En tiempos marcados por una persistente desigualdad de género, la realización de la Iglesia como comunidad inclusiva representa un testimonio imprescindible para el anuncio del Evangelio en el presente. El aporte de esta teóloga pionera sigue impulsando nuevas formas de pensar la Iglesia.
2. El reconocimiento de la subjetividad bautismal de las mujeres
Las publicaciones que aparecen a mediados de la primera década del nuevo siglo —en torno a los cuarenta años del Concilio Vaticano II— parecen marcar el comienzo de una nueva etapa en la recepción eclesiológica por parte de las mujeres. Los estudios que Cettina Militello ha publicado como autora, La Chiesa «il corpo crismato» (Bologna, 2003) y Donna e teologia. Bilancio di un secolo (Bologna, 2004) o como editora, Il Vaticano II e la sua ricezione al femminile (Bologna, 2007), junto a otros más recientes editados o escritos en coautoría, sirven ampliamente para ilustrarlo. El desafío fundamental para esta teóloga italiana puede formularse así: «traducir la subjetividad bautismal en todas las formas posibles recibiendo y explicitando el debate conciliar»134. Como lo indica el título de su obra eclesiológica mayor, Militello señala que, para realizar la diaconía, el ministerio y el servicio en la Iglesia, el Espíritu necesita sujetos humanos ungidos, varones y mujeres: el Espíritu necesita un corpo crismato. Su planteo va en una línea semejante a cómo lo formula el papa Francisco en Las cartas de la tribulación, al referirse a la unción del Espíritu en la Iglesia135.
En este contexto, cabe recordar que la renovación eclesiológica del Vaticano II ha impulsado la superación de una perspectiva jerárquica, reconociendo al ministerio jerárquico como función de discernimiento y coordinación de los otros carismas y ministerios con vistas a la comunión136. La recepción teológica de esta enseñanza paulina (cf. 1 Cor 12,4-7.11) en este Concilio permitió pensar que «la Iglesia se presenta en su unidad como un pueblo totalmente carismático y totalmente ministerial»137. La función del ministerio ordenado se expresa en el discernimiento de los carismas y también a través de su escucha atenta; no hay que olvidar la exhortación referida a no apagar el Espíritu (cf. LG 12): «el carisma es siempre más amplio que todas sus expresiones ministeriales y se ofrece como el elemento dinámico de la comunión eclesial»138. De este modo, las relaciones entre las distintas formas de ministerialidad no son de superioridad de unas sobre otras, sino de servicio mutuo en la diferencia irreductible. Las orientaciones conciliares apuntan a recuperar la perspectiva comunional de la Iglesia de los orígenes: «la unidad está antes que la distinción; la variedad carismática y ministerial se basa y alimenta en la riqueza pneumatológica y sacramental del misterio eclesial»139. Precisamente, al comienzo del capítulo sobre laicos en Lumen gentium, luego de afirmarse que no hay desigualdad entre los miembros del cuerpo de Cristo partiendo de Gál 3,28 (cf. LG 32b), se dice que «la propia diversidad de gracias, servicios y actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues todo esto lo hace el único y mismo Espíritu (1 Cor 2,11)» (32c)140. Este retorno a una eclesiología total, inclusiva, ligada a la noción de Pueblo de Dios, está vinculada directamente a la regeneración y la unción del Espíritu Santo en el bautismo (cf. LG 10-12, 30-32)141; en esta perspectiva, se recupera la dimensión carismática de todo el Pueblo de Dios, la riqueza y la variedad de dones que el Espíritu derrama en cada bautizado, mujer o varón, al servicio de la comunidad.
Читать дальше