Los estudios coinciden en señalar la importancia de una intervención pública del cardenal Suenens titulada «La dimensión carismática de la Iglesia»95. en la cual se refirió a la importancia fundamental del desarrollo de los carismas para la construcción del Cuerpo místico y a la necesidad de evitar que la Iglesia jerárquica aparezca como un aparato administrativo desconectado de los carismas. Al final de su relación, Suenens propuso algunas conclusiones doctrinales sobre el capítulo relativo al Pueblo de Dios, para visibilizar a los ojos de todos la fe en los carismas donados a todos los fieles de Cristo por el Espíritu y otras conclusiones prácticas: que se ampliara la presencia de auditores laicos, se invitara a mujeres como auditoras y también a hermanos y hermanas religiosos, por ser partícipes del Pueblo de Dios96. De esta forma, denunciaba formalmente la inconsecuencia que suponía declarar la igualdad fundamental entre el varón y la mujer y, sin embargo, no tratar a la mujer en el mismo plano de igualdad. Para Cottina Militello, «el tema no es la mujer, sino la atención a los carismas de los fieles»97; Marinella Perroni interpreta esta intervención como el comienzo de «la superación de una eclesiología de género discriminatoria», por cuanto implicaba intervenir sobre el capítulo de Pueblo de Dios para mejorarlo con la dimensión carismática y abrirse así, lentamente, a una teología inclusiva98.
La moción se concretó en 1964, en la cuarta sesión, por medio de la presencia de 23 mujeres auditoras hasta el día de hoy prácticamente desconocidas99. Su elección se realizó entre mujeres que desempeñaban altos cargos de los movimientos seglares y de las órdenes religiosas; la incorporación de las mujeres se inscribió dentro del reconocimiento y sensibilidad hacia el apostolado y la vocación laical. Conforme al estudio de Carmel McEnroy, hubo trece auditoras europeas, tres norteamericanas y tres latinoamericanas; las demás provenientes de Australia, Canadá, Líbano y Egipto100. En realidad, no hubo «expertas oficiales», aunque algunas auditoras —entre quienes se destaca Rosemary Goldie— pudieron colaborar de modo extraoficial101.
2. Del olvido hacia una «memoria peligrosa»
La historia del Concilio Vaticano II, su estudio y algunas investigaciones particulares ayudaron a recuperar la memoria de las «madres conciliares». Más allá del escaso reconocimiento que tuvieron, su presencia en el aula conciliar representó la respuesta a una demanda que comenzaba a escucharse: las voces de mujeres en la Iglesia. Si bien es verdad que esta presencia fue minúscula —en relación con los más de dos mil padres conciliares— y que los recuerdos señalan que fue con algunos retaceos, lo cierto es que ellas estuvieron allí y para muchos no pasaron desapercibidas102. Su «memoria peligrosa», para usar la expresión de J. B. Metz retomada por otros y otras, puede representar una invitación a seguir esperando la renovación de la Iglesia y a alentar la audacia necesaria para cambiar las estructuras caducas en ella103. Como afirmó Mary Luke Tobin, «el Concilio fue una amplia puerta abierta, demasiado amplia como para cerrarse. La renovación no tiene fin. Para continuar dando vida, debe seguir siempre avanzando»104.
II. LA NOVEDAD Y LA EXIGENCIA DE UNA REFORMA INCLUSIVA
La irrupción de las mujeres en el acontecimiento y los textos conciliares plantea desafíos de reforma en clave inclusiva; sin embargo, la mayoría de las eclesiologías posconciliares no han sido muy sensibles en este punto o no han manifestado una nueva conciencia eclesial.
1. Una lectura de los documentos conciliares
La emergencia del tema de la dignidad de la mujer es significativa, aunque su desarrollo sea muy escueto; las referencias se relacionan, ante todo, con la igual dignidad entre mujeres y varones en la Iglesia y en la sociedad, pero también con la caracterización de diversas formas de discriminación social, entendidas como contrarias al plan de Dios105. Cettina Militello consigna el uso de los términos ‘femina’ y ‘mulier’ junto a sus correlativos ‘masculus’ y ‘vir’ en los documentos y constata que se trata casi siempre del texto o del contexto de Gén 1,27 que, en cuanto tal, no posee una relevancia explícita acerca de la subjetividad de la mujer. La autora agrega que ninguno de estos textos contiene un significado bautismal, aunque algunos resultan aptos para expresar una partnership eclesial106. Por ello resulta de suma importancia retomar los textos, ya que señalan una novedad con respecto al lenguaje «neutro» que solo puede contener una «inclusividad virtual»107. El tema aparece en documentos magisteriales.
En la eclesiología de Lumen gentium, la cuestión se hace explícita en el capítulo IV sobre laicos, en el marco del único Pueblo de Dios, integrado por diversos miembros que están unidos por un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (cf. Ef 4,5). Tal es el caso del subpárrafo 32b, en el cual encontramos una doble afirmación: 1) que los miembros del Pueblo de Dios tienen la misma dignidad y la misma gracia por ser hijos de Dios y que, por tanto, 2) no hay desigualdad por razones de raza, sexo o condición social (cf. Gál 3,28; Col 3,11). El peso del argumento recae sobre la eclesiología de Pueblo de Dios —que remite a la propuesta del cardenal Suenens de anteponer el capítulo sobre pueblo al de jerarquía, en el esquema de 1963 del De Ecclesia108—, reconociendo a los laicos la dignidad propia de pertenecer a ese Pueblo. En este contexto, la nulla inaequalitas resulta irrefutable por diversas causas: «En la Iglesia no puede existir ninguna cuestión de discriminación de cualquier clase que sea»109. En nuestros días, según Militello, la cuestión principal está en cómo profundizar las enseñanzas de LG 10-12, que ponen el acento en el munus sacerdotal y profético del Pueblo de Dios —no en el munus real—. Otro texto del decreto Apostolicam Actuositatem, dedicado al apostolado de los laicos, resulta característico y confirma que «como en nuestros días las mujeres tienen una participación cada vez mayor en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia su participación igualmente creciente en los campos del apostolado de la Iglesia» (AA 9)110. La recepción de LG al interno del Vaticano II se verifica también en AG 21, que habla sobre la necesidad de un laicado —hombres y mujeres— junto a la jerarquía para que la Iglesia sea signo perfecto de Cristo111.
En la constitución pastoral Gaudium et spes, se habla de la igual dignidad de la mujer en el orden de la creación y la redención, lo cual representa un concepto extremadamente importante. Se invita a reconocer la igualdad fundamental entre todos y a «superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión» (GS 29b)112. El planteamiento se sitúa en el horizonte de los derechos fundamentales de la persona y en especial de las mujeres, como se observa sobre todo en GS 41 y 60.
2. ¿En qué se juega la novedad de la enseñanza conciliar?
Las orientaciones conciliares apuntan a recuperar la perspectiva comunional de la Iglesia de los orígenes113. Al comienzo del capítulo sobre laicos en Lumen gentium, luego de afirmarse que no hay desigualdad entre los miembros del cuerpo de Cristo partiendo de Gál 3,28 (cf. LG 32b), se dice que «la propia diversidad de gracias, servicios y actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues todo esto lo hace el único y mismo Espíritu (1 Cor 2,11)» (32c)114. Este retorno a una eclesiología total, inclusiva, ligada a la noción de Pueblo de Dios, está vinculado directamente a la regeneración y la unción del Espíritu Santo en el bautismo (cf. LG 10-12, 30-32)115. En esta perspectiva, se recupera la dimensión carismática de todo el Pueblo de Dios, la riqueza y la variedad de dones que el Espíritu derrama en cada bautizado, mujer o varón, al servicio de la comunidad. En la lectura de estos textos, cabe destacar con Cettina Militello que «el Espíritu no se niega a la mujer»116, aunque no todas las fórmulas magisteriales contengan un lenguaje inclusivo. Bajo la fuerza del Espíritu, la Iglesia aparece una y diversa, «llena de dones y servicios, que nacen de ellos, siendo una comunidad realmente carismática y ministerial toda ella, no en detrimento, sino como expresión y plenitud de su unidad»117. Dado que los cristianos somos imagen de Dios e imagen de la Trinidad, en nuestra diferencia de género —que no se puede eliminar— somos signo del diálogo trinitario originario y ello se manifiesta a su vez en la acción, el servicio y el don118. En este contexto, C. Militello habla de la diaconía que brota de la iniciación cristiana y del ejercicio del sacerdocio común: la diaconía de la Palabra, de la alabanza y de la comunión. En el plano profético, se ha dado una apertura que llega hasta el ámbito de los estudios académicos, la investigación y la docencia teológica; en el plano pastoral, también se ha ampliado el espacio, sobre todo en ausencia de los presbíteros; el ámbito de los ministerios litúrgicos instituidos —el servicio del altar y la proclamación de la Palabra— sigue siendo por su valor simbólico, según ella, el punctum dolens por reservarse a los viri probati119.
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