Tienen una paridad en las argumentaciones que la sustentan. En ambas, refieren a por qué las personas permanecen o se desvinculan de las organizaciones: los inversores mutando sus aportes en búsqueda de mayores o diferentes rentabilidades, los clientes procurando mejorar la satisfacción de sus necesidades mediante los productos y servicios, los empleados buscando espacios que les permitan mejorar el desarrollo de sus capacidades, explorando nuevas oportunidades.
La mutación de valor económico hacia el valor social amplió la “razón de ser de la empresa” al ser un fenómeno que impacta en la vida cotidiana de las personas. Por lo tanto, en sus procesos de planificación se incluyen aspectos que van más allá de los rendimientos económicos y su reconocimiento en la sociedad, que legitima su accionar y “le da permiso” para funcionar, por lo cual los vectores a tener en cuenta para sobrevivir, crecer y desarrollarse abarcan los aspectos económicos, sociales y ambientales.
Los formatos más exigentes para hacer de la empresa un fenómeno sustentable en el tiempo, replantean el tradicional modelo del equilibrio hacia una visión más comprometida con la comunidad y la sociedad en general.
Ello ha dado lugar al tema de la Responsabilidad Social de las Organizaciones en plena vigencia en estas primeras décadas del siglo XXI, constituyendo un adicional relevante en los procesos de planificación estratégica al tener que incluir por un lado a los stakeholders y más dimensiones de análisis que se agregan a la económica financiera tradicional.
Ello avala la necesidad de la participación múltiple y las estrategias de negociación para lograr acuerdos sustentables.
La empresa debe responder por sus objetivos y acciones hacia adentro y hacia afuera asumiéndose como un actor central dentro de la sociedad.
Esta referencia abarca el amplio espectro de empresas con independencia del tamaño, la localización y el “core business” (actividad central) de su negocio.
Ello ha dado lugar al concepto de “cadena de valor”, que es el análisis que va desde la materia prima de provisión natural (madera, petróleo, soja, agua, etc.), en general muy pocas, hasta el producto que adquiere el consumidor final, que es donde se agota la cadena de exploración, explotación, producción, comercialización y distribución.
La empresa, por lo tanto, ya no debe ser indiferente a lo que ocurre con los otros actores con los cuales está articulada, y ello incide en el Planeamiento Estratégico que orienta la acción.
Al tradicional balance económico financiero, se agregan los informes de acción social, balance social u otras denominaciones que exponen junto a los resultados económicos financieros las acciones que en beneficio de la comunidad produce la empresa.
Es más, la instalación del concepto de Empresa Sustentable hace converger su actividad económica con su responsabilidad social y ambiental, planteando el camino hacia el balance integral.
Si ello es así como producto de la gestión, el punto de partida no puede ser otro que el Planeamiento Integral con sus dos vectores: el estratégico y el operativo, donde también se incluyen los procesos de control y los instrumentos de evaluación (indicadores, Tablero de Comando, etc.).
Es interesante producir una observación al respecto: consiste en relacionar los espacios temporales (pasado, presente y futuro) con la tríada instalada históricamente por Henri Fayol, con cinco componentes: prever, organizar, coordinar, dirigir, controlar.
De estos cinco componentes originales, históricos y ortodoxos, deviene buena parte de los contenidos del espacio del conocimiento identificado como “Administración” en términos de disciplina autónoma, adquiriendo continua complejidad hasta dar un giro copernicano en estos tiempos iniciales del siglo XXI.
La validez de este formato –piramidal, rígido– sobrevive (con precaria salud) al mismo tiempo con el formato circular flexible (el líder en el ápex, o el líder en el centro).
Por su parte, la identificación de “pensamiento estratégico” invierte la tabla del pensamiento tradicional, destacándose atributos que lo vinculan como un pensamiento flexible, abierto, hipotético, desestructurado, imaginativo, creativo, innovador, y con fuerte participación de la base de la pirámide, pues allí es donde se realizan las tareas operativas y se acumula el conocimiento que produce los resultados.
En el pensamiento estratégico, la mirada es puesta en el futuro como espacio temporal, por lo tanto prevalece la incertidumbre, la complejidad, la turbulencia y, por qué no, el caos.
Cuando el futuro es una proyección del pasado, el proceso de planeamiento se simplifica, proyectando los datos existentes en un horizonte temporal razonable.
Las categorías de “horizonte temporal” se han establecido como largo, mediano y corto plazo; sin embargo, no se puede universalizar qué periodicidad corresponde a cada categoría, pues ello refiere a la identidad de cada fenómeno en particular.
Ocurre algo similar con las categorías de pequeña, mediana y gran empresa, y otras que se han agregado como los microemprendimientos (hacia la izquierda) y las planetarias (hacia la derecha).
Es necesario tener en cuenta estas categorías, por el entramado entre fenómenos asimétricos, agregado a la dispersión geográfica en la producción y distribución de bienes y servicios que se ofrecen en mercados globales, a través de una red indefinida de participantes.
Atributos que no se pueden de dejar de tener en cuenta en los procesos de planeamiento, por la complejidad en la interacción fenoménica.
La contradicción entre pasado y futuro no es fácil de dilucidar, como no lo es entre pensamiento tradicional y estratégico, pues no se trata de romper con el pasado (además resulta imposible), sino de instalar una prevalencia acerca del futuro, dado que las organizaciones funcionan hacia adelante y los desafíos para sobrevivir, crecer, desarrollarse y hacerse sustentables tienen más que ver con lo que ocurrirá que con lo que ha ocurrido.
El pasado constituye una impronta de peso, pues conforma la cultura, hábitos y formas de hacer las cosas y ejecutar las tareas, impuestas por la historia “o las historias”, que conforman un perfil e identidad propia de cada fenómeno organizativo.
Sin embargo, las organizaciones “pueden cambiar su historia” cuando hay decisiones políticas y criterios que así se lo propongan.
Se ha desarrollado hasta el momento la planificación “a secas”, es decir, sin adjetivos, procurando establecer un marco liminar que opere como disparador de la complejidad del proceso, su necesidad, el lenguaje más apropiado, la metodología y el producto, que anticipamos es un plan.
Del mismo modo, resulta inútil abordar el planeamiento, dejando de lado los procesos de gestión (ejecución, implementación) y control (evaluación), pues forma parte de una recursividad.
El planeamiento sin viabilidad es una expresión de deseos que puede rayar en la demagogia.
La ejecución sin plan está influida por la improvisación y pierde sentido el control en su esencia de proceso comparativo.
Por lo tanto, aproximamos hacia el concepto de planeamiento como un proceso continuo, precedido de pensamiento estratégico que define un futuro probable y asigna los recursos necesarios para alcanzarlo.
La idea de continuidad se establece como un proceso no lineal sino errático; de este modo, el plan (producto del proceso) se constituye en un instrumento para enmarcar las decisiones y acciones de las personas, una guía de aplicación de las calificaciones de cada uno para alcanzar un objetivo.
El término “objetivo” es un clásico en Administración. En efecto, a mediados del siglo pasado un autor reconocido internacionalmente, Peter Drucker, formuló una teoría a la que denominó Administración por Objetivos (APO).
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