—Me ocuparé personalmente de ello. ¿Se queda a comer?
—No puedo, lo siento. Pero recuerde que me ha invitado, no dudo que será un buen anfitrión.
—Si se decide, le prometo que no quedará desilusionado. —Y ambos se estrecharon la mano. En los ojos del oficial se detectaba un destello de admiración que no existía en los primeros momentos.
Y con los zapatos embarrados, se despidió con un buen día y se dirigió a su vehículo. No necesitaba ver más. Unos días después recibió la lista detallada de personas, huéspedes de los propietarios que les visitaron, invitados y acompañantes de estos que recordaba el dueño, y sus fechas aproximadas de visita. Un informe bastante preciso. También el testimonio de dos hombres del pueblo que recordaban haber visto salir un vehículo de madrugada y a alguien desde dentro que les saludaba, pero sin recordar ningún otro detalle.
* * *
—¿Cómo te encuentras?
—Hasta los cojones —contestó el joven mientras terminaba de cepillar al caballo.
—La verdad, no sé lo que tiene el jefe contra ti. Es un gilipollas malcriado, un imbécil que no ha pegado palo al agua nunca y un soberbio, pero contigo se pasa tres pueblos.
Tomás trabajaba en las cuadras desde hacía años, por no decir toda su vida. Además de empleado de confianza, también se consideraba amigo de Cristóbal Ursola. En multitud de ocasiones habían cabalgado juntos, los caballos eran una de las pasiones de su difunto jefe. Juntos gestionaban el tema de las cuadras y Tomás contaba con plena autonomía en ellas. Por supuesto, siempre le informaba y la decisión era de don Cristóbal, pero jamás rechazó sus propuestas; confiaba plenamente en su criterio. Cuando determinaban vender algún animal, juntos tomaban la decisión de cuál era el más adecuado.
Su inesperado fallecimiento modificó el rumbo de sus vidas y el trato que recibían los pocos empleados que trabajaban para la propiedad. Una caída por las escaleras, un maldito accidente, y el día pasó a ser noche para todos. Don Cristóbal nunca se casó y siempre vivió solo. Eran como una gran familia y así los trataba. Antes eran más, ahora solo cinco. Lourdes, la cocinera, y su marido, Pedro. Fernanda hacía las veces de criada, a pesar de sus sesenta y dos años, y ellos dos. Juan no solo estaba a cargo de las caballerizas, también ayudaba a un jardinero autónomo cuando venía y Pedro estaba ocupado, aunque Tomás intentaba que pasase el día en las cuadras. Sabía que un día se enzarzaría con el nuevo jefe y no podían permitirlo, se jugaban mucho. Juan y su hermana Lucía eran gemelos. Nacieron aquí, en la casa, producto de un desliz de una sirvienta con un señor de Valencia, como se certificaba en una carta encontrada en su mesita. Murió en el parto, por la carta no se deducía quién era el padre. Ella viajaba a Valencia un día a la semana a ver a su madre, que vivía en El Cabañal, y según la carta, fue en esas visitas cuando le conoció y trató íntimamente. Su madre murió un mes antes del parto, prácticamente se fueron juntas. No tenía más familia, nada se pudo descubrir de la identidad del padre de los niños y, al final, el señor Ursola los reunió a todos y les dijo que si querían hacerse cargo de los niños, él se ocuparía de solucionarlo. Y así de sencillo, dos pequeñajos entraron en la vida de unas personas que, por un motivo u otro, no tenían hijos. Fue el día más feliz para todos, a pesar de la desgracia de la madre. En ese momento eran ocho empleados y todos, sin excepción, los criaron.
En este momento la chica estudiaba veterinaria en Zaragoza. De sus gastos se hacía cargo don Cristóbal. Pero eso fue otra cosa que cambió con su fallecimiento: los nuevos dueños o, mejor dicho, los dos hermanos, a pesar de la negativa de la hermana, decidieron dejar de costearlos. Desde ese momento, como el hermano no podía por sí mismo hacerse cargo, Tomás, el matrimonio y Fernanda ingresaban la cantidad que ella necesitaba. Era algo que Lucía desconocía, sabían cómo era y sospechaban que si se enteraba de que todos aportaban parte de su sueldo para ella, sería capaz de dejarlo todo y regresar para ponerse a trabajar.
—Debes tener paciencia.
—No tengo otro remedio —contestó resignado el joven.
—Cuando dividan la herencia y la repartan, Laura me ha confesado que se quedará con la casa y los establos.
—Dios te oiga. No sabes lo que me alegraría porque a este paso, el cabrón este me joderá.
—No le hagas caso.
—La otra mañana estaba recogiendo lo que habíamos podado el jardinero y yo el día anterior, y me trató de perro por no recogerlo la misma noche.
—Lo sé. Me lo ha dicho Lourdes —refiriéndose a la cocinera.
—Pues no te tengo que decir más. ¿Tú crees que si Laura heredase esta propiedad, podría mantenerla? Al fin y al cabo, ella tiene un sueldo, será un buen sueldo, pero esto tiene muchos gastos.
—Hemos hablado un poco del tema, sabes que conmigo tiene mucha confianza. Insiste en que no me preocupe. Tendríamos que apretarnos un poco el cinturón, pero si gestionamos la cuadra comercialmente y no como hobby, podríamos rentabilizar los dos sementales, tienen buena fama y alguna vez le han propuesto buenas montas. También se pagarían muy bien los potrillos que criáramos aquí.
—Es verdad.
—También podríamos alquilar las cuadras para gente que no tiene sitio pero quiere tener un caballo. La cuadra y el mantenimiento del animal ayudarían. No te preocupes, de una forma u otra saldremos adelante. Lo importante es que ella se quede la propiedad.
—Y sus hermanos salen ganando. La fábrica y las funerarias son un buen negocio.
—Sobre todo las funerarias. El problema es cómo las gestionarán estos dos mendrugos —aseguró Tomás—. Llevan un ritmo de vida para el que se necesita mucho dinero. ¿Has visto el nuevo coche de Ignacio?
—Debe valer un dineral.
—Y el hermano vino el otro día también con coche nuevo. Y ese, además, es un vividor. Dicen que vive a todo tren en Valencia. Los negocios son para trabajarlos, mimarlos, y estos solo quieren chupar y gastar.
—Qué diferentes son, ¿verdad? Ellos, unas garrapatas sinvergüenzas y la hermana, siempre se ha buscado la vida. Es una emprendedora y una persona encantadora —manifestó Juan.
—Así es. Tienes que saber que quiso aportar algo de dinero para tu hermana. Le dijimos que no hacía falta, nosotros nos apañábamos de sobra.
—Un día se lo agradeceremos, como a todos vosotros. Te lo prometo.
—Qué tonto eres —contestó Tomás con una sonrisa.
* * *
—¿Qué hace un hombre como tú en un sitio como este? —preguntó, sobresaltando a David Rubio—. Espera, no me contestes. ¿Acaso es un milagro y el Señor te ha convertido de ateo redomado a piadoso creyente?
—Estaba pensando —respondió con una sonrisa—. Necesitaba un lugar tranquilo, alejado del mundanal ruido, que me permitiese cerrar los ojos, respirar serenidad y poder concentrarme.
—Buen lugar has escogido, también buena hora. En unos minutos cierro y si te esperas, te pago la primera cerveza.
—Me espero.
—Vale. Te dejo, pues, con Cristo y tus pensamientos y ahora vengo.
Ciertamente no se consideraba creyente. La Iglesia, industria de fe, no le atraía en absoluto. Pero eran los primeros monumentos que visitaba al llegar a una ciudad. No dejaba de asombrarse, cómo era posible que hombres con tan escasos medios y limitados conocimientos pudiesen haber construido edificios tan extraordinarios, bellos y hermosos. Qué energía y sensibilidad para levantar este monumento en nombre de Dios y para grandeza del propio ser humano. Sentarse dentro de él, sin prisas, le serenaba, le abstraía de la realidad y escapaba de sí mismo. Las catedrales y los bosques eran lugares en los que encontraba la misma paz.
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