José Manuel Aspas - Avaritia

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David Rubio, tras una
imagen de amable y encantador dueño de restaurante, esconde un ladrón de arte por encargo hasta que un robo desencadena unos terribles acontecimientos que ni comprenderá ni controlará.
Ignacio Ursola es un déspota y engreído al que la codicia mueve la rueda de su vida. Un hombre que busca un recuerdo de su pasado y otro cuyo fin es la venganza.Sus caminos se cruzarán en una espiral de violencia y horror, unidos por un secreto que será, al mismo tiempo, su propia destrucción. Y Valencia como escenario por el que discurren esos caminos.

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—No.

—Me alegro. El sesenta por ciento de un millón por un trabajito que no ha sido complicado, no está mal.

—No hay que confiarse. En ocasiones, lo que en apariencia es sencillo, inesperadamente se complica. Nuestra mayor baza es el anonimato, que nadie sepa que estamos sentados en la mesa de juego.

—Lo sé. Sé que tenemos que adoptar todas las medidas de autoprotección y demás, pero tienes que reconocer que eres un maniático de la seguridad.

David lo observó con detenimiento, con mirada inquisitiva.

—¿Qué te sucede?

—Nada, hombre.

—Pedro, en este mundillo no sobrevives mucho tiempo si no funcionas así. Y siempre lo hemos tenido claro.

—No te pongas serio, era una broma.

Mantenían el mismo sistema desde hacía años. Pedro Pineta poseía un pequeño mesón; era, por supuesto, su tapadera. En secreto, contaba con contactos dentro de un selecto círculo de delincuentes de guante blanco. En ocasiones, a estos contactos les llegaba el encargo de un robo para el que se requería precisión, meticulosidad y estar exento de todo tipo de violencia. Gente con dinero que exigía las máximas garantías de discreción y confidencialidad, y que estaban dispuestos a pagar generosamente. Cuando a estas personas les llegaba un cliente de esas características, sabían que Pedro era la persona adecuada para resolverlo. Este les ponía una condición: ellos respondían por el cliente, únicamente accedían a él cuando estaban absolutamente seguros que el encargo no era una trampa. Si no lo cumplían, quien cargaría con la responsabilidad y padecería las consecuencias sería el contacto.

Nadie conocía, por lo tanto, la existencia de David Rubio. Sospechaban que Pedro no era quien ejecutaba el robo, pero en ese corrillo nadie sabía nada de lo que sucedía después de ofrecerle el trabajo, solamente que, en un tiempo prudencial, este se realizaba con las garantías y en los términos establecidos. Sin violencia, se sorteaban las alarmas, se abrían cajas de seguridad y el robo se cometía con la eficacia que únicamente un altísimo profesional podía ofrecer.

Pedro era el filtro de David Rubio. La puerta que separaba su vida paralela con el resto del mundo.

—Por el momento, parece que el robo no ha sido descubierto.

—Calculo que saltará a la luz cuando los propietarios acudan a pasar unos días de descanso. Puede pasar desapercibido para los que cuidan la propiedad, pero no para los dueños —aseguró David.

—¿Qué pasa, no entran a limpiar?

—Puse en su lugar láminas. Mientras más tarden en descubrir el robo, menos gente recordará cosas.

—Eres el mejor —le alabó. No lo necesitaba, solía decirle que era un artista del oficio porque así lo creía. Además, eran amigos.

—No lo olvides, Pedro, un día se nos puede acabar la buena estrella. Los dos tenemos suficiente dinero para afrontar el resto de nuestros días sin problemas y me estoy planteando dejar el tema por un tiempo.

En la mirada de su socio apareció un signo de inquietud.

—Tú decides. Pero podemos disminuir el riesgo si aceptamos menos trabajos. Escogiéndolos con cuidado, con un golpe al año, no hay problemas.

—Ya hablaremos. Tú, igual que siempre y no bajes la guardia, no quiero que te confíes. ¿De acuerdo?

—Claro.

* * *

En esta ocasión, la suerte no les acompañó. El propietario no tenía previsto ir a descansar a su adorada casa de campo hasta dentro de dos meses, era un hombre muy ocupado. Pero al salir del baño, resbaló y se partió el radio y el cúbito de su brazo derecho, una rotura limpia. Con el brazo escayolado, no podía ni firmar, y decidió irse a descansar; por lo menos, en el campo podría dar largos paseos y relajarse. Su mujer maldijo por lo bajo, tendría que anular un par de salidas previstas con sus amigas. Ese mismo día llamaron por teléfono a los empleados para que tuviesen prevista su llegada al día siguiente y preparasen la casa. Así se hizo. Al entrar, se reflejó en la cara del propietario la satisfacción de encontrar la chimenea encendida a pesar de que no hacía excesivo frío. Tras los saludos y el interés de los empleados por el brazo escayolado, mientras estos subían las maletas a las habitaciones, él, como siempre, fue a contemplar su pequeña pero extraordinaria colección de pintura. En ocasiones sentía remordimientos de que obras tan maravillosas permaneciesen en el ostracismo, en la oscuridad.

Entró al salón y encendió las luces. Fue directo a uno de sus preferidos, un extraordinario lienzo de José de Ribera que siempre le emocionaba. Se puso frente a él y quedó pasmado. Se aproximó y durante unos instantes no pudo articular palabra. Estaba contemplando una simple lámina sin vida. Sus ojos se movieron inquietos e inquisitivos por el resto. No podía ser cierto, vulgares láminas decoraban el salón. Corrió como un poseso en dirección al despacho en el que colgaba su verdadera pasión, un autorretrato de Rembrandt. Al entrar, encendió la luz y no hizo falta ni acercarse.

Les habían robado.

* * *

Cuando a Stefano Rusconi le preguntaban su lugar de nacimiento siempre respondía Florencia. No era del todo cierto, en realidad nació en Montevarchi, una población cercana a la maravillosa ciudad de los Medici.

Cursó estudios en Bellas Artes, se especializó en pintura italiana y holandesa del siglo XVII. Todo indicaba que su destino le encaminaría a la docencia. Cosas de la vida, un día, un investigador privado dedicado a localizar obras de arte robadas o falsificadas solicitó su asesoramiento sobre una pintura de Guido Reni. Fue como una revelación, en esos días, junto al investigador, entre falsificaciones extraordinarias y hombres que en vez de crear obras propias dedicaban su virtuosismo a duplicar lo creado por otros, se vio inmerso en un mundo nuevo: colecciones de arte privadas para el placer de un hombre rico. Otros, también con dinero, que las desean para el gozo de contemplarlas en su pinacoteca privada y secreta y que pagan por cumplir su deseo verdaderas fortunas. Los ladrones, embaucadores, timadores y conseguidores que se mueven entre ambos, siempre dispuestos a proporcionar lo que otros desean, por dinero. Y entre todos ellos, los investigadores de las compañías de seguros. Verdaderos profesionales con profundos conocimientos en arte y de todas las personas que se mueven en los tres apartados anteriores.

Fue fichado inmediatamente por la más importante compañía especializada en asegurar arte. Pronto destacó entre el equipo de investigadores. A los dos años conocía a todas las bandas dedicadas a este tipo de robos, todos los datos de sus principales especialistas en apertura de cajas de seguridad, anular sistemas de alarmas y sortear procedimientos de alta seguridad; conocía su modus operandi hasta en los más pequeños detalles. A los grandes copistas, verdaderos artistas que ganaban fortunas por sus falsificaciones; no era la primera vez que un coleccionista privado llevaba años admirando una obra sin saber que le habían robado el original y que lo que colgaba en su pared era una copia.

Su compañía aseguraba obras de arte y joyas en todas las partes del mundo. Los clientes pagaban importantes cantidades por ello, pero cuando una de estas desaparecía, las indemnizaciones eran astronómicas. Stefano se aseguraba de que las medidas de seguridad descritas en la póliza fuesen reales y, en muchos casos, asesoraba al cliente para que adoptase las adecuadas. Cuando se producía un robo, colaboraba con las autoridades para la detención de los culpables, además de iniciar su propia investigación. Con toda probabilidad, esas piezas robadas viajaban en cuestión de horas a otros países y él seguía su rastro como un perro de caza. En ocasiones se trataba de falsos robos, el propietario ocultaba la obra con el propósito de cobrar la indemnización. Eran los más fáciles de resolver, Stefano tenía un instinto detectivesco muy agudizado; en su mundo, entre colegas, le llamaban el Inquisidor. Tenía en su haber importantísimas victorias.

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