José Manuel Aspas - Avaritia

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David Rubio, tras una
imagen de amable y encantador dueño de restaurante, esconde un ladrón de arte por encargo hasta que un robo desencadena unos terribles acontecimientos que ni comprenderá ni controlará.
Ignacio Ursola es un déspota y engreído al que la codicia mueve la rueda de su vida. Un hombre que busca un recuerdo de su pasado y otro cuyo fin es la venganza.Sus caminos se cruzarán en una espiral de violencia y horror, unidos por un secreto que será, al mismo tiempo, su propia destrucción. Y Valencia como escenario por el que discurren esos caminos.

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—Está claro.

—Desde ese momento, su hermana quedará fuera de cualquier acuerdo posterior.

—Efectivamente. No piensen que es por desconfianza, pero ¿cómo les planteo a mis hermanos, sobre todo a mi hermana, que alguien se hace cargo de los gastos de escrituración e impuestos?

—Puede decirle que tiene un socio para la fábrica que está dispuesto a adelantar su dinero y poder resolver este asunto antes de concretar la sociedad. Que, por otro lado, es perfectamente normal.

—Lo tienen todo pensado —les dijo Ignacio sin poder asegurar si lo resolvían improvisando o, por el contrario, se ceñían a un plan establecido.

No podía creerse lo que estaba ocurriendo. Intentaba aparentar naturalidad pero, en su interior, estaba aturdido. Un millón de euros, la cifra se repetía mentalmente sin poder controlar la sensación de euforia en la que se encontraba. Intentaba analizar todas las propuestas pero se distraía sin poder centrarse, en su mente únicamente estaba la cifra que podría embolsarse en unos días.

—Han comentado que se tramitará en una notaría situada en Valencia —especificó.

—Por supuesto. Está situada en el centro de la ciudad, en otras ocasiones nos ha gestionado algún asunto y siempre han sido muy profesionales. —Yuri buscó entre sus papeles y sacó una tarjeta, mostrándosela—. Se trata de esta.

—La conozco. —Y quedó más tranquilo, todo era legal.

—Entonces, está claro —manifestó Dmitry, dando por terminada la entrevista—. Si está de acuerdo en lo establecido, se lo transmitiremos al Sr. Bogdánov.

—Sobre lo que hemos concretado, ¿falta todavía la conformidad del Sr. Bogdánov? —temiendo que todo quedase en el aire, que su dinero pudiese desaparecer.

—Por favor, ¿cree usted que estamos aquí para pasar el tiempo? Siempre que proponemos un trato, nos movemos dentro de los límites del margen que tenemos para negociar; si no es así, jamás concretamos. Y si no me equivoco, hace un rato le hemos planteado uno muy concreto —expuso Dmitry algo más seco de lo habitual.

—Pueden decirle que estoy completamente de acuerdo —estrechando las manos de ambos hombres—. Espero noticias suyas.

—Nos pondremos en contacto. Lo primero, la firma del documento de venta. Se firmará ante notario con una cláusula de confidencialidad y justo en ese momento, antes de la firma, usted podrá comprobar el ingreso. Todo de forma legal —ratificó Yuri lo establecido anteriormente.

—Me parece bien. —Antes de un mes sería un hombre rico, pensó, sin comprender que la codicia es lo primero que se refleja en el rostro y muestra nuestra mirada.

En ese preciso momento, aún mantenía la mano de Dmitry estrechada y este era un buen lector.

* * *

Los dos hombres se golpeaban con prudencia y tacto, sin ninguna intención de hacerse daño aunque, muy probablemente, un aficionado haría rato que hubiese bajado del cuadrilátero. Con guantes y protegidos con casco, ambos sudaban copiosamente. Dieron por finalizada la sesión de boxeo a los treinta minutos exactos; antes, veinte minutos corriendo en cinta y diez saltando con cuerda. Indudablemente, todo ello requería de una excelente forma física; considerando que ambos rondaban los cuarenta, no estaba mal.

Se dirigieron a las duchas resoplando, sabían que, al salir, la sensación de euforia compensaría todos los golpes. Aparentaban ser algo más de lo que realmente eran. Con una estatura similar, sobre un metro ochenta, en los dos se apreciaba que eran deportistas. Vestían de forma similar, pantalones vaqueros y camisas oscuras; la diferencia era que uno de ellos llevaba alzacuello.

—Hoy pago yo —dijo el del alzacuello, párroco de una iglesia cercana.

La costumbre se había convertido en ritual: al término de la sesión, almorzaban en el bar de enfrente. Quien pagaba, elegía bocadillo, y se lo repartían junto con una cerveza cada uno.

—¿Qué les pongo hoy?

—Lomo con habas.

Se sentaron en una mesa y, al momento, les sirvió medio a cada uno y las cervezas.

—¿Continúas saliendo por las mañanas a correr? —preguntó Andrés Martínez, el párroco.

—A excepción de la mañana que quedamos, siempre que me es posible.

—Se nota. Hoy casi me desfondas, no podía aguantar más.

—Te estás haciendo mayor. —Y rieron.

—Esta semana, el menú será macarrones con atún y queso y, de segundo, pechugas empanadas.

—Maravilloso.

Andrés había montado, en una sala de la iglesia, un comedor social en el que todos los días, incluidos los fines de semana, servía comida a gente necesitada. Los miércoles, su amigo David Rubio, propietario de un pequeño pero selecto restaurante, se hacía cargo de suministrarle el menú de ese día.

—Mañana por la tarde, a última hora, tengo una reunión con responsables de una importante cadena de supermercados. Dios ha escuchado mis plegarias. Van a suministrarme lotes de productos de primera necesidad a muy buen precio.

—Me alegro.

—Los invitaré a cenar. Si aceptan, iremos a tu restaurante. A ver si de forma algo mas distendida les puedo sacar alguna otra cosa.

—Eres auténtico.

No estaban muy lejos de la parroquia, pero David insistió en acercarlo en su coche. Después, condujo hacia Blasco Ibáñez y aparcó en una calle paralela. Caminando, accedió a un parking privado, a unos doscientos metros de donde estacionó. Contaban con plazas públicas y otras privadas en régimen de alquiler permanente. Bajó a la segunda planta, donde tenía una reservada; en ella, un vehículo seminuevo de color oscuro. Con él condujo en dirección al Saler. El día había amanecido gris, algo frío, pero ahora el sol lo había transformado en un día radiante. Aparcó en un área destinada a ese fin, frente a la playa. Solo otro coche estaba aparcado a unos veinte metros. Caminó en dirección a un montículo a unos cien metros, protegiéndose del sol con una gorra y gafas oscuras. Provisto de una cámara de fotos con un teleobjetivo, aparentaba escoger vistas. El lugar era apropiado: por un lado, el mar y dunas de arena; por el otro, el conjunto arbóreo del Saler.

Para cualquiera que estuviese observándolo, era simplemente un hombre en busca de una buena instantánea. Aunque él no estaba interesado en el paisaje. Observaba con detenimiento los pocos coches que circulaban; a los veinte minutos, se aproximó un Opel de color blanco, lo enfocó e, inmediatamente, se preocupó en examinar al único que venía detrás. Descartó que lo estuviese siguiendo, una señora mayor se aferraba al volante. El coche blanco y el de la señora pasaron frente a él sin parar. A los diez minutos, volvió el Opel y en esta ocasión, David se quitó la gorra, era la señal de que todo estaba correcto. El otro entró en el aparcamiento y estacionó junto al suyo. Bajó caminando y entró dentro de su coche. El otro salió del suyo, accedió al de David y se sentó junto a él.

—¿Qué tal, Pedro?

—Estupendo. ¿Qué tal la excursión?

—Mejor de lo esperado.

Presionó el salpicadero en un punto determinado y, sin excesivo esfuerzo, quitó la tapa del airbag del copiloto. El hueco era más grande y largo de lo esperado; de él sacó los tubos que protegían las obras de arte que había robado. El otro desplegó una bolsa de plástico y los introdujo.

—Contactaré con el cliente mañana y se los entregaré por la noche. Bueno, no propiamente con el cliente, con el intermediario. Lo conozco muchos años, no habrá problemas.

—Te entiendo —asintió David.

—Comprobará la mercancía, llamará a quien le hizo el encargo y este nos transferirá la cantidad acordada. Lo de siempre, en cuanto se confirme la transferencia, se terminó. Automáticamente, tu parte saldrá a tu cuenta en las Islas Caimán. ¿Te fue muy complicado?

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