—Sabrás tú cuántos caballos hay y la faena que dan. Anda, lárgate, y te recuerdo que los establos los gestiono yo. Ándate con ojo qué decisiones tomas sin consultarme. —No soportaba su soberbia ni su estúpida arrogancia.
Él, sin responderle, dio media vuelta y se alejó en dirección a la casa. Ella, por el contrario, se disculpó.
—Lo siento —les dijo mirando al joven—. Mi hermano es intratable, grosero y un pedante. Pero recordad que las caballerizas son cosa mía y únicamente os pido un poco de paciencia.
—Pues, para serle sincero, si no fuese porque estoy atado de pies y manos, hay días en los que cogería los trastos y me largaría.
—No me hables de usted, Juan. Lo sé, y te repito: ten un poco de paciencia, por favor.
Ambos asintieron. Después, la mujer, cogiendo por las bridas al caballo, salió de la cuadra, lo montó y partió a trote suave.
Ignacio se alejaba rojo de ira. Detestaba a su hermana por tratarle de esa manera delante de ellos, siempre lo había hecho y la odiaba por ello. No obstante, se culpó de esas situaciones. Era una mujer previsible, por lo tanto, le debería resultar fácil manipularla, conociendo sus reacciones y, sobre todo, sus motivaciones. Pero no podía evitarlo, le desquiciaba su temperamento simplón y tierno, poniéndose constantemente en el lugar de los más inútiles. Tal vez fuese porque no había tenido que tomar decisiones difíciles en esta vida, siempre fue la niña mimada de sus padres, también de su tío. La señora del servicio salía a su encuentro, sin duda a informarle de que las personas que esperaba habían llegado. En la parte delantera vio el coche aparcado y el chófer apoyado, un mastodonte con cara de boxeador. Dentro, los representantes legales del empresario ruso con los que había tratado discretamente en varias ocasiones, por ese motivo los citó en la casa y no en el despacho, le saludaron. A pesar del fuerte acento, el castellano de ambos era más que aceptable. Pasaron al antiguo despacho de su tío e Ignacio dio instrucciones de no ser molestado.
—En primer lugar, nuestro representado, el Sr. Vladic Bogdánov, desea que le transmitamos un caluroso saludo y está en su ánimo visitarle pronto. He de decirle que es un enamorado de su país.
—Me alegro, para mí será un placer conocerle personalmente.
—Tiene una agenda de trabajo saturada pero le asegura que, en cuanto pueda, le visitará.
—Muy bien.
Ignacio había investigado al empresario, por sus pesquisas sabía que Vladic Bogdánov era un importante financiero con empresas no solo en Rusia, también en otras partes del mundo, con una larga trayectoria profesional. Empezó con la explotación minera y, posteriormente, adquirió los derechos para la extracción de gas en lugares remotos de Siberia. En este momento ostentaba la dirección de un conglomerado de empresas con una amplia diversificación de negocio. En definitiva, un hombre poderoso y muy rico. Al principio, Ignacio quedó perplejo por que un hombre de esas características se interesase en hacer negocios con él, hasta que comprendió que era rico por ese mismo motivo. Los negocios no se encuentran, se buscan, y era consciente del interés de esta gente en invertir. Para colmo de su buena suerte, los dos representantes que contactaron con él, los que tenía sentados frente a él, eran dos pardillos representando a un jefe inflado de dinero que les confería poderes para negociar sin límites en su inversión. Muy probablemente se les diese instrucciones de en qué se quería invertir y dónde, y estos tendrían unos márgenes de maniobra amplios, no debían ser estúpidos. Pero ahora, invertir en España, después del desplome de la economía, del precio de la vivienda y el suelo, para ellos, con dinero en metálico, sería como ir a Disney World.
Aún recordaba su segundo encuentro. Les invitó a un restaurante del Palmar; luego, dieron una vuelta en barca, algo inaudito en unos negociadores de altos vuelos para quienes lo normal es terminar con champán y putas, pero ellos insistieron. Yuri parecía un chiquillo.
Yuri, el más grueso de los dos, era quien llevaba la voz cantante, también el más alegre. Formado en Europa, sobre todo en Inglaterra, como le comentó en la sobremesa de la comida. Por el contrario, su compañero, Dmitry, era la antítesis del primero: sobre un metro noventa de estatura, de constitución atlética, mucho más serio y mucho menos hablador pero tan educado y cortés que, en ocasiones, parecía el mayordomo de Yuri; su castellano era básico, con el fuerte acento característico del norte de Europa. En la mayoría de ocasiones se limitaba a asentir y sus risas no eran tan extrovertidas.
Hoy, Ignacio esperaba que entrasen en materia, las anteriores veces solo fueron de tanteo. También hoy, probablemente, mostrarían sus verdaderos rostros y él, desconfiado por naturaleza, se encontraba expectante y algo inquieto.
—Hemos estudiado en profundidad la situación de esos terrenos que ustedes poseen en la costa de Castellón. Es una zona con un potencial de negocio importante, aunque nuestro principal interés, en este momento, no es ese.
Una gran ventaja, pensó Ignacio, pues desde el inicio de las conversaciones su interés fue obvio y ahora lo ratificaban.
—Ahora bien. Es una zona protegida por la ley de costas, con movimientos ecologistas de cierta importancia e influencia.
—Es cierto —les ratificó. Era patente que, entre sonrisas y bonitas palabras, habían hecho sus deberes.
—En esta situación, los terrenos en ese lugar carecen de valor.
Solo pudo asentir.
—No obstante, continuamos interesados. Los terrenos cuentan con casi un kilómetro de costa y unos seiscientos metros de anchura. Hemos tenido una discreta conversación con el alcalde y, por suerte, le hemos encontrado muy receptivo —palabras que desconcertaron a Ignacio, desconocía los pasos que estaban realizando.
—Esa conversación con el alcalde, ¿la han llevado a cabo ustedes? —preguntó.
—Por supuesto que no. Sería despertar la codicia del hombre y mostrarle un interés inversor. Espero que no le moleste, el acercamiento lo hemos realizado en su nombre y lo ha realizado un abogado.
No eran tan tontos como parecían, pensó. Tampoco tenía que confiarse, al fin y al cabo, invertían internacionalmente y poseían recursos insospechados.
—Y ¿qué han sacado en claro?
—A lo largo de todo el kilómetro, los primeros cien metros desde la playa son intocables. Pero contamos con los quinientos posteriores, en su mayoría terreno yermo, a excepción de una pequeña pinada que se integraría en cualquier proyecto que se plantease. También existen varios huertos gestionados por agricultores que poseen otros lindantes con su propiedad pero, en todo caso, conscientes de que han invadido una propiedad ajena. El terreno está catalogado como zona verde pero, a excepción de esos cien primeros metros pegados al mar, el resto se podría recalificar si ponemos un par de sobres en los bolsillos adecuados y aseguramos que, en posteriores inversiones, se contratará a gente del municipio en trabajos de construcción. Por supuesto, este tipo de negociación se llevaría con absoluta discreción y siempre en su nombre. Le repito que si sospechan de inversión extranjera, los costes y las objeciones se multiplicarán. ¿Estás de acuerdo?
—Por supuesto —le convenía el interés que mostraban. No solo hablaron con el alcalde, inspeccionaron el terreno, se preocuparon de averiguar pros y contras. Indudablemente eran mucho más avispados de lo que aparentaban.
—¿Qué opinan sus hermanos? De momento son todos propietarios del terreno.
—No se preocupen por ese tema, en su momento lo resolveré.
—Intuimos que con su hermano no habrá problemas, pero ¿y su hermana? —insistieron.
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