Leonor, Carmen Peredo y Arturo Xavier González.
En aquellos tiempos lejanos había un ambiente de mucha camaradería entre los colegas músicos. La Universidad era diferente: “los maestros nos juntábamos para todo, para discutir, para votar. Nosotros decidíamos quién iba a ser el director, votábamos para eso, ahora ya no”.
Todos eran muy amigos y salían con frecuencia por las noches: con Carmen Peredo, su gran compañera fallecida en 2017, hasta pocos días antes de su muerte se juntaba a tomar café algunas tardes. Otros también se han muerto ya: el compositor y maestro Hermilio Hernández; Ernesto Flores; Arturo Xavier González, chelista con quien Leonor mantuvo durante muchos años uno de los duetos más memorables en la historia musical de la ciudad.6 “Arturo y yo fuimos casi hermanos. Sus hijas me dicen mamá y su esposa fue también muy amiga mía. Yo viví con ellos como familia. Tocamos en todos los pueblos de Jalisco, en los de Sinaloa, a muchas partes fuimos. A las hijas yo las vi nacer. Lamentablemente murió muy joven, a los 57 años”.
Con Arturo Xavier González le surgió a Leonor el gusto por acompañar, y se convirtió en la más solicitada pianista para ello. Claro que también tocaba mucho sola en recitales o con orquestas como la Sinfónica de Guadalajara desde la década de los cincuenta: música de Bach, el Concierto número 4 de Beethoven, las Variaciones Sinfónicas de Cesar Franck, el Concierto en Re bemol de Gonzalo Curiel y muchísimas cosas más. Pero siempre ha encontrado un placer especial en tocar con alguien, de manera más íntima:
Yo he tocado mucho sola, desde que estuve en Londres toqué con orquestitas del Conservatorio, pero antes de irme para allá conocí a Arturo Xavier González y él fue el que quiso que comenzara a acompañarlo y ya no me dejó, lo acompañé como 30 años. Claro que también acompañé a otros: a Manuel Enriquez, a Carlos Prieto. Y es que lo que me dejó Arturo fue el gusto por acompañar. Él era una cosa increíble, un músico muy completo. Pocos chelistas han tenido un sonido como el suyo, un sonido precioso, era un musicazo y tuve la suerte de tenerlo cerca, porque aprendí mucho de él. Tocamos muchísimas cosas, yo creo que nadie ha tocado tanta música como la que toqué con el Güero. A veces cuando toco con algún chelista joven de la escuela y no me gusta cómo suena, le digo: No te estoy regañando yo, te está regañando el Güero desde allá arriba.
Para Leonor Montijo el piano ha sido su vida. Todo se lo han dado mutuamente, es su pareja, su marido. Leonor nunca se casó porque su matrimonio fue con el piano pero, paradójicamente, él le ha dado muchos más hijos que los que podría haber tenido con una pareja: sus montones de alumnos que la siguen visitando, que la vienen a ver a su casa.
Ese piano en el que ha tocado de todo: desde su gran amor por los impresionistas heredado de la sangre francesa de su madre –“¡Imagínate: ella tocaba a Debussy cuando aún estaba vivo Debussy!”–, hasta la música exigentísima de Brahms –“¡es el más difícil para interpretarlo bien!”.
Cuando decidí dar por terminada la entrevista, la maestra nos dijo: “¿Y no se quieren tomar una cervecita?”. Tratamos de negarnos sin mucha convicción, pero finalmente se la aceptamos y seguimos la charla ya más relajados, sin cámara ni micrófono. Jorge se anima a pedirle que toque algo. Ella también rechaza la petición al principio, pero casi de inmediato se sienta en el Steinway: “Tengo los dedos tiesos, estoy medio temblorosa, me puso nerviosa la entrevista”, dice, pero con todo y todo comienza a tocar. “Les voy a tocar una pieza del maestro Lobato, es La Guacamaya Pinta de Domingo Lobato”. Y se arranca con la melodía de aire folclórico que por lo visto le encanta tocar.
Después de eso tratamos de despedirnos, pero nos ataja con cierto aire pícaro: “¿No quieren que les toque un bolero? Me sé todos, el que ustedes me pidan me lo sé”. Y se sienta de nuevo al piano para atacar una versión muy adornada de “Tú, mi delirio”, del cubano César Portillo de la Luz.
Se nota que también le encanta tocar eso a Leonor Montijo.
5Biólogo de profesión y amante de la música. Fue amigo de Julio Haro, el líder del grupo El Personal, y llegó a cantar coros en el disco No me hallo de ese grupo y en alguna presentación ocasional. Como parte de su profesión de biólogo trabajó en el Museo de Paleontología de Guadalajara y fue profesor en la Escuela de Conservación y Restauración de Occidente (ecro). Javier murió en diciembre de 2017.
6Más sobre Arturo Xavier González en el capítulo siguiente.
Arturo Xavier González,
Domingo Lobato y Manuel Cerda
Entre lo sagrado y lo profano
Los tres músicos de este texto pertenecen a generaciones distintas, dos de ellos ya murieron. ¿Qué los unió? La respuesta se desprende de esta crónica, pero adelanto que hubo una conexión importante entre los tres: el maestro Lobato dirigió la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara durante muchos años, y en esa escuela Cerda y González fueron maestros. Pero hay más: Manuel tocó durante un periodo largo en la orquesta de baile de Arturo Xavier González y también fue alumno de Domingo Lobato. En todo caso los unió su amor por la música, por la enseñanza, y por la institución educativa donde pasaron tantos años: la Universidad de Guadalajara.
Mediaban los años setenta. Para los de más edad solía haber una orquesta, casi siempre la del maestro Arturo Xavier González, la más popular de todas y acaso la mejor; para los jóvenes algún grupo que tocara las canciones de moda, esas que reproducía la AM: Radio Internacional o Canal 58. Las fiestas –graduaciones, bodas, quinceaños– solían realizarse en salones de hoteles donde solamente podían tocar músicos que pertenecieran al sindicato. La primera vez que contrataron a aquel “conjunto moderno”, como se les decía, apareció ante ellos alguien que se identificó como delegado y les dijo que no podían tocar esa noche pues no eran sindicalizados. Pero había una forma: pagar una “cuota de desplazamiento” que él mismo se encargaba de cobrar otorgando a cambio los recibos correspondientes. Luego, el delegado se subía al escenario y tocaba el sax con la orquesta de los mayores. La orquesta de verdad sonaba bien, en ella participaban algunos de los mejores instrumentistas de la ciudad, los arreglos eran muy pulidos y el repertorio ponía a bailar a todo mundo. No en balde tocaban tanto: en Guadalajara, en el interior de Jalisco y en otros estados de la república a donde viajaban con mucha frecuencia. Don Arturo, el director, a quien también apodaban el Güero, se paraba al frente y decía cuál era la pieza que seguía, daba la entrada y luego dirigía con ademanes suaves y mirando ocasionalmente al público a través de sus gruesos lentes, con una sonrisa. Entre los músicos había uno que tocaba el piano con enjundia y concentración, aunque a veces se reía y hacía bromas con sus compañeros mientras ejecutaba pasajes intrincados. Era Manuel Cerda, un músico con una gran formación académica, como muchos otros de los integrantes de aquella agrupación.
Proveniente de una familia de músicos de La Barca, Jalisco, Manuel Cerda Ortiz nació en 1949. Además de músico, su padre era carpintero;
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