Bueno, pues el que me aguanta, me aguanta. No cualquiera, porque sí soy medio mala. He sido mala....pero la cosa es esta: mi madre así me trajo, fue muy dura conmigo desde los siete años: ¡cuenta, levanta el dedo, la nota, lee esto!, y yo tengo que ser igual, porque si no tienen disciplina, ¿para qué entran? La disciplina es básica para esto. Yo he conocido algunos muy talentosos y no llegan a nada, ¿por qué? Porque no tienen disciplina.
Leonor al piano.
Javier Juárez Woo5 fue su alumno en alguna época de su vida. Antes Javier había tenido varias maestras célebres de Guadalajara: por ejemplo Áurea Corona, quien también tenía fama de severa. Contaba Javier: “Corría la leyenda de que daba regletazos para corregir la posición de las manos, pero como yo recibía la clase a las 7:00 am, ella estaba fresca y dichosa. Vivía en la planta alta de la Escuela y recuerdo que su aparición era precedida por una irrespirable nube de Esteé Lauder. Con ella estudié la tripleta usual: Beyer, Bürgmuller y Lemoine”.
La accidentada carrera pianística de Javier se interrumpió. Luego continuó con Amelia García de León, quien “ decidió que mis oídos estaban ‘anquilosados’ con armonías propias de los métodos que había estudiado antes, de manera que decidió que había que deconstruir aquello... ¿cómo?, estudiando, en mi caso, Mikrokosmos i, ii y iii de Bartok”. Luego de otra interrupción, Javier volvió a la escuela de la maestra Corona y ahí se convirtió en alumno de Leonor Montijo:
Nada más llegar a la primera sesión, la maestra me interrogó sobre mis anteriores profesores. Al enterarse de que habían sido cinco, comentó: ¡Malo, tener tantos profesores nunca es bueno!
Pues de ahí pal real: mi postura, mi cuenta del tiempo, mi solfeo, mi incapacidad para ejecutar “pianísimo”, todo eso me fue achacado. Además, después de haber tocado Bach y algún Schumann, me puso una sonata facile de Clementi, o sea una degradación. Las cosas se hicieron tan tensas que pensé que en algún momento le iba a faltar al respeto y hasta ahí quedó mi carrera. Ahora creo que ya no tendré tiempo de volver a recibir clases, de manera que todo aquel talento se fue a la goma, ni modo.
En cambio, otra de sus alumnas, Rosa María Valdés, habla de Leonor con mucha admiración:
Leonor con el maestro Arturo Xavier Gozález.
Vivo en Guadalajara pero soy sinaloense, así que nunca me sorprendieron ni su tono de voz ni sus regaños durante mis largos años como su alumna. Eso sí, siempre la caracterizaron su puntualidad, su disciplina y su pasión por la música. Está actualizada sobre pianistas internacionales, la emocionan los nuevos proyectos, y siempre está pensando en el siguiente programa para estudiar. Tiene gran disposición para viajar, conocer lugares nuevos, restaurantes y comidas. Me encanta su actitud optimista ante la vida.
Cuando salió de Hermosillo, Leonor llegó a Guadalajara y su primer profesor fue el presbítero Manuel de Jesús Aréchiga, quien además de maestro fue un reconocido pianista, además de organista de la Catedral de Guadalajara durante veintisiete años. También fue director de orquesta y coros. Después viajó a la Ciudad de México y estudió con Fausto García Medeles, fue a Londres con el notable pianista suizo Albert Ferber. Tuvo contacto, por medio de Arturo Xavier González, con el gran pianista Alfred Brendel, quien incluso le llegó a corregir su interpretación de la fantasía Wanderer de Schubert (contaba Leonor que, cuando fue a Viena, Brendel la reconoció y exclamó al verla: “¡Guadalajara!”). Luego quiso regresar a México por consejo de su amiga María Teresa Rodríguez –“la mejor pianista mexicana” según Leonor–, pero se encontró con Domingo Lobato, quien insistió en que la necesitaba en Guadalajara.
No, le dije, me voy a México. ¡No!, me dijo, te quiero aquí. Primero no le hice caso y me fui a México, y no sé cómo consiguió mi teléfono, a los tres días me llamó y me dijo que ya estaba mi nombramiento en la Escuela de Música de la Universidad, que él dirigía. Me regresé y le dije: Nomás por un año. Sí, cómo no, un año...¡tengo cincuenta y seis años en la Escuela de Música!
Su relación con el maestro Lobato, reconocido compositor de origen michoacano pero avecindado en Guadalajara hasta su muerte, ocurrida el 5 de noviembre de 2012, fue muy cercana:
Fue como si el cielo nos hubiera querido poner juntos porque llegamos a Guadalajara en el mismo año, 1946, él de Morelia y yo de Sonora. Fue mi maestro de armonía, de contrapunto y de composición. Luego fui hasta su secretaria, fue mi compadre, le bauticé a la última hija. Éramos muy amigos. Todavía veo mucho a su familia: a su esposa, a sus hijos. Siempre he estado en contacto con ellos y yo no dejo de tocar cosas del maestro Lobato. Es raro un recital en el que no ponga algo del maestro.
El viejo edificio donde estuvo la Escuela de Música de la Universidad, construido por el arquitecto Alfredo Navarro Branca, fue demolido el 12 de diciembre de 1980. Un clásico “sabadazo”: para evitar las críticas por la destrucción de un inmueble querido y valorado, se recurrió a los hechos consumados, un día en el que nadie podría haberlo impedido. A la muerte del rector de entonces, Jorge Enrique Zambrano, en 2016, se supo que la decisión no había sido solamente de él, sino que el gobernador Flavio Romero también había estado de acuerdo. Da lo mismo. Hay una foto anónima que ha circulado y que consigna el dramático momento del derrumbe, triste documento que registró la destrucción de una pieza importante del patrimonio de Guadalajara. Pero claro, había que construir un nuevo edificio administrativo para la Universidad y aquella antigualla ubicada en Juárez y Tolsa estorbaba.
Dos días después de la destrucción, el 14 de diciembre de 1980, organizaciones ciudadanas como Pro Hábitat, la Sociedad de Información sobre Guadalajara y la Unión de Artistas Plásticos publicaron un desplegado de indignación en el diario El Occidental , pero el daño ya estaba hecho:
La ciudadanía tapatía ha presenciado indignada el bochornoso y denigrante espectáculo de la alevosa destrucción de un edificio que formaba parte de nuestro patrimonio histórico, cultural y urbano. Es indignante e incomprensible porque la autoridad de la más alta institución cultural del estado, cuya misión es preservar y difundir la cultura, es la que en forma arbitraria y soberbia destruyó un edificio que nos pertenece a todos, sin importarle a las autoridades y a la opinión pública.
El dolor por la pérdida de aquel amado edificio ha acompañado a la maestra Leonor toda su vida: “Es algo que traigo como una espina en el corazón, fue muy doloroso que lo tiraran, cada vez que me acuerdo me dan ganas de llorar, sobre todo porque ahí estaba la Sala Juárez que era una hermosura... ¡tantos conciertos que hicimos ahí! ¡Yo hasta barrí la Sala Juárez!”.
La Sala Juárez era el sitio de los conciertos, especialmente para la música de cámara. Leonor tocó ahí, igual que muchos de sus colegas, infinidad de veces, en recitales de piano solo o acompañando a otros instrumentistas o cantantes, lo cual se convirtió en su especialidad.
Después de que tiraron el edificio, y con él la entrañable sala, la escuela de música se mudó al Exclaustro de San Agustín, a un costado del teatro Degollado. Ni modo, desde entonces Leonor va ahí a dar sus clases, escaleras arriba en el Claustro. “Ahí tengo a mis muchachos, voy arriba y hasta eso que estoy contenta”.
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