El literato Eusebio Ruvalcaba, quien escribió mucho sobre música, era hijo del célebre violinista Higinio Ruvalcaba, cuyo nombre se tomó para la sala de conciertos de cámara del Exconvento del Carmen, en Guadalajara. Higinio había sido integrante del Cuarteto Lener, uno de los más importantes de México. En ese cuarteto alguna vez tocó el chelo Arturo Xavier González. Eusebio le dedicó estas líneas: “Le decían el Güero. Tocaba Paganini al chelo como cualquier cosa. Nació en Tequila y murió en Guadalajara. Fue director de la Banda del Estado y de una orquesta de baile. Sus ojos eran verdes”.
Efectivamente, Arturo Xavier González Santana el Güero fue un chelista excepcional, el mejor de México, para algunos. Fue primer cello de la Orquesta Sinfónica de Guadalajara cuando la dirigía Manuel M. Ponce y tocó muchas veces como solista –los conciertos de Haydn, Saint-Saëns y Dvorak, por ejemplo– y además estuvo en el podio de director algunas veces: en 1953 dirigió Beethoven, Tchaikovski y Chopin; en 1963 una obra para orquesta de Hemilio Hernández y piezas de Khatchaturian, Rossini y Blas Galindo; en 1977, Franck y Sibelius... por citar nada más algunos ejemplos.
Y sí, nació en Tequila en familia de músicos: su padre Avelino González le enseñó a tocar la flauta, el clarinete, el saxofón, el trombón y el piano. Con su madre, Eloísa Santana, aprendió solfeo. Cuando aún era niño lo enviaron a Guadalajara y ahí estudió con Ignacio Camarena, quien le descubrió sus grandes dotes para el violonchelo, que se convirtió en su instrumento.
Tocó además con la Orquesta de Jalapa, a dueto con las pianistas Áurea Corona y Leonor Montijo, dirigió la Banda del Estado durante veintiocho años amenizando las serenatas en la Plaza de Armas y atendía su orquesta de baile. Eso sí, su vida fue corta: no había cumplido 58 cuando murió. Pero no se cuidaba, dicen. Era diabético y solía traer chocolates en las bolsas del saco, además de que las desveladas no ayudaban.
Carmen Peredo, quien fue muy amiga suya, contaba que era un músico extraordinario y con muchas facetas personales:
A veces llegaba a las dos de la mañana y gritaba desde la calle: ¡Gordo! –llamando a mi marido Ernesto, a quien le decían así–. ¿Quién es? ¡Soy Arturo, ábreme! Venía, se acostaba aquí y se quedaba hasta el día siguiente. Es que tocaba diario con su orquesta... era un tipo un poco exótico. Un día que me lo encontré me dijo: Mejor quisiera que me matara un coche antes que llegar a clases, porque no me siento bien. Acompáñame a la botica, Carmelita, para comprar mi medicina. Y compró unas pastillas medio alucinógenas, en forma de corazón, las vendían sin receta. Esas son las que tomo para aguantar las desveladas, me dijo. Y yo también agarré la maña, jajaja...
Manuel Cerda tiene su estudio de grabación cerca de la salida a Chapala y al aeropuerto, en El Álamo, una zona que pertenece al municipio de Tlaquepaque y que está muy cerca del famoso hotel El Tapatío y ahí es donde lo entrevisté el 5 de septiembre de 2016. Lo construyó en 1994 luego de una larga experiencia como arreglista de música comercial. En la década de los ochenta, y después de que se salió de la orquesta de don Arturo, lo solicitaban mucho para “afinar músicos” norteños, mariachis, bandas, tropicales. Iba a las grabaciones y cuidaba que todo estuviera afinado, lo cual era una labor a veces difícil. También orquestaba jingles y producciones de artistas muy diversos. Le iba bien: las compañías de discos lo llamaban, le pedían que fuera a dirigir grabaciones a México, a Estados Unidos, le solicitaban arreglos para orquesta. Prácticamente se alejó de la música seria durante esos años y se involucró en la música comercial. Se inclinó entonces por lo profano.
Y entonces se decidió a poner su propio estudio. Aprovechó que tenía clientes y continuó por ese camino de modo más independiente, convenció a la familia y se lanzó a la aventura. El estudio es espacioso: la sala de grabación permite meter a una orquesta, cosa poco usual en los estudios de Guadalajara. Manuel quería un lugar versátil, que le permitiera hacer muchas cosas, grabar cuerdas, un piano de cola, meter grupos numerosos, comentó: “He llegado a meter poco más de sesenta músicos de la Filarmónica de Jalisco... eso sí, apretaditos”. Contrató a un diseñador norteamericano especializado en estudios de grabación para que le hiciera el proyecto.
Ahí ha grabado a artistas comerciales de renombre: Julio Preciado, Pablo Montero, Ángela Carrasco, Bertín Osborne y muchos mariachis y bandas sinaloenses. También ha recuperado un poco el terreno clásico grabando orquestas, aunque a veces trasladándose a las ciudades de donde son oriundas: Jalapa, Querétaro, Aguascalientes. Trabaja mucho con José Guadalupe Flores, quien estuvo mucho tiempo al frente de la orquesta de Querétaro; ha grabado con él desde que dirigía la Filarmónica de Jalisco, ya grabaron las nueve sinfonías de Beethoven y tienen el proyecto de grabar próximamente las cuatro de Brahms.
Es obvio que con el tiempo ha actualizado la tecnología del estudio. Me mostró una pequeña bodega junto a la sala de controles donde tiene lo que va quedando en desuso. Con entusiasmo y cierta nostalgia me enseñó una antigua máquina para cinta de dos pulgadas, de las que se usaban mucho antes de la era digital; también tiene una reliquia de la que habla con orgullo: una vieja máquina primitiva de reverberación.
Manuel nunca se vio a sí mismo como maestro, sin embargo, ejerce la docencia desde hace veinte años en la Universidad de Guadalajara. ¿Cómo ocurrió? Un día en una comida, el director José Guadalupe Flores le dijo a Enriqueta Morales, entonces directora de la Escuela de Música de la Universidad: “Mira Queta, tú a quien tienes que invitar a dar clases es a Manolo, aquí presente”. La maestra Morales le confesó que desde 1975 habían intentado incluirlo como maestro pero hubo rechazos: ya hay demasiados “sacros”, dijeron. Había mucho pique entre ambas escuelas. En la Sacra se enseñaba mucha armonía, contrapunto y los alumnos que salían eran muy buenos organistas; en la UdeG lo fuerte era el piano.
“Querían que yo diera contrapunto y fuga... No maestra, yo hace mucho que no hago eso, ¡mejor doy orquestación!... —¿Cómo va a dar orquestación si no tenemos alumnos de composición? Usted da armonía, contrapunto, así apuntalamos la carrera de composición... Entonces propuse un programa, lo aceptaron y comencé”.
¿Qué pasará que en las últimas épocas se ha incrementado el interés de los jóvenes por inscribirse en composición? Quién sabe, pero el caso es que en el 2015 solicitaron ingreso treinta y solamente hubo cupo para diez. En el año siguiente se calculaba que tendrían que aceptar a veinte, pero Manuel dice que serían demasiados, que él no los puede atender a todos. Es necesario, en su opinión, renovar la planta docente, preparar más gente que entre al quite. “Hay mucho talento, hay una especie de boom . Por una parte me da gusto pero es necesario que se amplíe el número de maestros. Hemos cambiado dos o tres veces el plan de estudios pero nos hace falta gente. Yo no sé por qué llegó de pronto tanto entusiasmo por la composición”.
En los últimos tiempos Manuel ya casi no toca el piano, salvo en alguna grabación ocasional. Ha dedicado sus tiempos libres más bien a componer, actividad que había dejado de lado durante cerca de veinticinco años. La última que compuso en aquellos lejanos tiempos se llama El ciclo de la vida y estaba influida por Stockhausen y ese tipo de autores de vanguardia, con pocos instrumentos y una cinta grabada que incorporaba efectos electrónicos, reverberaciones y cosas así.
Reconoce que ha sido un tanto descuidado para organizar y promover su propia obra: ni siquiera ha tenido el cuidado de registrar sus composiciones y arreglos, lo cual le podría haber reportado beneficios económicos. Así es él, acaso por pertenecer a una época en la que no se daba tanta importancia a esos asuntos: lo central era hacer música y ya.
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