Gabriel Pérez Gómez - Álvaro d'Ors

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Al escribir la historia suelen surgir personajes que influyen de manera decisiva en su tiempo, por lo que dicen o por lo que hacen. Alvaro d'Ors es uno de ellos, al entender su brillante actividad profesional como un servicio. Tercer hijo de Eugenio d'Ors («Xenius») y heredero del carácter humanista de su padre, fue catedrático de Derecho Romano en Granada, Santiago y Pamplona, y experto en Epigrafía y Papirología, Filología Clásica, Historia Antigua, Derecho Canónico y Teología Política. Sinfonía de una vida es el título que él mismo puso a un esbozo autobiográfico que redactó al recibir un premio. Su infancia y juventud en Barcelona y Madrid, el período de la guerra civil, su larga vida académica y sus años tras la jubilación constituyen una obra sinfónica ejecutada por diversos instrumentos, dirigidos por el deseo de hacer en cada momento lo que debía, sin esperas ni omisiones.

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—Yo —me dice— no creo en los Reyes Magos, naturalmente. Pero nadie me ha demostrado que no existan.

La frase de Álvaro me hace pensar que me encuentro ante un niño que es algo más que un niño.

—¿Cómo te imaginas tú a los Reyes? ¿En su época o anacrónicamente?

No vayan ustedes a pensar que Álvaro se asusta de eso de anacrónicamente.

—Me los imagino vestidos suntuosamente y sin anacronismos. Tal como los vi de chico en el nacimiento. Además, creo que hay que respetar la tradición.

—¿Qué te han traído este año?

—Libros de Dickens, que me encanta, y de expediciones al Polo. Además, un mazo de jockey.

—¿Eres deportista?

—A medias.

—Lo que es —me dice Eugenio d’Ors— es un formidable bailarín.

—¿Cuántos países has recorrido, Álvaro?

—Cinco.

—¿Dónde escribes?

—En Juventud, una revista que hemos fundado el chico de Marañón, el de Pérez de Ayala, el de Moya, el de Pittaluga…

—¿Qué estudias, Álvaro?

—Tercero del bachillerato.

—¿Qué asignatura te molesta más?

—La Aritmética.

D’Ors padre sonríe y me dice:

—Le molesta la Aritmética por otra cosa que a nosotros. A mí me molestaba porque parecía cosa de mercaderes. A él le desa­grada, sin duda, por ser una disciplina abstracta. Verá usted, si le pregunta, cómo le sucede todo lo contrario con lo concreto.

—Vamos a ver, Álvaro, ¿qué asignatura te gusta más?

—La Geografía y la Historia[92]”.

Hay otro hecho reseñable de estos momentos de juventud: su afición por tres modalidades deportivas: el críquet, el tenis y el esquí. Por lo que se refiere al juego del críquet —que en aquella época no era conocido en España— hay constancia fotográfica: Álvaro d’Ors, elegantemente vestido, tal como se practicaba en el momento, con americana azul marino, con un ribete blanco y pantalones también blancos. Su afición fue tal que llegó a tratar de difundir la práctica de este juego a través de una entrevista en la que aparece como su introductor en España:

En mi educación oficial tuvo el Deporte un papel importante, aunque yo, como más inclinado a leer, escribir y hablar, no pasara de ser un mediocre deportista; sin embargo, por cierta anglofilia de mi adolescencia, figuré, en alguna página deportiva de los finales años 20, como «introductor del cricket en España». Fue esa una iniciativa pronto frustrada, pues para ese deporte se requería un césped y una flema que no tenemos los españoles[93].

Aunque siempre dijo que no tenía fuerza en los brazos y que eran su punto débil, también le gustaba el tenis. Hasta los años 80 guardó la que había sido su raqueta: una herramienta pesadísima, de madera maciza y con cuerda de tripa, perfectamente conservada en una funda de lona de tipo militar. En sus primeros años de Santiago de Compostela seguiría utilizándola en ocasionales partidos con amigos y colegas en la pista recién construida en el Colegio Mayor La Estila. Alguno de sus hijos la usaría más tarde, en clara desventaja con sus contrincantes, dado el esfuerzo que había que hacer para manejarla frente a rivales provistos de material «moderno».

El tercer deporte que cultivó fue el del esquí, que, en aquella época, en España, se llamaba popularmente “patinar en la nieve”. Posiblemente aprendido con sus padres en los Alpes, lo practicaría después con sus hermanos y con otros amigos en Navacerrada. Álvaro recordaba cómo hubo un día en el que nadie más que su grupo había acudido a tomar el tren para la sierra, por lo que los responsables del ferrocarril habían decidido suspender el viaje. En esas circunstancias intervino su hermano Víctor que, con vehemencia y poder de persuasión, consiguió que funcionara el convoy hasta la estación de esquí, basándose en el cartel anunciador que indicaba el calendario y horario de los viajes durante la temporada.

En España, el prestigio del Deporte se inició con el ejemplo del rey Alfonso XIII, muy aficionado al polo, y la Institución Libre de Enseñanza. Propiciaba ésta el excursionismo; nuestro buen Martín Navarro Flores animaba a sus alumnos a salir al campo los domingos, y a no ir al cine (...) De ahí derivó, por su propio camino, mi afición al ski[94].

Nos referimos a unos momentos en los que para hacer este deporte apenas si existían instalaciones: no tenían pistas construidas ni máquinas pisa-nieves ni tampoco medios mecánicos para subir, ya que no llegarían a España, y de manera muy rudimentaria, hasta después de la Guerra Civil. Tan solo había nieve, la senda que, con suerte, ya pisaron otros y un albergue donde reponerse del esfuerzo de subir y bajar una y otra vez. Y todo ello se hacía portando un pesado equipo, compuesto por unas tablas de madera maciza que se ataban a las botas con unas peligrosas ligaduras de cuero, que eran las causantes de muchísimas fracturas de tobillos. Los guantes de esquiar que utilizaba Álvaro eran unas pesadas manoplas, que todavía sobrevivieron hasta sus primeros años de casado, junto a un gorro usado para la misma actividad. El resto de la indumentaria era la normal de la época para ir por la calle: pantalones y chaqueta (incluso corbata en ocasiones) y un grueso jersey de lana por debajo.

La vida sana y al aire libre que propugnaban los profesores del Instituto-Escuela también le llevó a muchas excursiones y acampadas, especialmente en la zona de El Pardo. Antonio Bello y él recordarían muchos años más tarde el esmero que pusieron en uno de estos campamentos para cocinarse unos huevos fritos perfectamente concéntricos: los dos mantenían jocosamente que no les gustaban aquellos en los que la yema estaba descentrada respecto de la clara[95].

Por lo que se refiere a otro juego de moda en aquellos momentos, el fútbol, parece que ejerció en él cierta influencia su hermano Juan Pablo, que debió de ser portero y tal vez capitán del equipo del Instituto-Escuela. En el caso de Álvaro, el fútbol no hizo fortuna, pues perteneció a la legión de los que, a lo largo de la historia de los patios de recreo de tantos colegios, casi nunca eran elegidos para formar parte de los equipos que se creaban. Según la estrategia de distribución de los jugadores en el campo propia de aquellos años, cuando lograba formar parte de uno de ellos le gustaba jugar de medio centro, de acuerdo con las alineaciones habituales del momento: un portero (o goal-keeper), dos defensas, tres medios y cinco delanteros. No tiene nada de extraño, por tanto, que su jugador preferido entonces fuera otro medio centro: José Samitier, a quien posiblemente habría conocido y tratado algo, ya que antes de ser famoso había trabajado para su tío-abuelo Juan Ors[96].

Al final de su vida académica, siendo profesor extraordinario de la Universidad de Navarra (lo que, en las universidades estatales, se conoce como «profesor emérito»), hizo alguna alusión a este deporte, diciendo que no había pasado de ser un jugador mediocre, al que nunca elegían los capitanes de los equipos para jugar. Su papel había sido la mayoría de las veces el de suplente. «Lo mismo que ahora, que soy el suplente de mi adjunto»[97].

El resumen que el propio Álvaro hacía de este aspecto de su vida lo solía referir a sus nulas ganas de competir:

Si jugaba al tenis, no contaba los puntos; si metía, alguna vez, un gol, no se me ocurría saltar y gritar de gozo, como hacen los que se toman el fútbol en serio; ni con el ski me importaba llegar antes que los demás. Pero no era así tan solo en el deporte y otros juegos, sino en todo lo demás de mi vida; incluso en mi ‘carrera’ profesional: no me gustó nunca vencer ni ser vencido, ganar ni perder[98].

Y entre el estudio y el deporte, practicaba también otra afición que cultivaría el resto de su vida: la participación en tertulias de todo tipo.

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