De estos años de estudio en «la Central», Álvaro d’Ors destaca su relación con unos compañeros que cursaban la carrera en la misma Facultad de Derecho y que, como él, procedían del Instituto-Escuela. El pequeño grupo solía acudir al Hylogui[123] para tomarse unas cervezas y conversar. Los cuatro se encontraban en posiciones ideológicas muy distintas, sin que ello les impidiera ser buenos amigos:
Cuatro compañeros del Instituto-Escuela vinimos a formar en la Facultad de Derecho un pequeño grupo distinguido, no solo por las notas, sino por cierto estilo de vida: la poca estimación de la riqueza, la ausencia de palabrotas y la falta de ambiciones vulgares, así como por cierta naturalidad elegante en el trato con las pocas compañeras de entonces. De estos cuatro amigos, Juan Barnés murió en las filas rojas, Joaquín Sánchez-Covisa fue economista en su exilio venezolano (aunque volvía a veces a España); sobrevivimos Juan Torroba Gómez-Acebo, diplomático, y yo, que militamos con los nacionales. Con este último he mantenido, a pesar de las distancias geográficas, la más constante amistad de mi vida. La distinta suerte de estos cuatro estudiantes de los años 30 en la Central puede dar una idea de lo que ha sido el reparto del hado algo trágico de nuestra generación[124].
La época de preguerra se dejó sentir especialmente en la Universidad y, todavía más en la Facultad de Derecho. Las tensiones y las luchas entre los partidos políticos y sindicatos estudiantiles de izquierdas (fundamentalmente la FUE) y los de derechas (AET y falangistas) repercutían directamente en la vida académica:
Desde el primer momento, las tensiones políticas de la calle se apoderaron de la Facultad, pero se hicieron impeditivas de la normalidad a partir de 1934; eran frecuentes los encuentros, incluso armados, en los pasillos de la Facultad, aparte de las huelgas y manifestaciones callejeras. En el curso 1935-36 —último antes de la Guerra— las clases hubieron de suspenderse poco después de empezar, y luego, después de las vacaciones de Navidad, hasta los exámenes de junio. En conjunto, pues, la vida universitaria de esos años, en la Facultad de Derecho, resultó deficiente y, al final, nula. Esto no impide que algunos estudiantes hayamos podido conservar un excelente recuerdo de algunos maestros[125].
A este ambiente de huelgas y algaradas estudiantiles no eran ajenos algunos profesores que con su actitud claramente exaltada, contribuían a crispar más la situación. No era extraño que a la hora de los exámenes orales volcaran sus filias o sus fobias con determinados alumnos de los que conocían o presumían sus posiciones religiosas o políticas. Un ejemplo de intransigencia en este terreno era Luis Jiménez de Asúa, catedrático de Derecho Penal[126]:
Yo fui alumno de él, pero ese curso me matriculé «libre», para evitar el encuentro personal, que, sabiendo de su talante, podía prever que no iba a ser cómodo para mí, a causa de su notorio sectarismo ideológico. Aprobé el examen escrito, pero, cuando invitó a un nuevo examen (creo que oral) para «mejorar», con la amenaza de posible suspenso, me acobardé, y contenté con ese «aprobado». Por otro lado, nos estafó al cobrar, al principio de curso, por unos pocos pliegos de su libro, que no tuvieron continuación (los conservo), el precio entero del libro. Puedes creer que era un profesor muy poco querido por los alumnos, y menos por las pocas alumnas de entonces. El atentado que sufrió, al volver a su casa, en la calle de Goya, fue una mala torpeza; pero eran «estudiantes católicos», de los que recuerdo bien a uno, que fue muerto en Madrid en los primeros momentos de la Guerra: un acto del todo reprochable, pero que revelaba la malquerencia de muchos alumnos[127].
Por su coherencia personal, Álvaro d’Ors recordaría con admiración la figura de Eloy Montero, catedrático de Derecho Canónico, ya que supo llevar su condición de sacerdote con normalidad y mantenerse firme en sus ideas en aquellos años turbulentos:
Yo recuerdo, en todo caso, y lo recuerdo con nostalgia, que, cuando andaban quemando iglesias y conventos, expulsando a los religiosos y demás desmanes de la República, siendo yo estudiante de la Central, Don Eloy Montero, catedrático allí de Derecho Canónico, no tuvo ni asomo de deserción: seguía con su sotana, hablando claro sobre las exigencias de la Iglesia[128].
Otros profesores de Derecho, de los que guardaría buen recuerdo, fueron Nicolás Pérez Serrano (Derecho Político), Galo Sánchez Sánchez (Historia del Derecho) y Felipe Clemente de Diego (Derecho Civil), aunque con este último se matriculó como alumno libre[129].
En este ambiente crispado que le tocó vivir, Álvaro d’Ors llegó a presagiar la guerra civil que iba a asolar España a lo largo de un examen que hizo para subir nota en Derecho Internacional:
Siendo yo estudiante de la Central, y (...) un joven de talante pacífico y exclusivamente intelectual, presentía, cuando todavía no era previsible el Alzamiento del 36, esta necesidad de una como «redención cruenta» del ser auténtico de España. Tuve ocasión de expresar este sentimiento oscuro en un examen escrito para matrícula de honor en el curso de Derecho Internacional Público que dirigía don Antonio de Luna. El tema por él propuesto era un comentario a un texto de Bernardino de Saint-Pierre. Hablé yo entonces, en aquel ejercicio (que, naturalmente, se habrá perdido), de una necesidad de «redención cruenta» de la España entonces sumergida en una gravísima crisis de identidad (No es sorprendente que mi ejercicio no fuera favorablemente juzgado)[130].
Para los tiempos que corrían, la Facultad de Letras era el polo opuesto al ambiente que se vivía en la calle de San Bernardo: un auténtico remanso para cultivar la mente. El edificio estaba limpio. Entre el alumnado había ya un porcentaje significativo de mujeres, y la organización de las clases, seminarios y bibliotecas que había impulsado Manuel García Morente, catedrático de Metafísica y Decano de la Facultad, se dejaba sentir positivamente en todo el conjunto. Julián Marías, Carlos Alonso del Real, Julio Caro Baroja, Carmen García Parra, Antonio Tovar, Martín Almagro o Manuel Fernández Galiano son algunos de los compañeros que compartieron aulas con Álvaro d’Ors. Los profesores con los que tuvo un trato más intenso fueron, de acuerdo con sus intereses, los de Filología Clásica: Pedro Urbano González de la Calle[131], del latín, y José Alemany Bolufer y su adjunto, el canónigo Daniel García Hugues, de griego.
UN DURO GOLPE
A pesar de los antecedentes que dan a entender una infancia feliz, y el inicio de una juventud repleta de lecturas, estudios, viajes, buenos amigos y otros muchos acontecimientos envidiables por cualquier chico de su época, la vida de Álvaro d’Ors no siempre transcurre de esta apacible manera. Hay un momento en el que recibe un golpe especialmente fuerte que calará muy hondo en sus sentimientos. Pese a su madurez personal, se encuentra aún en una edad vulnerable cuando se produce.
Su vida había estado hasta entonces rodeada del cariño y de la estimulante personalidad de sus padres. A este afecto correspondió él siempre, expresando sus sentimientos de acuerdo con su propio carácter afectivo. Pero llega un momento en el que sus padres deciden divorciarse. Muy pocas personas habrán oído a Álvaro d’Ors referirse a esta ruptura, a pesar de que fue un divorcio sonado, suficientemente conocido en su momento y aireado por la prensa, porque se trató de uno de los primeros que tuvieron lugar en España tras la aprobación de la correspondiente ley por parte del Gobierno de la República[132]. Así pues, en 1934, en el inicio de su juventud —19 años—, Álvaro d’Ors tuvo que hacer frente a las inevitables tensiones familiares con las que se vio obligado a convivir.
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