Los alumnos del Instituto-Escuela que concluían el bachillerato aquel año se hicieron una fotografía de fin de curso en la puerta del centro. La imagen fue tomada el 18 de junio de 1932 y puede verse, en tercera fila, a Álvaro d’Ors, junto a sus compañeros de letras y de ciencias[110].
El fin del bachillerato coincidió con la caída de la Monarquía. Los tiempos que se avecinaban, con las tensiones sociales, políticas y religiosas que se iban a vivir en los años siguientes, no serían los más adecuados para el desarrollo integral de un joven estudiante. Pero también, precisamente por la misma zozobra que impregnaba todo, servirían para dotarle a él (y también a su generación) de una madurez anticipada.
Aunque no fue nunca propenso a hablar de cuestiones relativas a su intimidad espiritual, casi al final de su vida Álvaro hizo una referencia a este asunto, dando cuenta de su estado precisamente en este verano de 1931:
Tenía dieciséis años, y era yo por entonces un muchacho muy estudioso y poco piadoso —que llevaba en el bolsillo su rosario de la primera comunión de hacía ocho años, pero no lo rezaba—, aunque, por la gracia de Dios, ni entonces ni nunca tuve la menor duda de fe, ni me faltó el debido respeto al clero, cuya férula no había sufrido en mi educación[111].
1932. UNIVERSIDAD
El caserón de la calle de San Bernardo de Madrid era la sede de la Universidad Central, “la Central”, como se la conocía en los ambientes universitarios. El mismo edificio albergaba la Facultad de Derecho, en la que Álvaro d’Ors se matriculó para hacer su primer curso en octubre de 1932.
Como tenía aptitudes suficientes y motivaciones para ello, también se inscribiría un año más tarde en la Facultad de Filosofía y Letras, de manera que en el curso de 1933-1934 hizo 2.º de Derecho y 1.º de Filosofía. El hecho de estudiar dos carreras a la vez no pasó desapercibido para algunos compañeros[112].
Ese mismo año se estrenaba el edificio de Filosofía y Letras, en la naciente Ciudad Universitaria, situada entonces «muy alejada del centro», por decisión de Alfonso XIII, a quien el Marqués de Casa Aguilar, su dentista, había aconsejado que se construyera en el extrarradio a fin de que los inevitables conflictos estudiantiles que habrían de producirse afectaran lo menos posible a la vida de la capital. Para ingresar en esta Facultad hubo de hacer el examen oportuno ante el filósofo Manuel García Morente, entonces Decano[113].
El contacto con el mundo del Derecho, y especialmente con quien se convertiría en su maestro, José Castillejo, resultará determinante en su formación:
Empecé la carrera de Derecho en la Central, en 1932, bajo la dirección de Don José Castillejo, un conocido «institucionista», que me encaminó por el Derecho Romano. Mi preferencia por el Latín y el Griego (éste se estudiaba ya en el Instituto-Escuela cuando no figuraba en los planes oficiales) me predisponía para esa opción de estudio. De manera muy libre seguí también los cursos de Filología Clásica en la Facultad de Filosofía y Letras, instalada en la Ciudad Universitaria[114].
De esta forma resume Álvaro d’Ors su paso por la Universidad como estudiante, si bien esta época de su vida no es en absoluto la de un alumno normal: además de seguir las clases y trabajos de las dos facultades en las que estaba matriculado, comenzó a asistir también a seminarios y cursos monográficos que se desarrollaban en el Centro de Estudios Históricos (situado en la calle Duque de Medinaceli 4, igual que en la actualidad), que dirigía Ramón Menéndez Pidal[115]. Al mismo tiempo se interesaba por las lecturas que le recomendaba su maestro Castillejo para ir familiarizándose con el Derecho Romano:
Me tocó hacer la carrera en los años irregulares de la República, cuando, sobre todo desde la revolución de 1934, las incidencias callejeras perturbaban las clases (en el 1935-36 no hubo prácticamente clases en la Facultad de Derecho de Madrid). Tampoco todos los profesores del claustro eran de la misma calidad y eficiencia (…) únicamente debo mencionar aquí al que me encauzó en la especialidad, don José Castillejo y Duarte, pedagogo de temperamento, del que reconozco haber heredado el gusto por los casos prácticos, no, en cambio, su admirable costumbre de escribir en el encerado un amplio cuadro sinóptico de la lección que iba explicando, lo que ha conservado, y con gran perfección, otro discípulo suyo, don Ursicino Álvarez Suárez, que, por la ventaja que me lleva, puede considerarse también como maestro mío[116].
Las relaciones con Castillejo fueron excelentes. Álvaro d’Ors apreciaba la sólida personalidad del catedrático, que tenía unas miras y unos contactos internacionales notablemente superiores a los habituales en la Universidad española de la época. Formado en Alemania, Francia e Inglaterra, su figura era distinta de la del resto de catedráticos también, entre otras cosas, porque acudía regularmente a la Universidad en bicicleta. En el momento de conocer a Álvaro, se debió producir una corriente de simpatía mutua que iría creciendo con el estímulo del profesor y la adecuada respuesta del alumno: Álvaro reunía algunas cualidades que Castillejo apreciaba, como su desenvoltura en varias lenguas extranjeras, conocimientos sólidos de latín y griego y un gusto especial por la antigüedad clásica[117]. De esta manera se destacó inmediatamente como alumno brillante, y ya en el primer curso de carrera José Castillejo se hizo cargo de él y lo acogió como discípulo, dándole entrada en su seminario, lo que no era habitual en la práctica académica del momento[118]. La relación entre maestro y discípulo seguiría viva en los años siguientes, mientras Álvaro todavía continuaba sus estudios. De manera totalmente irregular, siendo aún un alumno, se encargaría de impartir unos cursillos de Derecho Romano (sobre derechos reales), bajo el amparo de su catedrático, que lo apoyaba incluso hasta más allá de lo académicamente permitido:
Empecé a dar clases en la Universidad Central dos años antes de nuestra guerra del 36. Fue esa primer y precoz docencia algo ilegal —como tantas otras cosas ilícitas de mi vida, honrosamente ilícitas— pues se debió a la singular benevolencia de mi maestro José Castillejo, que me encargó de unas lecciones («optativas», diríamos hoy) de Derecho Romano, cuando yo todavía no me había licenciado en aquella Facultad; recuerdo que incluso pretendía él que me nombraran «ayudante», pero el entonces Decano, don Adolfo Posada, con toda la razón, se negó[119].
Esa prueba fue decisiva para mí, pues me permitió ver sin titubeos que el oficio de universitario era mi camino[120].
Muchos años más tarde, Álvaro d’Ors volvería a referirse a Castillejo con otra perspectiva:
Era un excelente enseñante, aunque muy elemental, de Derecho Romano (…) Su «libro» (…) era (…) una buena exposición del marco histórico —«historia externa» decía él— con buena información; aunque algo singular, era como esos libros de los catedráticos de entonces que abultaban la primera parte del «Programa», aunque él explicaba en clase todo el «Programa»... y hacía casos (imitando a Kohler, su maestro en Berlín) (…) Efectivamente, iba a veces en bicicleta, como le vio su mujer en esa Escuela Internacional, que no sé yo ahora si no era la misma que la Plurilingüe. Él me hablaba —en los años 30— de una escuela en la que enseñaban los principales idiomas a la vez, y se veía que era su gran ilusión; como era calvo, se comprende que su mujer hable de «cabeza ovoide». Un hombre singular, Castillejo: un manchego recastado en Inglaterra (con escasa influencia alemana, a pesar de haber estudiado allí). Nunca pensó en ser ministro o cosa parecida[121].
No obstante lo dicho hasta ahora, conviene matizar que esta buena sintonía entre maestro y discípulo se refiere fundamentalmente al ámbito académico, ya que en el terreno de las convicciones personales no ocurría lo mismo: Castillejo era un hombre cuyo pensamiento en materia religiosa, filosófica y hasta política estaba muy lejos del de su alumno[122].
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