—¿Qué sería de mí sin él? —Suspiré, decaída por todos los contratiempos que se me habían presentado durante el día.
—No renuncies a él… —dijo de repente alguien detrás de mí.
Después de aquel comentario me volví sorprendida para encontrarme con Lorraine, que me observaba preocupada.
—¿Qué no renuncie a quién? —repetí incrédula.
Lorraine, lejos de intentar explicarme lo que había intentado decirme, todavía se rodeó de más misterio y murmuró en voz queda:
—No le des la espalda.
No perdió un segundo más en terminar de concretar lo que fuese que tratara de decir con aquellas palabras. Por el contrario, hizo una mueca con su rostro, como tratando de darme a entender que, más que una orden, lo que pretendía hacerme era una súplica. Después me rebasó sin mirar atrás y prosiguió su camino, como si aquella conversación no hubiese tenido lugar. Estuve a punto de creer que todo había sido producto de mi imaginación, cuando advertí que mi amiga no se había plantado en mi camino por la más pura casualidad. Detrás de ella se hallaba la UCI, donde recientemente habían trasladado a Derek, por lo que supuse que había estado en la habitación que él ocupaba.
Quizás Ethan le había puesto al corriente de la determinación que había tomado con respecto al paciente, razón por la cual ella, en lugar de comprenderme y apoyarme incondicionalmente, había optado por reivindicar su opinión de no dejar a Derek en manos de otro especialista. Pero lo que realmente me extrañó fue cuál podía ser su interés para que yo me hiciese cargo personalmente de él.
Mis pasos se dirigieron inconscientemente hacia la unidad de cuidados intensivos. Cuanto más cerca estaba, más desconcertada me sentía. Era como si me faltase el aire. Mi corazón latía desbocado y el recuerdo del olor de su perfume me provocaba un hormigueo parecido al aleteo de mariposas en el estómago. Me detuve a escasos milímetros de la puerta con el corazón al punto del colapso a causa de las pulsaciones. Un latido más y estallaría, saltando de mi pecho en mil pedazos. Me asaltaban las dudas. Ni siquiera me veía capaz de abrir la puerta. Acerqué la mano hasta el pomo de la misma y la dejé reposar allí. Me faltaba valor para moverme. Tenía miedo por todo lo que en aquel instante estaba sintiendo dentro de mí. Derek me atraía hacia él como si se tratase de un vórtice y yo no era capaz de evitar caer en su epicentro.
Finalmente me armé de valor, respiré hondo y me dispuse a entrar en la habitación en silencio. Permanecía a oscuras. La única luz que había era la que se filtraba desde el pasillo, por la abertura de cristal opaco de la puerta.
Dirigí la mirada hacia el frente y por fin le vi. A simple vista daba la sensación de que dormía, pero era simplemente el efecto que producía tenerle tumbado sobre la camilla con los ojos cerrados. Llevaba puestas las gafas nasales por las que se le subministraba oxígeno, ya que la saturación seguía siendo relativamente baja. El monitor mostraba sus constantes todavía débiles. Esperar que ya se hubiese estabilizado era precipitarse en el diagnóstico.
Al parecer todo estaba en relativo orden. Por fin había confirmado que su estado estaba dentro de los parámetros normales, teniendo en cuenta las lesiones que había sufrido. Convencida de ello, me volví sobre mis pasos dispuesta a macharme, cuando en un espasmo impredecible, que yo no pude ver, la mano de Derek me detuvo, sujetando mi brazo con poca fuerza.
—¡Derek! —me sorprendí, volviéndome como un acto reflejo.
Le observé totalmente atónita y pude verle con los ojos entreabiertos, cosa que me sorprendió debido a las complicadas intervenciones a las que se había visto sometido y a la cantidad de anestesia que había recibido su cuerpo.
—Rowan… —susurró mi nombre, con un hilillo de voz apenas audible.
De repente me quedé igual que cuando nos conocimos hacía tan solo unas pocas horas. Me gustaba oír su voz, me eclipsaban sus labios y hasta la poca cordura que me quedaba se desvanecía con su mirada. Tenía un rostro perfecto, incluso aunque estuviera magullado a causa de la caída tras los disparos.
—Tus… hechizos… han… funcionado… —murmuró entonces con mucha dificultad, mostrando una sonrisa de complicidad.
Y entonces mi mente se quedó en blanco a la par que mi corazón dio un brinco tremendo. Recordaba esa parte de la conversación, lo cual no dejaba de ser una buena señal con respecto a las secuelas que pudiesen llegar a quedarle tras la falta de oxígeno en el cerebro. Al parecer no me había olvidado. Recordaba mi nombre y también algunos de los temas de la conversación que habíamos mantenido en la cafetería. ¿Qué más se podía pedir? Tras esas palabras, sus ojos volvieron a cerrarse, dejando una sonrisa que ofrecía un tono cálido a su rostro. A partir de ahí, la mano que anteriormente sujetaba la mía, cayó sin más. Le devolví parte de su dignidad cuando coloqué bien su brazo y, en un impulso incontrolado, acaricié su mejilla. Era suave, pese a la barba de algunos días que la cubría. Sin saber muy bien por qué, todavía le observé unos segundos más y luego, aun consciente de que no podía verme, le devolví la sonrisa.
—Descansa, Derek…
Detuve el Jeep delante de la puerta del garaje de mi casa. Estaba demasiado cansada para guardarlo dentro, por no decir que no tenía ganas siquiera de hacer ese pequeño esfuerzo. Inmediatamente después de salir del vehículo, me abordó a traición una brisa helada que erizó mi piel sin remedio. Hacía frío en la calle, de eso ya no me cabía la menor duda, y lo peor era que no había encontrado más ropa en el trabajo que la camiseta excesivamente escotada que ahora vestía.
Una vez delante de la puerta abrí el bolso y me propuse encontrar las llaves. Debo admitir que me deprimí cuando llegué a ver la cantidad de cosas inútiles y excentricidades que había dentro. El típico montón de trastos que se acostumbraba a meter y que no servía para nada.
Me pasé tanto tiempo hurgando en el interior, que incluso temí llegar al punto de vaciarlo y no hallarlas, cuando de repente, la puerta se abrió sola. «Pero, ¿qué narices…?», me pregunté incrédula.
Observé mis manos detenidamente para terminar de convencerme de que no había tenido nada que ver en todo aquello. El tema de la magia era algo en lo que no había llegado a creer jamás, por lo que la opción que restaba no era precisamente la más conciliadora.
—Buenas noches, preciosa —saludó entonces Julien desmantelando mi teoría del allanamiento de morada.
—¿Cómo has entrado?
—Bueno, para ser sincero debo admitir que sustraer las llaves de tu bolso no resultó de lo más sencillo —respondió divertido, mientras me sujetaba por la cintura para darme la bienvenida—. Sé que dice muy poco a mi favor como inspector de policía, pero prometí pasar la noche contigo y…
Dejó la frase sin terminar para centrar todos sus sentidos en mi bienestar. No había tardado mucho en percatarse de que mi vestimenta no era quizás la más adecuada para la época del año en la que nos encontrábamos. Su cálido abrazo no se demoró demasiado y eso me halagó.
En el salón de casa, Julien había dispuesto una velada de lo más romántica. No había escatimado en detalles: desde la preparación de la mesa —con un mantel negro, un camino de mesa blanco y algunos pétalos de rosa esparcidos con gusto sobre la misma—, hasta la decoración del resto del salón con velas encendidas por toda la estancia, que cedían una luz cálida y bastante acogedora. Julien tenía el don de cautivarme, y aquella cita tenía pinta de convertirse en una cena inolvidable.
Sorprendida favorablemente por aquellos preparativos, recompensé a Julien con un beso, el mismo con el que él no se había demorado en la entrada de mi casa para recibirme, consciente de que estaba pasando frío en el exterior. Solo que el mío se convirtió en algo más. Me costaba controlar mis impulsos. Sus labios eran tórridos, igual que sus manos; su aroma era dulce como él y su pelo castaño y ondulado se enredaba fácilmente entre mis dedos.
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