Cadena de mentiras
Rowan du Louvre
© Cadena de mentiras
© Rowan du Louvre
Octubre 2020
ISBN papel: 978-84-685-5165-4
ISBN ePub: 978-84-685-5166-1
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A mi madre, que me enseñó todo lo que hoy sé.
A mi padre, quien me educó para no depender de nadie.
A mis hermanos, por la paciencia que han tenido conmigo, y sobre todo a mis hermanas, lectoras en primicia de algunos de mis textos.
A mi querido hijo Alex, por cuidar y seguir cuidando de mí.
A mi pequeña Martina, por mostrarme un mundo lleno de posibilidades.
Y a mi marido, por enseñarme que el amor existe y que se labra a fuerza de constancia.
Índice
Prólogo
Cadena de mentiras
Epílogo
“Cadena de Mentiras”
Abre los ojos
Hotel St. Claire (25-XII) 00:30h
Prólogo
(Un año antes)
Acababa de llegar a casa después de un improvisado viaje al golfo de Vizcaya. Se quitó la americana que componía su traje gris oscuro de Brioni, que cuidadosamente dejó en el respaldo de su sillón de diseño Style de piel natural. Se aflojó el nudo de la corbata de seda y desabrochó el primer botón de su camisa de Jean Paul Gaultier al tiempo que acudía al mueble bar. Una vez allí se sirvió una copa de whisky Dalmore 25 años. Al acercarse el vaso a los labios percibió su aroma. Después de tomar el primer trago le abordó el gusto a especias secas, clavo, canela y jengibre de aquel licor. Degustó la mezcla de sabores en su paladar, mientras se acercaba a la smart tv que salía de la pared opuesta a su escritorio de roble macizo. Inmediatamente después tomó el mando a distancia y la puso en marcha. Su sonido resonaba ahora en el interior de aquella estancia; una reportera daba una noticia de última hora:
… y estos son los datos que nos llegan desde España, donde ha sucedido este trágico suceso. Recordemos que los hechos han acontecido hacia la medianoche en la provincia de Guipúzcoa. Nuestros reporteros se encuentran en el hotel Villa Sono de San Sebastián, donde ha sido hallado el cuerpo sin vida de Christopher Kinnaman con un extraño mensaje escrito en una tarjeta: «Cadena de mentiras». Unas horas antes, el difunto acababa de jurar su cargo como dirigente del partido político que representaban Mikael Lynch y Daniel McEwan, fallecidos también tan solo unas semanas atrás; el primero en el hotel Pulitzer de Barcelona y el segundo en el hotel Ritz de Madrid. Con este último deceso, el partido se plantearía una posible disolución al carecer de dirigentes…
—Has vuelto… —susurró en tono sugerente una voz femenina, sacándolo de su ensimismamiento.
—Angie… —la saludó él mientras apagaba el televisor.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —inquirió curiosa la mujer de cabello rojizo, curvas portentosas y pechos turgentes que sobresalían por el escote del minúsculo y ceñido vestido de color carmesí—. Te he echado de menos...
—Siento no poder decir lo mismo —confesó él sin un ápice de arrepentimiento en sus palabras, saboreando mentalmente aquella infinidad de curvas que sabía perfectamente que acabarían sucumbiendo a sus morbosos y oscuros caprichos—. Acabo de llegar de viaje. Un asunto complejo de última hora.
—¿Asunto complejo? —repitió ella cogiendo su copa de whisky para tomar un trago de ella.
—Temas de corrupción y política —dijo alzando la mano que le había quedado libre, para tomar en ella uno de sus pechos—. Una mezcla explosiva, Angie.
Mientras tanto, en el departamento de policía se respira un ambiente tenso y poco propicio para hablar. La tensión por los crímenes sucedidos en España se ha trasladado hasta las dependencias policiales de Toulouse.
—¿Inspector le Viel?
—Adelante, Jade —respondió este dejando de lado la ficha policial que estaba ojeando en la pantalla de su ordenador, para dirigir la mirada hacia la agente que acaba de interrumpirle.
Jade entró entonces en su despacho llevando un sobre de color crema en la mano, con los bordes bastante deteriorados. En la portada y con letras de imprenta color rojo decolorado una leyenda indicaba: «Confidencial». Cuando por fin estuvo a la altura de la mesa de su superior, dispuso el informe sobre la misma y permaneció a la espera en silencio.
Le Viel tomó el sobre casi de inmediato, rompió el sello que lo mantenía cerrado y extrajo su contenido, bajo la mirada de su compañera.
—La Rousse… —leyó en voz alta, no excesivamente sorprendido por lo que acababa de ver. Inmediatamente después procedió a guardarlo y preguntó a Jade—: ¿Alguien más sabe que hemos sacado este documento del archivo central?
—No, inspector.
—De acuerdo… —dijo en voz queda. Luego abrió con llave el primer cajón de su escritorio, para dejar el sobre en su interior—. Lo custodiaré personalmente. A estas alturas de la investigación sería una verdadera tragedia que se extraviara.
—De acuerdo, señor —respondió la joven preparada para abandonar su despacho—. Si eso es todo, me marcho ya.
—Está bien, Jade —respondió amablemente—. Y no me llames señor. Me hace parecer mayor de lo que soy.
Cadena de mentiras
El sonido del teléfono rompió de improviso el silencio de mi habitación. Mi mano pálida y perezosa apareció de debajo del edredón de rayas blancas y negras y buscó con torpeza el terminal por encima de la mesita de noche. Tras varios intentos fallidos, finalmente logré topar con él y sopesé seriamente mis posibilidades: estrellarlo contra la pared o conformarme con responder la llamada.
—¿Sí? —opté por contestar.
No obstante, mi voz sonó más bien como un murmullo tosco y casi imperceptible, puesto que era presa aún del más profundo sueño.
—¿Se puede saber dónde demonios te has metido?
Sin necesidad de volver a escucharle deduje de quién se trataba. Podía reconocer su voz entre un millón ya que me había pasado veintiocho años de mi vida escuchándola en aquel mismo tono. Por esa sencilla razón y otras que de momento prefería no mencionar, sabía que se trataba del ilustre Andru du Louvre, juez del Tribunal Supremo. ¡Cualquier nombre le pegaba más que papá!
Aturdida por aquel contratiempo y también contrariada por los agravios que sabía que me iba a traer aquella llamada, me incorporé bruscamente en la cama sin dejar tiempo al riego sanguíneo a llegar hasta mi cabeza. En consecuencia, me mareé.
Mi corazón palpitaba desbocado, golpeando mi pecho con fuerza, e inmediatamente después comenzó a faltarme el aire. En parámetros médicos estaría sufriendo una crisis de ansiedad, y no era precisamente una reacción exagerada, ya que conocía lo suficiente a mi progenitor como para presagiar que se mostraría reacio a escuchar mis explicaciones.
Antes de mediar palabra alguna y mientras adaptaba mis sentidos a la luz del día, busqué el reloj despertador por encima de mi mesita de noche. Por alguna razón no había sonado, aunque también cabía la posibilidad de que me hubiese olvidado de programar la alarma. El caso fue que para cuando lo encontré, mis ojos terminaron de abrirse por completo.
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