Las de Ptolomeo fueron las únicas palabras sensatas que se oyeron en días, y se grabaron en las mentes de todos los presentes. Cualquier otra opinión sobraba.
Pérdicas callaba más de lo habitual en un hombre acostumbrado a hacer su voluntad. Dicen que los gatos son silenciosos antes de saltar sobre sus presas. Sin embargo, hizo un gesto que dejó a todos los presentes sin habla: se subió al estrado del trono, arrancó un paño que cubría la silla y como si fuese una premonición, se sentó de forma displicente, imitando a un muchachuelo que fanfarronea de lo que no es.
—Sólo te falta la corona —le dijo Ptolomeo desafiante—. Si piensas ir al tesoro y hacerte con una, has de saber que eso no te convertirá en rey. Para ser rey de este Imperio hay que tener en las venas sangre real.
—¿Acaso tienes tú sangre real, Ptolomeo? —le provocó Pérdicas, sonándose a continuación con el paño de lino que antes cubría el trono.
Ptolomeo, que estaba sentado, se apoyó en los reposabrazos con firmeza y se levantó al oír el desafío. Como un rayo, se acercó a Pérdicas en un impulso extraño en él, lo agarró por un brazo y le obligó a abandonar el trono. Pérdicas se resistió y los dos hombres comenzaron a pelear. El resto de los diádocos se apartó al punto, sin tomar partido por ninguno, extrañados del espíritu violento de Ptolomeo que primero concentró los puños sobre el estómago de su rival y después, cuando lo vio en el suelo encogido por el dolor comenzó a patalearlo en las nalgas y la espalda. Nada quedaba del hombre que momentos antes había hablado con prudencia, algo profundo había cambiado en él. La ira de Ptolomeo era imparable, como la flecha que ha sido disparada por un arco.
Los soldados de la puerta anunciaron a Bagoas, que entró sin pedir permiso. Tampoco había nadie en condiciones de impedírselo. Al ver la lucha, parpadeó dos veces y contuvo el aliento. Los macedonios siempre reñían y peleaban, pero nunca había visto a Ptolomeo protagonizando una algarada, de ahí su sorpresa.
De forma altiva, les miró uno por uno recriminando sus malos modales, su violencia y falta de decoro. No entendía cómo ninguno de los generales se había adelantado para separar a los dos contendientes. Nunca llegaría a comprender a aquellos invasores, siempre había un maleante tabernario bajo la piel de un soldado macedonio. Se frotó los ojos con un gesto teatral. El Bagoas actor era tan expresivo que capturó las miradas y los púgiles abandonaron la lucha. No dijo mucho más:
—Todo está listo para el cortejo fúnebre. Os indicaré el lugar de honor de cada uno de vosotros.
Se acercó a Pérdicas y lo vio retorcerse de dolor en el suelo. Ptolomeo soltó a su rival avergonzado, mirándose las manos como si no reconociese esos puños como suyos y hubiesen sido los de otro hombre los que golpeaban unos instantes antes. La presencia del eunuco le hacía sentir como un patán. El persa era sin duda el único que estaba a la altura de las circunstancias.
Bagoas se tocó el pecho con la mano izquierda inclinándose ante un patético Pérdicas, como se inclinan las madres ante los hijos para recriminar una mala acción. En su fuero interno le hubiese gustado tratarlo como a un niño y dar un cachete a aquel macedonio, pero con exquisita educación, lo ayudó a levantarse, secó la sangre de la ceja del general con un paño y le entregó un papiro atado con una cinta púrpura y lacrado con un sello de la primera chancillería.
—Tu panegírico —le dijo el eunuco extendiendo su brazo. Los delicados movimientos del favorito de Alejandro hacían parecer más brutos, si cabe, a los macedonios.
Pérdicas, todavía jadeante, miró con curiosidad el papiro mientras se componía la túnica hecha jirones. Luego, los demás generales abandonaron el salón del trono hasta dejarlo solo, parecía diminuto sentado a la cabecera de una larga mesa donde se desplegaba el mapa del Imperio persa.
Al verlos partir siguiendo al eunuco, Pérdicas se levantó y rodeó el pergamino hasta llegar a la península del Peloponeso. La recorrió con el dedo índice de la mano derecha, todavía dolorido por la lucha. Después, con el mismo dedo, avanzó hacia el noreste por la costa del Egeo y se detuvo en Atenas. Creía que Ptolomeo deseaba la porción de la Hélade al sur de Macedonia que incluía Atenas y Corinto. Uno de sus espías había interrogado a Thais y ella le había confesado que Ptolomeo ambicionaba ardientemente aquella porción de Grecia, pero en realidad era mentira porque el general no había dicho tal cosa y la idea había sido forjada por la mismísima hetaira. Pérdicas, sin saber del engaño de Thais, creyendo fastidiar a Ptolomeo, decidió en ese momento hacer todo lo posible para que Atenas nunca le tocase en el reparto.
—Te quiero fuera de la Hélade —sentenció—. Pero lo más lejos de mí. No obtendrás Atenas, ni Corinto, y mucho menos Macedonia.
Pensó en la India, pero un elefante dibujado sobre el pergamino le puso en alerta. Se imaginó a Ptolomeo a la cabeza de un ejército de quinientos elefantes dirigiéndose a Babilonia, y le pareció demasiado peligroso. Oyó el barritar de las fieras y vio su cuerpo aplastado bajo su peso.
Cuando salió del salón, le esperaban el resto de los generales que no habían sido llamados al reparto. Un barullo de peticiones y ruegos se organizó a su alrededor como si estuvieran pidiendo los restos de una copiosa cena. Pérdicas se deshizo de dos o tres generales con bruscos codazos y puntapiés y su escolta hizo el resto. Siempre fue débil con los fuertes y fuerte con los débiles.
Los diádocos siguieron a Bagoas con mansedumbre hasta una barca en el canal que unía los dos palacios. Les condujo al palacio de Darío donde estaba el cuerpo de Alejandro. En el último momento se les unió Pérdicas, saltó desde el muelle e hizo zozobrar la barca, a duras penas mantuvo el equilibrio, el general se negaba a soltar el mapa del Imperio. Al verlo, Ptolomeo pensó: es una pena que ese rollo de cabra no se haya hundido para siempre en las mugrientas aguas de los canales de Babilonia. Se reclinó en su asiento de la barca y cerró los ojos. Sabía que la vida estaba repleta de pequeños accidentes capaces de cambiar el destino, pero aquella no fue la ocasión.
Sobre la frágil cubierta, como si fuese un trierarca dando instrucciones antes de la batalla, el eunuco le habló a cada uno del lugar que les había destinado en el desfile. Mientras, los esclavos hacían avanzar la embarcación con grandes pértigas que hundían en las aguas hasta llegar a su destino. Al ver maniobrar a los barqueros, Ptolomeo pensó en la barca de Caronte.
Se trajo de un templo babilónico un carro procesional donde antes se paseaba la estatua de la diosa Ishtar en los desfiles de Año Nuevo. Era sin duda muy apropiado, podía resistir el peso del ataúd y de la caja salía un enganche para seis caballos. Se trataba de un carromato abierto que permitía contemplar el sarcófago de oro por todas sus caras. Dentro del sarcófago, Alejandro flotaba en miel y aromas balsámicos que conservaban su cuerpo. Bagoas había ordenado construir un techo de madera cubierto de láminas de oro para que lo protegiese de la intemperie, sostenido por cuatro columnas chapadas de electro repujado. No se pudo engalanar todavía más, no porque no hubiese oro en el tesoro real, sino por falta de tiempo.
El resultado fue magnífico. El carro brillaba bajo el sol del mediodía. Nunca estuvieron tan cerca los babilonios de quedar cegados, esa noche, los más exagerados, dijeron haber hecho emplastos para dar reposo a sus doloridos ojos.
El carro fúnebre necesitó toda la tarde para recorrer las vías principales de Babilonia donde desde las terrazas y aceras lloraban al rey. A los babilonios, que han sido gobernados por tantos imperios, les da lo mismo si el muerto es asirio, hitita, medo o macedonio, sus lamentos son igual de exagerados. Es un pueblo de lágrima fácil si se les está mirando y, con la misma facilidad arroja piedras certeras cuando la noche es oscura.
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