A finales de la década de 1950, los partidos en conflicto realizaron un pacto de no agresión y de compartir el poder sucesivamente durante los siguientes 16 años, y se llevaron a cabo procesos de negociación entre el gobierno y las guerrillas liberales y conservadoras que permitieron la desmovilización de estos grupos. La institución eclesiástica también cambió de actitud frente al Estado y tras la dictadura de Rojas decidió apoyar el nuevo pacto de poderes entre los dos partidos tradicionales, el llamado Frente Nacional. El liberalismo dejaba de ser el enemigo y las miras se centraban ahora en el comunismo que desde la URSS y China parecía amenazar el orden mundial en un contexto de Guerra Fría28.
Pese a los pactos y tratados, la violencia en Colombia no cesó del todo y pronto renació. Lo hizo, debido a que no se atendieron las causas estructurales que la alimentaban: la desigualdad social, la restricción del acceso a la educación, la concentración de la tierra en pocas manos, la falta de oportunidades, y además, la exclusión de grupos políticos distintos de los tradicionales. Los ecos de la victoria de la Revolución Cubana (1959) y la Guerra Fría hicieron el resto. Así, en 1964, nacieron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC– de inspiración marxista leninista, sostenidas por la Unión Soviética. Ese mismo año nacía el Ejército de Liberación Nacional –ELN– también marxista, apoyado por el régimen cubano, pero con fuerte participación de estudiantes universitarios, intelectuales y sectores cristianos descontentos por la situación del país29.
Mientras tanto, en el interior de la Iglesia católica se venían dando algunas transformaciones. Nuevas corrientes pastorales, que pronto desembocaron en el Concilio Vaticano II, llegaron a algunos sectores del clero que empezaron a cuestionarse sobre el statu quo y el rol que jugaba la Iglesia en su conservación. Conceptos como justicia, equidad, pobreza y cambio social circularon entre clérigos y laicos sin encontrar apoyo en la jerarquía eclesiástica, la cual buscaba simplemente acomodarse a la nueva situación y defender sus antiguos privilegios institucionales. Es en este contexto que varios sacerdotes sensibles preocupados por la situación social y política del país no vieron otra salida que la lucha armada como única vía para llegar el anhelado cambio. En una entrevista, en 1965, Camilo Torres Restrepo dijo:
Estoy convencido de que es necesario agotar todas las vías pacíficas y que la última palabra sobre el camino que hay que escoger no pertenece a la clase popular, ya que el pueblo, que constituye la mayoría, tiene derecho al poder. Es necesario más bien preguntarle a la oligarquía cómo va a entregarlo; si lo hace de una manera pacífica, nosotros lo tomaremos igualmente de una manera pacífica, pero si no piensa entregarlo o lo piensa hacer violentamente nosotros lo tomaremos violentamente. Mi convicción es la de que el pueblo tiene suficiente justificación para una vía violenta30.
Según Martínez Morales «es en la tradición cristiana y católica en que Camilo encuentra su justificación de la violencia, acogiendo de manera fiel el legado de su Iglesia en lo tocante a las tesis de la guerra justa y de la legitimidad de la insurrección contra la tiranía. En este sentido, es claro suponer, dado el desenlace de los hechos, que la decisión por la lucha armada que vinculó a Camilo con la lucha guerrillera fue más acorde con la doctrina eclesial católica que con el legado evangélico»31. Camilo no estaba solo. En esos años causó mucho revuelo la constitución del llamado grupo sacerdotal Golconda, que, bajo el liderazgo del obispo Gerardo Valencia Cano, se declaró dispuesto a trabajar por el cambio –revolucionario– de las estructuras político-sociales que generaban dominación y exclusión32. Algunos de sus miembros, como los curas españoles Domingo Laín y Manuel Pérez Martínez, ingresaron al ELN, llegando a ser comandantes de esta organización. Otros clérigos fueron colaboradores de las FARC, aunque esta última, de línea comunista-leninista, solía despreciar a la religión, considerándola como el “opio del pueblo”. Según el sacerdote Jorge Eliécer Soto, testigo de estos acontecimientos, en los años 60, 70 y 80 ocurrió que tanto las fuerzas insurgentes como el mismo ejército buscaron tener “de su lado” a los clérigos, por su alto valor simbólico en sus propósitos:
Lo que sí es cierto, insisto, es que tanto guerrilla como ejercito entendían que el valor, el carácter de la religión como institución era importante en la línea de poder tener control sobre el pueblo. Por tanto, ellos entendían que por vía de la religión también debían manejar el tema, primero, de la ideologización y el adoctrinamiento del pueblo; segundo, de la penetración y control de las poblaciones. Por eso insisto, era muy fuerte la penetración el intento de reclutar curas para la guerrilla, como lo fue también para el paramilitarismo y para el ejército, para las fuerzas del Estado. O sea, el gobierno esperaba que los curas fuéramos los primeros informantes del ejército, que fuéramos los primeros en pasarle información a inteligencia militar. La guerrilla esperaba curas guerrilleros y el paramilitarismo esperaba curas que les guardaran las guacas, que les guardaran la plata, que les guardaran las armas en sus parroquias33.
La debilidad misma de las guerrillas y de las fuerzas militares provocó que el conflicto armado se extendiera indefinidamente. Luego, acciones de las guerrillas contra ganaderos y terratenientes (secuestros, amenazas, robo de ganado y propiedades, extorsiones) y la impotencia que mostraba el Estado para protegerlos, hizo que a comienzos de los años 80 se organizaran grupos de autodefensas privadas que pronto se independizaron de sus gestores y se convirtieron en ejércitos contrainsurgentes paramilitares.
El conflicto armado se agudizó a partir de los años 80, cuando surgieron los grandes carteles del narcotráfico (Cali, Medellín y Valle) que inundaron el país de dólares, que armaron ejércitos privados y que pronto se enfrentaron al Estado, el cual, presionado por Estados Unidos, les declaraba la guerra. Los años 80 son recordados en Colombia por el secuestro y asesinato de políticos, jueces, magistrados, periodistas y, luego, por las explosiones de bombas en varias ciudades del país, que sembraron el terror en la población. Las ciudades, que antes “protegían” de una guerra que solo afectaba a los campesinos, dejaban de ser “seguras”. Por primera vez la violencia tocaba a las altas esferas del poder y a todos los sectores de la población.
La guerra de los carteles contra el Estado finalizó con el aparente triunfo de este último. Los grandes capos fueron asesinados o capturados y extraditados a los Estados Unidos. Al tiempo, éxitos procesos de paz con algunas guerrillas (el M-19, el EPL y el Quintín Lame) hacían pensar en que la “oscura noche” se iba y un nuevo amanecer se vislumbraba. El país aprovechó para expedir una nueva constitución política (1991) incluyente, democrática, pluralista en materia religiosa y cultural y llena de otros buenos propósitos difíciles de cumplir por un Estado que seguía siendo débil y corrupto.
Mientras tanto, la jerarquía eclesiástica, liderada por el entonces arzobispo de Medellín, cardenal Alfonso López Trujillo, se alineaba con el gobierno en contra de los grupos armados de izquierda, que eran, por otra parte, apoyados por algunas bases cristianas, al tiempo que desde Roma se lanzaba un fuerte cuestionamiento a la Teología de la Liberación, a la cual se le equiparó de marxista y materialista, promotora de conflicto y odio y por tanto incompatible con el catolicismo. La censura a teólogos de esta línea no se hizo esperar y las divergencias internas generaron una crisis en el movimiento34 que en Colombia nunca llegó a ser fuerte, a diferencia de otros países del continente35. El miedo a la “sociologización” de la acción pastoral, como la llamaban los obispos, conllevó una reacción en torno a reafirmar su autoridad y evitar avanzar en el análisis de la realidad colombiana, al punto que aún en 1986 los documentos de la Conferencia Episcopal, bajo el liderazgo del cardenal López Trujillo, consideraban al “peligro comunista” como causa principal de la crisis de la sociedad colombiana. Al tiempo, ofrecían discursos en pro de la tolerancia y la paz, pero en un plano meramente abstracto36.
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